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Milpalabras

MILPALABRAS

 

Lo mejor es llegar en subterráneo. Bajando en la estación 103 st.-Corona Plaza, por ejemplo, de la línea 7, se puede ir caminando. De ese modo, el desajuste se percibe de inmediato. Se percibe el desajuste, pero no la causa. Se tarda un rato, lo que lleva caminar un par de cuadras, en percibir la rareza que asoma en medio de la naturalidad con que se presenta esa zona baja de Queens. Casas sencillas, todos los carteles en español, rejas por todos lados, juguetes de plástico que imitan los dispositivos maquínicos de los adultos desparramados en casi todas las entradas, jardines secos, fachadas revestidas de imitación piedra. Una impresión de desorden que no se afinca en nada concreto pero que flota en el aire. Autos; autos por todas las calles –muchas de ellas de doble vía– que vienen y van. En lugar de ser el fondo del paisaje urbano, los obstáculos al cruzar la calle, esos autos lo son todo. Porque en ese ambiente un poco destartalado del casi suburbio, el desajuste se devela: todos los autos que van y vienen por esas calles son limusinas; casi todas negras o azul oscuro, muchas de ellas relucientes bajo el sol del mediodía y otras notoriamente envejecidas, se mueven con tal naturalidad que son los peatones los que deben ceder el paso; los conductores con sus correctas camisas y corbatas, a veces un chaleco o una campera oscura, con lentes de sol, son los dueños del lugar. Casas y autos viven en mundos que no parecen coincidir pero que se terminan ensamblando aunque dejen sus costuras al aire. Pero no hay misterio ninguno: el ruido constante de los aviones recuerda la cercanía del aeropuerto de La Guardia. Casi todos los habitantes hispanos de esa zona de Queens son remiseros.

Los acentos se mezclan. En medio de los salvadoreños, peruanos, mexicanos, dominicanos, uruguayos, hay un pequeño reducto de argentinos concentrados prácticamente entre dos esquinas. Allí se apiñan unos pocos negocios: una panadería-café con símiles de cuernitos de grasa, sándwiches de miga, facturas; dos restaurantes con empanadas, milanesas, costillitas a la riojana, parrilla, pasta con estofado, vino con soda, flan con dulce de leche; en uno hay una carnicería donde se venden cortes de carne argentinos. Hay un gran supermercado de una cadena suburbana que tiene un pasillo entero destinado a productos hispanos. Allí la bandera argentina flamea en los bizcochitos de grasa, galletitas de varias clases, sal, mayonesa, pan rallado, dulce de leche, de batata, alfajores, mermeladas, yerba mate, una bebida de hierbas; de todo hay una gran variedad de marcas. En la heladera, las estrellas son las tapas de empanadas y de pascualina.

En cualquiera de esos pocos sitios, el público es casi excluyentemente argentino. Entrar en ellos es como ingresar en una Argentina en miniatura, en un espacio que tiene mucho de puesta en escena, donde parece necesario actuar lo familiar con conductas sobrecargadas. Los habitantes de ese país prefabricado son emigrados que se aferran a una nostalgia culinaria, extirpados y transferidos a otro cuerpo en el que desarrollan rutinas conocidas pero limitadas al discreto mapa barrial. La esquina del restaurante “La cantina de Chicho”, una esquina formada por dos diagonales, termina en un ángulo abrupto. Antes de que se acabe el estrecho comedor y por detrás de la cocina, hay una franja transversal que atraviesa el edificio de calle a calle; es casi como un pasillo que horada el interior de una manzana defectuosa, que concluye en la intersección de Junction boulevard con Corona avenue. Precisamente allí funciona el “Club rioplatense”. Lugar sombrío, como los viejos clubes vecinales de las ciudades argentinas de provincia, y mucho antes aún, como las pulperías que describe la literatura; en su interior oscuro y húmedo, tiene apenas una barra y unos pocos parroquianos. La ubicación bizarra, la transversalidad ominosa, lo hacen pasar, paradójicamente, desapercibido. Sobre la pared que da a Junction boulevard hay un altar con una trilogía que traza el vínculo natural con la patria: la virgen de Luján secundada por un retrato escolar de San Martín y otro convencional de Gardel.

Indiferente para los demás, es un sitio de identificación para los argentinos del lugar. Esta trilogía urbana es una muestra del arcaísmo que parece rondar la zona argentina, pero también una muestra obvia del fuerte afán unificador de los expatriados. Nadie puede oponerse al triple rito de la religión, la historia y la cultura ni dejar de reconocerse en lo oficialmente aceptado. Pero es evidente que esa buena voluntad de buen vecino está construida por sobre el vacío intencional de la política, como una forma de evitar aquello que es el punto problemático y que, al borrarse, se hace ostensiblemente notorio. Una iconografía lavada por un afán comunitario que, sin embargo, mira extrañada los otros emblemas de la nación que circulan modesta pero rotundamente en cualquier zona de este vasto país: las camisetas con la imagen y leyendas del Che, el mito de Evita como moneda de cambio de la Argentina.

Y sin embargo, parece haber un acierto en esa borradura de lo político, que se emancipa como falta. Los íconos mercadeables de la Argentina, reproducidos al infinito, son las formas de un desgaste que no afecta a la devota trilogía patria de Queens, de la que brota, inevitable, aquello que los emigrantes han evitado poner. ¿Qué debería llenar el lugar vacío? ¿Quién falta? Es esa falta la que puede interpelar con cierta radicalidad a los inmigrantes laicos que miran la pared como si fuera un mapa de lo que han dejado. Es lo conocido que se resiste a familiarizarse, es el espejo que no refleja y que habla desde la ausencia; desde una historia donde el exilio político y económico se intersectan y el país se reproduce en sus diferencias. No alcanzan a tocarse pero sí a reconocerse; alcanzan para saber que vivir fuera será siempre una interrogación, cualquiera sea la familia que reconstruyamos.

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