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Milpalabras

MILPALABRAS

 

Los útiles sonoros de Joaquín Orellana

Tal vez porque apenas vuelvo de Ciudad Guatemala, donde estuve la semana pasada, tengo ganas de escribir sobre lo que allá vi y escuché. Fui con una idea muy clara de lo que quería y ahora ya no la tengo, pues la idea quedó turbia en el camino. Antes de irme para allá me leí el artículo de Ryszard Kapuscinski, y la verdad es que mejor lo hubiera leído de regreso. No me sirvió más que para ver todo bajo un tinte siniestro y paranoico. El país donde se cultivó el silencio resultó ser un país sin música. Y sí, es que es sorprendente, como lo señaló mi amigo el músico Julián Lede que me acompañó en el viaje: Guatemala, más allá de la marimba y sus anticuadas versiones de foxtrot y boleros de los cuarenta, parece no tener música. A diferencia de otros países donde la música es algo vivo que cambia semana tras semana, o incluso día tras día, música buena o mala, culta o popular, que sale de la radio pero también de los taxis o los restaurantes, en Guatemala sólo parece haber silencio. Han pasado más de cuarenta años desde que Kapuscinski escribiera sobre las dictaduras militares guatemaltecas y su texto se quedó corto si se piensa en lo que ocurrió desde 1970. El proceso de paz comenzó tan sólo a mediados de los noventa, por lo que ya no es lo mismo, pero se ven las secuelas en los rostros silenciosos de los transeúntes.

Fuimos a buscar músicos a un país sin música y los dos que conocimos resultaron ser pesos pesados. En realidad, íbamos con una idea muy clara. Durante su primera estancia el año pasado, a Julián le habían ofrecido colaborar con un director de orquesta. Cuando vio la partitura impresa a lápiz y borrada que yo había hecho, ató cabos y recordó el Teatro Nacional de Guatemala, también llamado “Miguel Ángel Asturias”, que está en el centro de la ciudad y lo había maravillado: el edificio es una fantasía casi de ciencia ficción, diseñada en los setenta por un artista llamado Efraín Recinos, un equivalente a los muralistas mexicanos, sólo que despolitizado. Hicimos las citas necesarias y tomamos el avión con la idea de visitar el teatro y platicar con el director de orquesta para pedirle que dirigiera una sinfonía semiborrada.

Bruno Campo resultó ser una persona muy singular y potente. Tras haber estudiado desde joven en el sistema de orquestas juveniles venezolano, decidió volver a su país y, desde hace cuatro años, viene implementando ese sistema con unos resultados notables. Bruno se entusiasmó con la idea de colaborar con nosotros en el experimento, pero como el público guatemalteco tiene una cultura musical muy limitada, le preocupó la posibilidad de que no entendiera lo que iríamos a hacer como un experimento, sino como una aberración que pudiera tener consecuencias desfavorables para el desarrollo futuro de su proyecto. Su posición era comprensible dado que el sistema de orquestas que está desarrollando, además de un proyecto musical, es una iniciativa social que incluye compromisos políticos. Pese a todo, decidió colaborar en una primera etapa del proceso, que incluiría una serie de ensayos pero no su presentación pública en el “Miguel Ángel Asturias” como Julián y yo habíamos previsto. Fue mientras discutíamos sobre este punto cuando Bruno pensó en el compositor de música contemporánea Joaquín Orellana, a quien nos presentó para darle al proyecto una salida pública, en su opinión más comprensible.

En la entrada del Teatro Nacional nos recibió un hombre pequeño y viejo con los ojos muy rojos, que entre bromas nos encaminó por los pasillos subterráneos hasta su taller. Resultó que en el corazón oscuro del edificio, como una especie de fantasma de la ópera, habita Orellana, quien en 1967 recibió una beca para estudiar en Buenos Aires en el Instituto Di Tella, junto con Francisco Kröpfl, Alberto Ginastera y Luigi Nono, entre otros. Además de sus estudios musicales, cursó estudios de lingüística estructural, de técnicas audiovisuales y de filosofía del arte. A su regreso a Guatemala en 1972, apenas dos años después de que Kapuscinski escribiera su demoledor texto, se encontró con que sus composiciones se habían vuelto radicalmente ajenas a la realidad de su país, donde su música no podía ser comprendida y no había infraestructura institucional para hacer música electroacústica. La solución de Orellana fue buscar en la marimba una manera de desarrollar un lenguaje musical a partir de una gran serie de instrumentos que Orellana llama “útiles sonoros”, en su mayoría instrumentos de percusión, con los que compuso por ejemplo Humanofonia en 1971, Rupestre en el futuro en 1979 y Santanadesatan en 1981. Su taller es una especie de gran bodega que alberga más de cien útiles cuidadosamente ordenados según su uso sonoro, que parecen una gran marimba deconstruida pero que a la vez, al menos para mí que los vi con ojos de artista visual, podrían ser esculturas modernistas un tanto calderianas, aunque con la belleza casual que les da no haber sido concebidas como objetos estéticos sino como herramientas.

Conocer el trabajo de Joaquín Orellana fue como entrar en la cueva de tesoros de los cuarenta ladrones. Es triste que un artista así sea poco valorado en su país, que los guatemaltecos apenas sepan de su existencia. Me gustaría proponerle hacer algo así como una animación con su música, y filmar y registrar sonoramente todo el legado que está guardado en su estudio. Es en este punto donde me siento confundido, porque estoy tentado de olvidarme de nuestro proyecto de las partituras borradas y proponerle a Julián que trabajemos junto con Orellana en algo que pueda ser nuevo pero que tenga el sabor de cuarenta años de existencia. Ya veremos; por el momento se borró el guión de nuestro proyecto.

 

 

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