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“Ahora veo que las condiciones del campo son mucho más opresivas aún que las de la ciudad, y que cuatrocientas personas en las canteras de Juaregg representan una carga mucho mayor para la cabeza de un hombre como yo que un millón setecientas mil en la ciudad.”
El personaje de este relato de Thomas Bernhard, al cabo de tres años de vivir en un pueblo de montaña, al que huyó después de una desgracia familiar en busca de otro aire y bienestar, se siente morir. O peor: está al borde de la locura; y lo sabe, siente el acecho de “la enfermedad”. Hasta ese filo lo ha empujado, también y sobre todo, una figura de magnitudes monstruosas: un cuerpo social en el que se han fundido los rasgos propios de todos los habitantes de Juaregg dando a la luz una criatura bestial, rolliza y sucia, atontada por el alcohol, la crueldad y la indiferencia, que se divierte a costa de las desdichas ajenas. Del monstruo, del ambiente viciado que se estanca a su alrededor, intenta alejarse noche tras noche este extranjero, cuando al final del trabajo, caminando de aquí para allá frente a las oficinas cerradas al pie de esos inmensos filones de piedra, se obsesiona pensando y urdiendo planes en busca de algún pasatiempo que anule por un momento la plena conciencia de su situación desesperante. El catálogo para la diversión, no obstante, es nulo o invariable. Y sin demasiadas alternativas a mano, compra y come algo bueno y sustancioso un viernes, o escribe cartas a ningún destinatario mañana, suma y resta y divide cantidades sin ninguna importancia, o se pone a conversar consigo mismo esta noche. De esas discusiones sin otro participante que desoiga o contradiga lo que el personaje piensa y enumera, surge un monólogo angustiado e inquietante, el cuento mismo, en el que la personalidad de por sí caótica de ese hombre que habla solo se ve continuamente acosada por las cosas que suceden y no suceden a su alrededor. Al cabo de tres años entonces, ese hombre que buscaba una tregua para su malestar fuera de los límites de la ciudad se ha ido derrumbando por la embestida constante de un entorno distinto, sí, pero igual o todavía más brutal y monótono, que lo hunde en el pozo de la inercia y la propia debilidad.
Otra conversación sin oponente a la vista, otro soliloquio, tan extenso y desbordante que se nos escapa, es lo que origina o abre, pero como en cinemascope, con pantalla y sonido envolventes, Martes del Bosque. Esta primera y varias veces premiada novela del joven escritor alemán Andreas Maier (Bad Nauheim, 1967) –una voz que por momentos recuerda al propio Bernhard y por momentos a Manuel Puig, según se lee en la contratapa de la edición argentina, un gran trabajo de traducción de Nicolás Gelormini– parece escaparse, con el exceso y la verborragia como motor, de ese horizonte áspero, vulgar y opresivo que ahoga la vitalidad de los hombres o la transforma en una bruta y redundante maquinaria de comportamientos. Parece escaparse pero tal vez no lo logra, y el río desbordado de escenas, diálogos, actitudes, juicios y contrapuntos que se suceden en la novela acaso sea lo mismo dicho de otra manera.
En el pueblo contado por Bernhard se respira una atmósfera casi inhumana, como el vaho de un hervor a fuego lento que esteriliza cualquier esbozo de vivacidad y uniforma los temperamentos –algo que está ahí, en algún punto o en todo lo que rodea a quien lo sufre, y cuya soberana figura organiza el relato, pero como alusión o como sombra–. Por el contrario, en Florstadt, partido de Wetterau, donde ocurre Martes del Bosque, eso, lo que de la idiosincrasia rural pueblerina trabaja sobre la individualidad de las personas de modo más o menos sigiloso o consciente, se deja leer en casi toda su dimensión.
Una sensación de perplejidad frente al mundo y su acontecer, un vacío o una desconexión entre el individuo y su entorno, que se potencia a causa de la muerte de un anciano vecino del pueblo, hostigan desde el comienzo a Schossau, el protagonista, y lo llevan, “en el curso de una reflexión permanente”, a internarse en un bosque de abetos en las afueras del municipio, a sentarse un momento a descansar y, al final, a hundir la cabeza entre sus manos como para intentar apartarse de una verdad que lo persigue: “mis pensamientos no le imponen a las cosas ningún tipo de necesidad”.
Con esa secuencia arranca Martes del Bosque. De ese momento crítico, inaugural –un punto de partida a lo Bernhard– surge, digamos así, la evidencia aterradora de que la desconexión o el vacío acontecen ahora y arrastran a Schossau sin compasión. Y surge también la novela –variante Maier– como un extenso recuento de las circunstancias que enfrentaron a este hombre con su propio problema. Si en ambos casos la existencia puesta en jaque estalla al principio y le da espacio a la narración, el tono confesional, la primera persona y el aislamiento forzado y manifiesto entre el narrador y su medio que componen el relato de Bernhard se transforman en Maier por obra de la extensión. Martes del Bosque es un caudal tumultuoso de voces, desplegado sobre una cinta sin fin de pensamientos, hechos, intuiciones y sospechas, que encarnan sin una lógica precisa en el muy extenso reparto de caracteres, pasando de unos a otros como si el foco de la atención fuese humano (el que ha visto y vivido, el que ahora inventa o evoca es un Schossau más o menos desfigurado por el entorno-relato) y se viera interpelado a cada momento por situaciones diversas e igualmente relevantes para el fin que lo ocupa: el ejercicio, la puesta en palabras como tratamiento, del curso de una dilatada reflexión.
“Entonces vio que toda la gente de Wetterau estaba delirando. Por cierto, últimamente también él perdía el control. Ni siquiera podía decir qué parte de toda esa historia había sucedido en realidad ni qué había sido, posiblemente, completado o inventado… Dentro de él la conversación no tenía fin. Todos hablaban confusamente.”
Que todo haya sido así, o que así se lo recuerde –revuelto, difuso– es lo que hace que Schossau escriba. Escribe, angustiado, y repasa uno por uno los hechos que lo han arrojado a ese estado de desesperación del comienzo (él, sentado en un tronco en el medio del bosque, con la cabeza entre las manos y ensimismado, pensando o recordando). Escribe cuando los escasos tres días en los que todo tuvo lugar y ocasión ya son historia, y después de leer el recuento de algunos de esos sucesos en la primera página de El observador de Wetterau.“Presunta locura homicida en el Martes del Bosque”, decía el titular del diario de la región, al día siguiente.
Esa escena del final –un joven hijo del pueblo, un arma, la confusión y el ataque de la locura– que mantuvo en vilo a la multitud que participaba de los festejos del Martes del Bosque y fue “la sensación” de la feria, por ejemplo, y la muerte del viejo Adomeit, díscolo habitante de Florstadt y amigo de Schossau ocurrida dos días atrás, y todos los movimientos y especulaciones que rodearon la muerte, el entierro, la apertura de un testamento en el que no se sabía qué se legaba y a quiénes, son, entre otras, las causas que llevan a Schossau a escribir.
Y lo que Schossau escribe es una solicitud. La novela no es otra cosa que la explosión desmesurada de los pormenores que llenan una petición “para ser presentada ante la comisión del seguro médico local encargada de autorizar tratamientos con el aporte mínimo”.
Schossau, el solicitante, que ha vivido y revivido esos momentos de zozobra, explota, y Martes del Bosque es el campo arrasado por la onda expansiva. La crónica extraordinaria que leemos como novela se compone en los márgenes de esa solicitud, garabateada quizás en las zonas en blanco y por afuera de las cuadrículas, después de salirse del espacio delimitado para exponer, brevemente, los motivos de la presentación, bordes desde los que asoman y desfilan tantos hechos y personas y cosas como si fueran una detallada maqueta del pueblo y de quienes lo habitan.
Martes del Bosque se forma en y desde ese disparate a partir del cual el narrador o el solicitante se desdibuja y sobrepasa los límites del sumario administrativo –habría que decir que es desbordado por la corriente de los acontecimientos que vale enumerar como fundamentos de la petición– y pone en palabras algo distinto. Todo, a partir de un momento, ha entrado a rodar en una espiral de vértigo y sinsentido tan voraz que para frenarla se vuelve vital una cura. Se trata, para Schossau, el narrador o el solicitante, y en virtud de lo vivido hasta aquí, de darle un nuevo sentido a la existencia.
Y, en principio, se trata también de establecer la o las causas del malestar. En “Juaregg” (fondo Bernhard) son adjetivos –brutalidad, indiferencia, desconfianza, inhumanidad– que les caben a todos y por igual, tan tajantes y bruscos como los seres ocultos tras ellos a quienes esos atributos compendian. En Martes del Bosque (variante Maier), esas características más o menos atribuibles al chato y asfixiante “pueblo de provincia” tienen otra carnadura. Cambiante, nebulosa, imprecisa. La inconmovible tipicidad costumbrista –una especie de lazo muy firme que se cierra sobre sí mismo y abarca todo alrededor– es atravesada y reformulada en esta zona por obra de la descripción, del extenso registro de opiniones, actitudes, afirmaciones y rechazos que no terminan de cristalizar y se contradicen y rearman a cada momento, revelando ciertos pliegues ocultos, misteriosos o inquietantes, de todas las hebras de soga que hacen la cuerda que anuda el lazo. Como si la imagen tradicional de ese espacio se astillara en fragmentos y lo lineal se quebrara en zigzagues y contramarchas.
Qué lugar ocupa cada uno en la trenza –qué lugar ocupa Schossau en su medio– es una duda que está lejos de aclararse en la novela y es la pregunta que dispara su escritura. Si el ser Schossau fuese una entidad consolidada nada de esto hubiera sucedido. Pero ni eso siquiera es garantía. Está, como muestra, el caso del viejo Adomeit, el muerto, un tipo extravagante, complicado para el resto de los vecinos, que se había planteado también el problema –“¿Cómo debo vivir aquí?”– y lo había resuelto, a costa de algunas iniquidades y otras preferencias personales, produciendo una obra enorme e imponente: él mismo. Sin embargo, ahora muerto y enterrado, su naturaleza singular era ya asimilada por todos quienes lo habían mirado con cierto recelo a lo largo de los años. “Tú siempre fuiste un habitante de Florstadt como todos nosotros”, decían quienes acompañaban el cortejo al pie de la tumba.
Y así. Cada nuevo avance de la narración en Martes del Bosque desdice o licua el instante precedente –que puede ser tanto una afirmación como una vida– y suma volumen a la turbación que soporta el protagonista y a la reformulación del ambiente rural. Para dar cabal cuenta de ella –turbación o novela– habría que transcribir el relato completo; o pasar varios buenos momentos leyéndolo.
Lecturas. Andreas Maier, Martes del Bosque (Adriana Hidalgo, 2005, traducción de Nicolás Gelormini); Thomas Bernhardt, “Juaregg”, en El carpintero y otros relatos (Madrid, Alianza, 1993, traducción de Miguel Sáenz).
Gerardo Tipitto nació en Mercedes, Buenos Aires, en 1974. En 2005 se publicó por Galerna Dos novelas cortas, su primer trabajo de ficción.
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