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Pureza formal y lirismo tragicómico en los asombrosos cuentos de Lorrie Moore.
En “People Like That Are the Only People Here”, uno de los relatos más antologizados de Lorrie Moore, que además es famoso por sus fuentes autobiográficas, una escritora descubre que su hijo de un año tiene cáncer. El marido le dice que “tome notas” para escribir sobre el tema, porque muy probablemente necesitarán el dinero. Al principio, la escritora se niega: “Puedo escribir diálogos cuasi-divertidos. Puedo escribir descripciones sucintas del clima. Puedo escribir disparatadas excursiones con la mascota de la familia. A veces puedo escribir eso. Escribo lo que puedo, amor. Lo mío son las comedidas ironías del soñar despierto. Son las ideas pantanosas sobre las que se levanta la vida íntima. Pero ¿esto? ¿Nuestro bebé con cáncer? Perdón, pero no. Hasta aquí llegué. Esto es una ironía de las más chillonas y descuidadas. Es una pesadilla de bazofia narrativa. No se lo puede ordenar. No se lo puede empezar a anotar como para después ordenarlo”. Y sin embargo, como dice la narradora al final, “ahí están las notas”.
Los cuentos de Moore abundan en estos momentos narrativos imposibles, que en teoría deberían naufragar pero que la destreza de la voz devuelve sanos y salvos a tierra firme. En el pasaje citado, Moore resume el dilema, ironiza benignamente sobre sí misma, enumera sus puntos fuertes, se burla con enérgicas cursivas de los críticos y termina diciendo exactamente lo que dice que no puede decir; todo eso en poco menos de cien palabras que hacen equilibrio entre el patetismo y la comedia. Esa es, se podría decir, la marca inconfundible de Moore: la comedia que se desprende de la incomodidad, la tragedia, la soledad o lo que en otro cuento se denomina “la labor afligida y sin rumbo que constituye la vida”. Formalmente, no hay comedia sin incongruencia, sin desplazamiento de expectativas, y Moore es en este sentido de una precisión técnica impecable. El cuento “Paper Losses”, por ejemplo, empieza con las siguientes dos oraciones: “Aunque Kit y Rafe se habían conocido durante el movimiento pacifista, marchando, organizando, pintando carteles anti-bombas nucleares, ahora tenían ganas de matarse. Se habían vuelto, además, un poquitín pro-bombas nucleares”. La primera oración cuelga la incongruencia de una conjunción adversativa, mientras que la segunda completa la imagen inesperada: estos ex pacifistas pseudohippies no sólo quieren matarse, sino que por poco quieren matar a todo el mundo. La clave está en la sintaxis y en el ritmo. Pero no hay comedia realmente interesante sin conflicto. Moore ha hablado en entrevistas de que el humor reside en la “textura de la situación y de la conversación” y que debe estar “ligado al corazón de la historia”: “lo más difícil de capturar es esa tristeza”.
Esta doble exigencia de lo cómico o tragicómico –usar un material apropiado y presentarlo en el momento justo– se extiende a la totalidad del relato. Un cuento, como se ha notado a menudo, es una maquinaria mucho más delicada que una novela. Moore, en consonancia con esta opinión, dice en el prólogo a la antología The Best American Stories 2004 que “la novela se nos presenta abolsada (baggy), ad hoc, amargada de ambición, medio arruinada”, mientras que “la brevedad del cuento asegura la envergadura de su logro, su personalidad y su pureza…”. Es una dicotomía atractiva, aunque no creo que sea cierta con respecto a los cuentos de Moore. La dificultad estriba, me parece, en la palabra “brevedad”. Gran parte de los cuentos de Moore no son breves: sobre todo en la obra de madurez, veinte, treinta o cuarenta páginas son distancias narrativas habituales. Sin embargo, hay en ellos una densidad, un misterio, un equilibrio e inmediatez de presentación que son sin duda poco novelescos. Henry James llamaba a las abundantes novelas victorianas “loose baggy monsters” (“sueltos monstruos abolsados” sería una traducción pobre aunque literal), y hasta hoy la novela, como un invitado borracho, sigue infligiéndonos su exuberancia verbal. Los cuentos de Moore rara o rarísima vez abusan de la hospitalidad del lector, porque siempre tienen algo interesante o seductor que decir. Según el escritor irlandés Frank O’Connor en su estudio The Lonely Voice, el “cuentista difiere del novelista en cuanto debe ser mucho mejor artista, mucho mejor dramaturgo”. La fórmula es apta para Moore, siempre atenta a la coreografía de la palabra.
Moore escribe en una tradición precisa que, como gran parte del cuento moderno norteamericano, se remonta a la alfaguara de Chéjov y ha sido irrigada en el camino por innumerables practicantes, de John Cheever a Alice Munro, de Maeve Brennan a Raymond Carver. O’Connor, un gran cuentista por su parte, sacó al respecto conclusiones valiosas y que ayudan a esbozar un contexto. La fascinación de Moore por los inconformistas, los desclasados y los artistas de medio pelo tiene mucho que ver con lo que O’Connor identificó como la preferencia del cuento clásico por las “figuras que vagan por los márgenes de la sociedad”. Más aún, O’Connor atribuía la grandeza del cuento norteamericano a la atención que les prestaba a las “poblaciones sumergidas” del país. A diferencia de la novela, que “adhiere al concepto de sociedad civilizada”, afirmaba O’Connor, “el cuento permanece por su propia naturaleza alejado de la comunidad”. La novela se ha descivilizado muchísimo desde que esta afirmación fue escrita, pero alguien como Moore es fiel a esa concepción, que O’Connor llama “romántica”. Apropiadamente, hay un cuento de la autora, “Community Life”, en que la protagonista, una bibliotecaria, es una individualista incurable. En un momento, viendo a los aburridos amigos de su pareja, un político obsesionado por los aportes a la “comunidad”, piensa: “Prefería a los tranquilos empleados poetas de la biblioteca. Eran delicados y territoriales, intelectuales y físicamente enfermizos. Este era el tipo de gente que le caía bien: el tipo con el que no se puede vivir”. Y este es el tipo de gente sobre el que suele escribir Moore. O, como dice un personaje de otro cuento: “esto es lo que es la ficción: la vida invivible, la extraña habitación adosada a la casa, la luna extra que orbita alrededor de la Tierra, ignorada por la ciencia”.
Atenta a la crisis, a lo fuera de lugar, Moore estudia de cerca esa entidad perennemente problemática, el personaje. Varias generaciones de teóricos literarios han reducido al personaje a algo tan ridículo como el homúnculo cartesiano que observaba el mundo desde la cabina de la glándula pituitaria. Y a menudo se dice, correcta pero trivialmente, que el personaje es una ilusión verbal. De ahí a condenar el ilusionismo hay un paso; pero es un paso en falso. En manos de alguien como Moore, el ilusionismo es fascinante y, casi se diría, mágico. (La magia es, por supuesto, puro ilusionismo.) Un crítico tan alerta al artificio ficcional como David Lodge ha dicho que “los relatos [de Moore] parecen más reales que la propia vida”. Es una hipérbole, pero apunta a una sensación legítima. Lo indudable es que Moore, que no siempre sitúa a sus personajes en la esfera de lo plausible (le encanta lo disparatado), los circunscribe a la de lo reconocible. Y lo reconocible se manifiesta de diversas maneras. A veces es un rasgo: en “Agnes of Iowa”, hay “un músico petiso y pelado, al que le gustaba pegar en la puerta de su oficina fotos de gente famosa a la que se parecía”. A veces es una anécdota, como en este soberbio fragmento de caracterización de “Vissi d’arte”: “ahí estaba Deli, la puta, siempre parada a la entrada de la casa. Su verdadero nombre era Mirellen, pero se había puesto Deli porque, cuando llegó a Nueva York desde Jackson, le gustó el nombre Delicatessen, lo vio en los carteles sobre las tiendas y, aunque no sabía qué quería decir, sabía que el nombre era para ella”. Deli se cruza sólo un par de veces con el protagonista, pero aparece, como quien dice, en carne y hueso. Sabemos más y menos de lo necesario sobre ella, como sobre tantas personas reales. En la vanidad infundada del músico hay asimismo algo reconociblemente patético.
Moore es una doble agente, una realista consumada que se mueve con naturalidad por el territorio de la narrativa posmoderna; sería un error definirla al revés, como podría definirse a, digamos, Paul Auster, en cuya obra la realidad está siempre entre comillas. Qué es un personaje implica para Moore la pregunta de qué es un yo, un sujeto determinado. El sentido de la indagación va decididamente hacia lo real. ¿Es una autobiografía una sucesión de anécdotas? ¿Cuál es el lugar de la fabulación en lo que percibimos como nuestra vida verdadera? Estas preguntas son centrales en un cuento como “The Juniper Tree”, donde tres amigas recuerdan a una amiga muerta inventando un fantasma, y aparecen realzados en la magnífica novela Anagramas, que de hecho se compone de cuatro cuentos relativamente breves y una nouvelle. En la nouvelle, Benna Carpenter, profesora de poesía en una universidad de segunda clase, imagina “anagramas” de su vida, fabulando una “hija imaginaria”, un amante y una amiga problemática; en cada uno de los relatos que preceden a esta “versión oficial”, Benna y los demás personajes viven vidas distintas –más anagramas–. El efecto es desestabilizador: uno asigna diversos grados de realidad a invenciones que son, en un sentido objetivo, tan ficticias unas como otras. Pero la desestabilización provoca el deseo de fijar una realidad subjetiva, que es precisamente la investidura emocional del personaje.
La relación de Moore con los géneros y las formas nunca ha sido irreflexiva o inocente, aunque uno puede llevarse esa impresión al empezar a leer los recién aparecidos Collected Stories. El volumen está presentado en orden cronológico inverso: el material más nuevo primero, la obra temprana al final y los años de maduración en el indefectible medio. Las tres historias que lo abren, publicadas en los últimos cinco años en The New Yorker, son modelos de pureza narrativa, libre de arabescos formales y recursos autorreferenciales como los de Anagramas; y junto con las historias que les siguen, publicadas en el volumen Birds of America (1998), son sin duda lo mejor de Moore, como ella misma reconoce en la introducción. Pero no hace falta tomarle la palabra cuando, exagerando, tilda los cuentos más antiguos de “escritos por una cavernícola analfabeta”, apenas salvados por “el tono desenfadado, y los errores enérgicos de la juventud”. Estos errores enérgicos constituyen un archivo de aprendizaje, pero además son muy competentes como textos cómicos. La primera colección, Autoayuda (1985), juega por ejemplo con las personas narrativas, parodiando la segunda persona de los libros de autoayuda mediante una ironía benigna y compasiva. En “Cómo volverse escritor”, se lee: “Te peleaste con tu novio. Ahora salís con hombres que, en vez de susurrar ‘te amo’, gritan: ‘Haceme así, nena’. Lo cual es bueno para tu escritura”. Pasajes así subvierten por adelantado e invalidan la literatura sentimental, conocida como chick lit, que tanto se escribió en los noventa.
Moore hizo bien en revertir la cronología en más de un sentido. Releídas a continuación de los cuentos de madurez, Autoyuda y la colección siguiente, Como la vida (1990), ganan de hecho fuerza proléptica. La inteligencia y el poder de observación ya están presentes. Los diálogos se imbrican acendradamente con la prosa, y hay espléndidos momentos de lirismo tragicómico. Muchos de los comienzos son tan buenos como los mejores; esto es del primer cuento de Como la vida: “Por primera vez en su vida, Mary estaba saliendo con dos chicos al mismo tiempo. Implicaba lavar más ropa, un contestador automático y viajes oscuros y solitarios en taxis”. En última instancia, reconocemos una prodigalidad narrativa afín a la concepción de Moore del humor. “Hay una visión clásica […]: el humor se usa para esquivar los hechos horribles. Y, por supuesto, eso es cierto. Está en el centro de los cuentos. Pero que la gente sea graciosa con los demás también conlleva una especie de generosidad. Y a mí me interesa eso, los momentos de generosidad en los que alguien quiere hacer reír a otro. Esos momentos […] son teatrales. Y algunos son bastante zonzos, pero están conectados con un impulso interesante. Así que es la incomodidad lo que genera el humor, pero a veces la generosidad”. El don de Moore, en ambos sentidos de la palabra don, es enorme.
Imágenes [en la edición impresa]. Sebastián Gordín, El infierno de Dante (1993), madera, masilla epoxi y acrílico, 7,5 x 18 x 18 cm, foto: Oscar Balducci, pp. 11 y 12.
Lecturas. Lorrie Moore, Collected Stories (Londres, Faber, 2008); Hospital de ranas (Buenos Aires, Emecé, 2002); Autoayuda (Buenos Aires, Emecé, 2001); Como la vida (Buenos Aires, Emecé, 2000); Anagramas (Barcelona, Anagrama, 1991). Birds of America fue publicado por Emecé en 1999 con el título Es más de lo que puedo decir de cierta gente. Frank O’Connor, The Lonely Voice, A Study of the Short Story (Nueva Jersey, Melville Publishing House, 2004). Tres entrevistas con la autora, publicadas en The Guardian (2008), The Believer (2005) y Salon (1997).
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