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Milpalabras

MILPALABRAS

 

Salón Canning. Fue Vivi Tellas quien me explicó por qué tantas jóvenes bonitas permanecían irremediablemente sentadas contra las paredes del salón, con esa expresión de tristeza que sólo algunas lograban disfrazar de indiferencia, viendo cómo los hombres invitaban a más de una mujer madura y pesada, sin atractivo visible.

–Seguro que bailan mal…

Aquella noche en el Salón Canning, mientras el DJ insistía con Fresedo y no pasaba ni un tema de Pugliese, don Samuel, ochenta años cumplidos, no perdonaba un solo tango. Con su traje marrón y el inamovible, informe sombrero del mismo color, invitaba a cuanta rubia lo superase ampliamente en altura. En otra ocasión yo lo había invitado a una copa y, sin aludir a su escasa estatura, le pregunté por esa predilección; creo que observé algo así como que no le tenía miedo a las escandinavas. Me respondió con la sonrisa generosa de quien trasmite su experiencia de la vida a la generación siguiente.

–Pibe, no hay nada como tener la cabeza empotrada entre un par de buenas tetas.

Nunca lo vi en Niño Bien ni en Porteño y Bailarín. Se me ocurre que no se aventuraba fuera de Villa Crespo, aunque esta presunción puede ser el primer reflejo, lo reconozco, del proceso con que lo convertiré en personaje de ficción. Por el momento, me falta la historia donde hacerlo actuar.

¿A quién más puedo elegir para hacer un personaje? ¿A la tía Nelly? La conocí en Niño Bien un jueves en que llegué hacia la una, con Martín Maisonave, y no había mesa disponible. Candela nos propuso compartir una mesa y allí vi por primera vez a esa señora cuidadosamente vestida y peinada, que nos recibió con una sonrisa cauta. Cuando Martín, al sentarse, pronunció un respetuoso “Permiso, señora”, ella corrigió inmediatamente: “Nélida, por favor, pero aquí todos me conocen como la tía Nelly”.

Como muchos milongueros tradicionales, la tía Nelly prefiere bailar con Canaro y D’Arienzo, orquestas de ritmo y tempi sostenidos; nos explicó que la de Pugliese le parece música sólo para escuchar. No me animé a explicarle que son precisamente los rubati de Pugliese, esos momentos en que la música parece vacilar al borde de una pausa, cuando se diría que los bandoneones desfallecen antes de retomar aliento, lo que me seduce cuando intento bailarlos. El desafío de bailar la pausa, se me ocurrió, era algo que nunca había asomado en el horizonte milonguero de la tía Nelly. “Ni hablarle de la Típica Fernández Fierro”, murmuró, prudente, Martín.

Pero acaso don Samuel y la tía Nelly ya tengan, de entrada, mucho de personajes, y lo poco que los he conocido sea demasiado para que pueda imaginarles libremente argumento y peripecias. ¿Y si empezara por el otro extremo?

Hay una frase que no sé a quién se la oí: “Quiero morir en la pista, que barran el cuerpo y sigan bailando…” ¿Se me habrá ocurrido a mí, en una de esas madrugadas de abandono, con la cabeza partida por el alcohol y tantos reproches que creíamos archivados, “en esas horas miserables / en que nos hacen compañía / hasta las manchas de nuestro traje” (Jaime Gil de Biedma)? ¿A quién prestársela?

Hay un viejo distinguido, que he visto a menudo en Canning. Siempre viste un impecable traje azul marino surcado por líneas claras apenas visibles, con un pañuelo tan blanco como la camisa, asomando del bolsillo del pecho en tres puntas hieráticas. La calvicie no lo ha disuadido de dejarse en sienes y nuca el pelo gris algo largo, prolijamente peinado. Es delgadísimo y baila, infatigable, con un estilo tan clásico que desdeña todo énfasis, todo ornamento. Parece marcar con precisión, sin esfuerzo alguno, a las mujeres jóvenes que, encantadas de su atención, cierran los ojos y entreabren los labios con expresión soñadora. (“Nunca confiés en una mujer que baila con los ojos abiertos”, le oí decir a mi padre.) ¿Lo elegiré?

Una noche, propongo, ve entre las chicas lindas que nadie saca a bailar a una que le gusta más que las otras. Desdeño todo banal apoyo psicológico: ni le recuerda a un perdido amor de juventud (ficción barata), ni a su mujer cuando era joven (realidad irredenta) ni a una hija “desaparecida” (oportunismo ideológico). Sencillamente le gusta. Mucho.

Le sonríe. Ella, acaso incrédula, vacila en responder a esa sonrisa. Él apoya la tácita invitación con un cabeceo. Ella ya no duda. Se pone de pie y con pasos seguros acude al llamado. No intercambian ni una palabra. Él le rodea el talle con el brazo derecho y con la mano izquierda le toma la mano derecha. Sus gestos son delicados y firmes. Quedan así enlazados, meciéndose levemente durante dos, tres compases hasta que él abre con el pie izquierdo y ella lo sigue como una sombra. No: como parte de su cuerpo. No: como una respuesta a sus pasos, ya que los pies de ella se atreven a acompañar con algún ornamento aéreo, siempre hacia atrás, los movimientos severos que él ejecuta.

Ella se ha transfigurado: en brazos del eximio milonguero adquiere la elegancia, la soltura que nadie, nunca, le había siquiera sospechado. Gracias a él ya no es otra chica linda que baila mal. En la expresión de él reconozco otra transfiguración: gracias a ella, al tener en sus brazos a la mujer que sin duda desea, el viejo vuelve a ser el irresistible seductor que acaso nunca haya sido de joven, en ese bajo residuo que muchos llaman “vida real”. Durante tres minutos y veinte segundos, la identidad imaginaria que la música y el baile sugieren a ese hombre, a esa mujer, ha impugnado, ha logrado desterrar al estado civil.

Cuando la música se apaga quedan inmóviles en una figura a la que parecen haber llegado sin premeditación. ¿No será el momento ideal para que él muera? Si el cese de la vida pudiera ser sólo eso, una interrupción…

Pero no. No me atrae el rostro atónito, asustado de ella, su mano llevada a la boca para cubrir un mudo grito de espanto. Tampoco quiero imaginar a mozos solícitos retirando el cuerpo inerte de la pista, ni las miradas incrédulas de las demás parejas, incierto momento de duelo que no se anima a declararse, hasta que otro tema musical permite retomar, casi con timidez, el baile…

A ese viejo admirable, a quien me gustaría parecerme, prefiero dejarlo con ella en sus brazos, inmovilizado en la figura final, perfecta, del tango que han bailado. La única muerte que le ofrezco es la de interrumpir este relato. 

 

Foto: Sebastián Freire

1 Jun, 2007
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