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Nunca la vi, ni siquiera sé si hay un lugar donde se la pueda ver, pero cada vez que aparece reproducida la miro sorprendida por la ternura tonta que me provocan las cosas chiquitas. Algo así también pasa en algunas obras de Liliana Porter en las que se ve, por ejemplo, un cascanueces perdido en la inmensidad de un fondo blanco: un simple efecto de escala me produce una y otra vez un sentimentalismo inmediato.
La obra en cuestión es del gran conceptualista brasileño Cildo Meireles y se llama Cruzeiro do Sul. Está fechada en 1969-70. Lo decisivo, aquí, es el tamaño: mide 9 x 9 x 9 milímetros, un poco menos que un dado, y está hecha con dos piezas ensambladas de pino y roble provenientes del Amazonas que, según cuenta Meireles, para los indios tupí simbolizan, juntas, la potencialidad del fuego. Son maderas sagradas.
Teniendo en cuenta estos datos –dimensiones, materiales, título y fecha–, cualquier aficionado al arte contemporáneo deduciría que Meireles hizo esta obra como una respuesta crítica, específicamente brasileña, a la grandilocuencia y el vacío simbólico del minimalismo norteamericano. Formalmente, sería algo así como un mini-minimalismo tropical que respondería de manera artesanal, indigenista y a la vez conceptual (tres términos que me suenan imposibles de juntar en la historia del arte argentino) a las lecturas fenomenológicas que enmarcan teóricamente las esculturas del minimalismo clásico norteamericano, y que lo pensaron fundamentalmente como dispositivos teatrales de confrontación con el cuerpo del espectador. También sería una sofisticada respuesta a la idea Nac & Pop de que el minimalismo bien entendido sólo es original en contextos industrializados. Entonces, en lugar de enfrentar el cuerpo del espectador a la presencia inmutable de una geometría industrial desprovista de mito, el cubito de Meireles sería algo así como un minimalismo de bolsillo o de dedo, en el que la tradición constructiva de la primera mitad del siglo XX se compacta en dos plaquitas de madera unidas para desplegarse infinitamente en sus connotaciones y en sus posibles efectos materiales. El cubo está dotado del poder sagrado de la chispa. Calibre 9MM, simboliza el poder de lo pequeño y la fuerza de lo autóctono.
Pero más allá de esta lectura formal, conceptual y política, la obra guarda otros usos posibles. En los libros de Meireles la pieza aparece fotografiada de dos maneras distintas, que alteran radicalmente su significado. En una de las fotos se la ve “instalada” en el piso: camuflada con la madera de los tablones, es un manifiesto sobre la escala y sobre la invisibilidad. Para Meireles, así debe mostrarse: sola, en una gran sala de museo. Queda claro que para su autor la obra no debe experimentarse como una miniatura –exhibida en vitrinas, sobre pedestalcitos, como una joya–, sino como la consecuencia de un movimiento de reducción radical sobre una escultura mayor. “En una cultura impregnada por el barroco –dice Meireles– siempre me interesé por la poética de la síntesis, de la condensación. Mi obra aspira a una condición de densidad, de gran simplicidad y objetividad.”
Teniendo en cuenta que la indicación del artista es mostrar la pieza de esa primera manera, es evidente que la otra foto (en la que el cubo está sostenido por un dedo y se ve de cerca), que es la que elijo, se tomó nada más que para mostrar el tamaño real del cubo. Es una toma de referencia. ¿Por qué, entonces, preferir esta imagen? Por un lado, porque en ella se ve bien que la obra está hecha de dos partes que parecen iguales pero no lo son (en lugar de un solo material, como proponía el programa reductivo del minimalismo); pero fundamentalmente porque esta foto demuestra que sería a través del contacto, a través del simple hecho de ser sostenida como objeto (y no en su mero existir en un mundo enorme) como la obra destilaría toda su energía. No quiero decir que Meireles lo haya pasado por alto –de hecho, él señaló en reiteradas ocasiones su interés en “la posibilidad de redefinir el espacio no a través de la percepción visual sino a través del contacto muscular o la conciencia corporal”–, pero en este caso no lo privilegió y por eso quizás dejó en el camino un sentido alternativo de la obra, que la alejaría de las discusiones de la historia del arte moderno y la reconectaría con el ritual.
Con el ánimo concentrado y amoroso del artesano uno puede construir su propio cubito. Limarle las puntas y lustrarlo. Después, con la construcción terminada, testear hasta qué punto los efectos de esta obra son situacionales: una fenomenología elástica entre la cosa, mi cuerpo y el mundo. Así, confirmo que la distancia lo es todo: que la lejanía abisma a Cruzeiro do Sul en su módica objetualidad y que la cercanía lo hace irradiar. Y desde esa perspectiva de cercanía, una escultura de bolsillo con la capacidad de monumentalizar el espacio que la rodea pasa a ser un amuleto: un objeto único para guardar en la oscuridad de una cajita que uno abriría solamente en ocasiones especiales, para mirarlo y tocarlo. Así, la segunda foto, junto con la información de las maderas, nos da la oportunidad de dotar a la obra del estatus secreto y deseante del amuleto. Y el cubo deja entonces de ser sólo una obra de museo, microgeometría política, para ser un objeto mágico que puedo apretar en el puño cuando necesito ayuda.
Si en la escultura moderna el ritual sólo sobrevive en la figura conmemorativa del monumento, con este amuleto se abriría la posibilidad de un espacio ritual concentrado en un puro deseo de futuro.
Y también, al encarnar la potencialidad del fuego, la obra incluye en la hendija entre las dos maderas la posibilidad de crear, a partir de la chispa, toda una comunidad alrededor.
Cruzeiro do Sul, 1969-70, cubo de madera (pino y roble), 9 x 9 x 9 mm, fotografía: Wilton Montenegro. Cortesía de la Galería Luisa Strina, San Pablo.
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