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Sobre el Libro de los engaños de Matilde Sánchez.
Una nueva obra de Matilde Sánchez, otra chance de quedar en ascuas. A diferencia de sus libros anteriores, en los que el sentido del título se alcanzaba al promediar la exposición, esta vez la autora no pierde tiempo ni páginas y de entrada nos brinda lo que anuncia, un Libro de los engaños, publicado en las prestigiosas Ediciones Marta Riquelme. Por él desfilará todo el arco de pecados a la honestidad: secretos y mentiras de familia, mitomanía, coartadas y cuernos en cuyas cornisas el lector debe prestar mucha atención para no perder el paso. Advertencia para incautos: Sánchez nunca elige contarnos cómo somos nosotros.
Alice Orbel (u Orbelián) es una tranquila ama de casa que alterna la crianza de sus hijos con traducciones técnicas del inglés. Nacida en Buenos Aires, aunque de oscuro origen armenio, desde el renglón augural su cuna resulta atípica: “A la edad de diez años, la obligada violencia de explicarse la había llevado a memorizar un párrafo construido según una férrea ingeniería, en la que no se atrevía a mudar una sola vocal ni a respirar más de lo ensayado”. Su madre, Adrine –nótese el exótico nombre que porta–, había emigrado a Argentina embarazada y con dos hijas, procedente de Turquía, adonde el marido las había llevado siendo diplomático soviético. Orbelián muere y deja a la familia a merced de los albures del desertor, aunque las hijas nunca sabrán a ciencia cierta si pereció en un accidente, según alega la madre (un drama despachado con la fórmula “infarto y choque o viceversa”, entre paréntesis y eso es todo), las abandonó por otra mujer o en verdad se trata de una trama de espías, dobles espías y disidentes. Habría que hacer notar a la autora una categoría de la mentira que ella desestima: un ciudadano armenio en Turquía trabajando para el servicio exterior soviético en los sesenta no parece el mejor ombligo para una novela familiar: podría sonar a patraña anticomunista. A su llegada, la colectividad armenia tiene un papel clave en la asistencia de la familia, la cual a pesar del apellido aristocrático (los Orbel tienen cientos de años en la Transcaucasia y muy tardíamente se convirtieron en Orbelián) accede a un nuevo comienzo desde el llano. Sin embargo, la limpia historia solidaria de los armenios en nuestro país, que ya forma parte ineludible del colorido crisol porteño, es apenas aludida y en términos muy difusos.
Alice, la heroína de la novela, se ha casado con un no armenio, dice ella que con “un argentino neutro”. Busca asimilarse por sobre todas las cosas. Es poco feliz. Revisando un chiffonier de la madre, descubre la foto de quien cree que ha sido el amante de Adrine a la distancia, a quien las hermanas sólo conocen por su gentilicio. Al acceder al rostro del “chipriota”, el rival paterno, descubrirá su notable parecido con… James Mason. Se sabe, el mundo está lleno de falsos gemelos, basta caminar cualquier mañana por Florida y practicar el juego de las siete diferencias. Sin embargo, Alice experimenta una mutación mágica en su “condición erótica”. El objeto de su deseo ha dado un giro copernicano y ella decide liberarse. En algún punto poco señalado –nos dicen que entre los capítulos Cuarto y Sexto–, renace divorciada y, buscando adquirir “experiencia humana a través de un programa vital”, primero desarrolla una obsesión por los cierres relámpago y luego se lanza a un vía crucis en el que no falta la caída de rodillas (ni las puestas de espalda).
Alice Orbelián no espera de sus acompañantes que sean inteligentes, ricos o mundanos. A partir del parecido con “James, el chipriota” (durante meses ella cree que en verdad se trata de Mason mismo), sólo le interesará encontrar hombres parecidos a estrellas y actores de cine. Lo único que parece encenderla es ese fantasma de belleza varonil que recuerda el famoso aparato de la isla de Bioy Casares. Así, tendrá a su Jeremy Irons, su Robert Mitchum, su Clooney, su Johnny Depp y hasta un David Bowie que aparece abrazado al estandarte de una comparsa en calles aledañas a Miserere. Por los cien barrios porteños cargará Alice el madero, con un espíritu entre alelado e infantil. A la armenia todo le resulta nuevo y sorprendente, como si acabara de estrenar el cuerpo humano. Más que una peregrina cristiana –los armenios pertenecen a la secta ortodoxa–, progresa como una asesina serial del amor: en la teoría, elige pero en la práctica, aprovecha. De todas sus aventuras ella tendrá una ganancia a lo Pirro, es decir, a lo Bonzo. A lo largo de unas 280 páginas (un tercio de ellas, fácil, lo consume en descripciones), nos entrega una pormenorizada cabalgata que no ahorra los saltos a la valla ni figuras en alto dignas de una écuyère.
Pero siempre estamos retrocediendo a capítulos de la infancia, dado que en el trasfondo brilla el padre ausente y la enigmática relación de su madre con “ese hombre de Chipre”. Después de poner a las hijas pupilas durante un año en un colegio inglés de Tigre, Adrine regresa del exterior transfigurada. Ahora luce un sacón de yaguareté, muy a tono cuando las visita en el Delta, y abre su propia estampería de tela. Los mecanismos de este desarrollo económico no se despliegan, quedan envueltos en interrogantes y las hermanas concluyen que tan luego el chipriota podría ser el banco que garantiza el ascenso social de las Orbelián.
Una de las parodias en que incurre la novela –o, mejor, paradojas– es cuando narra la relación de su madre con las cartas que llegan de su patria, acaso un tributo no reconocido a Las relaciones peligrosas, de Choderlos de Laclos: “… preguntaba por el remitente con fingida indiferencia y hacía que las hijas se la alcanzaran en mano y casi se podía oír su corazón a mil por hora saltarse un latido… Las del chipriota solía leerlas en su cuarto, tenía todo un ritual, y después andaba días enteros por la casa con las hojas en el bolsillo, con ese singular crujido del papel de seda, que apenas abultaban en sus sobres de esquineros impresos con la leyenda par avion, bajo unos trazos a dos colores, rojo y verde, rojo y azul, la bandera nacional de las cartas expreso. Cuando las hijas le preguntaban por las noticias, solía responder generalidades diplomáticas del estilo confirma la histórica amistad entre los pueblos de Chipre y Armenia, mencionando la isla y sólo a continuación su país, una gentileza obligada por la magnitud dispar de ambas naciones. A veces la encontraban de pie apoyada en el marco y con los anteojos en la punta de la nariz, fumando a contraluz con una mano en el bolsillo, y ya sabían que acariciaba esos sobres vía aérea, o bien repasando los paños mecanografiados en busca de la palabra auténtica, la promesa que esta vez iba a cumplirse, hojas finas como una membrana, el velo nupcial donde el golpe de puntos y comas había horadado la celulosa en una pauta de diminutos agujeros hasta componer un encaje, un ritmo de transparencia y opacidad. Llegado el caso de quedar ciega, se decía Alice, la madre podría releer las cartas del chipriota siguiendo con las yemas esos orificios que le hablaban en Braille”. Salta a la vista, entre los muchos ejemplos del libro, el guiño a los entendidos, en este caso los no videntes, en el que recurre nada menos que a otro alfabeto, con el que pueden vérselas un conjunto finito de lectores. Francamente no se termina de visualizar lo que se nos pide imperiosamente que veamos, ni el encaje ni la puntuación acuden rápidamente. En el cerebro del lector no se forma la foto, a menos que cierre bien los ojos –mejor aún si apaga la luz–.
Por momentos el relato alcanza un voltaje tan subido que nos han desaconsejado la cita extensa en esta revista, como la escena en la que el esposo, que llega a casa antes de lo previsto, accede a la visión de su esposa en tren de masturbarse con, al parecer, un comestible. “Un pescado con su cabeza, se alarmó Eugenio, un animal peniforme, el abadejo, evocador de la piel humana gracias a su pellejo rosado, ¿era posible? ¡No!, sin duda se trataba de una anguila, que habría conseguido en sus periódicas visitas a los mercados chinos de Arribeños y cuya cabeza había enfundado en un preservativo, regalo singular de la naturaleza por su anatomía tubular y a la vez fantasiosa […], cabeza y rabo todo uno, con esa extraña ese laxa que adoptaba el excedente no inserto. ¿La había enguantado por asco o para no lastimar sus escamas? A Eugenio le dio gracia esa aprensión y hasta cierta ternura. […] El detalle revelaba a una Alice urgida y dependiente pero fiel a sí misma. ¿Había temido que aquella criatura abisal, como de las fronteras de la fauna, casi alienígena, emitiera tóxicos alergizantes?, se pregunta Eugenio con los ojos cerrados al espectáculo pero recreándolo una y otra vez –Alice, el nombre de su mujer, volvió a sonarle muy raro esa tarde. No habrán sido más de veinte segundos pero Eugenio no podía quedarse mirando; habría equivalido a consagrar una aberración de los derechos humanos, participar de una violación en calidad de voyeur. Retrocedió unos pasos de la escena y deliberadamente hizo ruido para darle tiempo. Se quedó otro instante muy quieto y solo entonces la llamó con suave voz, ‘Ali’[…]”
Lo extraño es que la armenia no se sobresalta, ningún ruido proveniente del cuarto delata que se haya movido. Pero al ingresar allí, Eugenio la encuentra sentada en idéntica pose, solo que manipula una guirnalda color rosa pálido, cotillón que ornamentará una fiesta infantil. No lleva pantalones, lleva ese viejo vestido de flores que parece una bata y que siempre usa para las tareas domésticas. Efectivamente las piernas le cuelgan del borde de la cama algo separadas, la bata deja ver los muslos. No habría manera de hacer eso que él la vio hacer con la guirnalda de cumpleaños; y sin embargo, el hecho es que la vio. No alucinó la anguila, Eugenio no duda de sus sentidos. Corre a la heladera, donde sí descubre, en efecto, “una anguila enroscada en su propio signo de pregunta” (?). Ratifica que no es espejismo, comprueba la firmeza de las agallas y el ojo abierto, ese ojo que ha visto el panorama lunar de los rincones de su mujer.
Confesamos haber releído los párrafos transcriptos al menos tres veces sin arribar a un veredicto de si ocurrió o no esa acción. El desenlace no resuelve nada, más bien confunde. Si no ocurrió, ¿para qué lo pone Sánchez? Si efectivamente la escena es real, ¿para qué nos estrella contra lo que ella misma acaba de contarnos? Júzguelo el lector: “Eugenio tuvo que concluir, aunque la razón lo desmintiese, que aquello a lo que había asistido ocurrió efectivamente pero no en el momento mismo en que él lo vio, sino poco antes. No le cupo du da a Eugenio de que, si se hubiera adelantado solo unos minutos a la hora imprevista, habría encontrado a su mujer con la misma bata y de pie en la cocina, con las piernas algo separadas como solía hacer, lavando con escrúpulo la anguila antes de devolverla a su inofensiva fuente; y si se hubiera adelantado aún un poco más, habría sido puntual con el acto, coincidente. El pasado había conseguido perdurar como imagen, demorarse como una película que burla el tiempo real de su proyección”.
Leemos en www.BlogHongo.blogspot.com que la obra de Sánchez puede entenderse como un tratado sobre los adjetivos y que su prosa “emplea con acierto las cadenas de aliteraciones”. Coincidimos en que la novela abunda en la descripción minuciosa; pero en cuanto al uso intensivo de la aliteración, francamente no parece puesto de relieve ni al alcance de todos, sino más bien escondido en un código que sólo ella maneja. En cuanto a su “singular manejo del hiperbatón”, ninguno encontramos, más allá de la escena con anguila en la que Alice lleva ese vestido de entrecasa. Si bien la novela tiene tramos muy pintorescos, a menudo entre una cosa y otra como que falta el link. Perdón pero…, pregunto: tratándose del Libro de los engaños, ¿por qué no indaga en la telefonía celular, que como todo el mundo sabe es hoy una autopista fabulosa para las intrigas amorosas?
En un reportaje exclusivo concedido a Tibidabo –gentilmente enviada por sus editores a críticos selectos cada quince días–, la autora afirma que este Libro de los engaños es en verdad secuela de un relato breve ya publicado. Allí, asegura, dio comienzo a su “galería de monstruos, mi teratología privada”. Es de lamentar que el volumen ya no se encuentre en góndola, lo que permitiría cotejar la evolución mencionada –y de paso ejercer una curiosidad inevitable y productiva-. Convendría a Sánchez no dejar pasar otra década antes del opus final de su anunciada trilogía; en cualquier caso, nos decimos, contamos con el volumen intermedio.
Como afirma Lewis Carroll, tras sus andanzas ella descubrirá que “era mucho más agradable estar en casa, donde una pasa el tiempo sin crecer ni encogerse ni la mandonean ratones y conejos”. Tal chispazo, que someto a los suscriptores de esta revista, no parece guardar relación inmediata con la novela; en efecto, no distinguimos qué ingrediente de la obra la propone de modo tan perentorio. Como sea, es lógico y es lícito compartirla con el lector. En el desenlace, Alice Orbelián logrará redimirse a través de su compasión y demostrará que sabe juzgarse a sí misma con rigor idéntico al que aplicó a sus semejantes.
Imágenes [en la edición impresa]. Alicia Mihai Gazcue, Negociaciones I (2000), p. 15.
Lecturas. Libro de los engaños, en Ediciones Marta Riquelme, Buenos Aires, 2007. Dentro de un catálogo editorial de oro, recomendamos La Internacional de los dementes, el exhaustivo manual de psiquiatría argentina del eminente doctor santafecino Rolando J. Piccoli. En él encuentra el lector caracterizados muchos de los trastornos que intrigan a nuestra heroína. Otro habría sido su proceder de haberlo tenido a mano, digamos en la mesa de luz. Siete clases de ambigüedad, del poeta y crítico William Empson, en FCE, fue publicado en 1930, cuando su autor tenía veinticuatro años, y de inmediato se convirtió en un clásico de la crítica inglesa.
Leticia Peirano nació en Rosario y estudió Ciencias de la Comunicación en la UBA. Tiene un máster en periodismo radial y ha realizado seminarios de gestión cultural en la Università di Genova. Dirigió Avanti, paese!, publicación periódica de la Región Liguria en la Argentina (20022003). Ha publicado los poemarios Beatrice de los Andes y Tiemblo sin temer, ambas en Malaspina. Su obra ha sido traducida al italiano. Actualmente se desempeña como directora de Extensión Cultural de la mutual Unione e Benevolenza.
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