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El segundo avión

NOVELA

 

Sobre El hombre del salto, de Don DeLillo

 

A fines de 1997, Don DeLillo publicó la novela que muchos consideran su obra maestra, Submundo. Ambiciosa, resonante, por momentos desmedida, Submundo examinaba cinco décadas de historia norteamericana en más de ochocientas páginas. La unidad era menos arquitectónica que simbólica: sus múltiples argumentos giraban en torno a la amenaza nuclear y las contiendas geopolíticas de la Guerra Fría. Tres años antes del fin del milenio, la novela cerraba un capítulo de lo que DeLillo llamaría el “relato mundial”. La paranoia nuclear era un hecho del pasado, pero según el autor quedaban sus secuelas: el recuerdo del miedo, la futilidad y el debilitamiento moral de la época. Cuatro años más tarde dos aviones de pasajeros se estrellaron contra las Torres Gemelas de Nueva York, y las preocupaciones expresadas en Submundo se volvieron automáticamente obsoletas. Entre los primeros en notarlo estuvo DeLillo. En el ensayo “In the ruins of the future”, publicado por Harper’s a los dos meses del atentado, escribió esta frase clave: “Hoy, de nuevo, el relato mundial es obra del terrorismo”.

El relato se ha complicado hasta lo indecible en lo que va de la década. En la esfera política, directamente ha adquirido visos de novela posmoderna: hay narradores poco fiables, informes dudosos, inverosimilitud, desorientación. Mientras tanto, los novelistas han actuado con suma cautela. Han vuelto, si se quiere, a problemas fundamentales. Porque parte de lo que entró en conflicto el 11 de septiembre fue el rol de la imaginación, como ellos mismos notaron enseguida. Ian McEwan, en un breve artículo escrito al día siguiente del atentado, razonó que “ni siquiera las grandes mentes, los mejores y más oscuros soñadores de desastres a gran escala, desde Tolstoi y Wells hasta Don DeLillo, podrían habernos entregado una pesadilla como la que vimos por televisión”. Seis meses después, Martin Amis escribió que aquel día “la imaginación había sido requisada por completo”. La realidad era más fecunda en detalles e inmensidades. Amis hace referencia, por ejemplo, a la “niebla rosa” causada por la explosión de miles de cuerpos humanos. El viejo cliché de que la realidad supera a la ficción no sólo se había reactivado sino vuelto claramente visible.

Estas impresiones registraban una ansiedad legítima en cuanto al oficio de escribir y su moral, pero en retrospectiva conviene observar que la novela no es un subgénero del cine catástrofe. El desafío imaginativo del escritor, dicho de otro modo, no estriba en competir con la espectacularidad del desastre; a la inversa, es pueril ampararse en que el lenguaje no “puede dar cuenta” de él. No hay materia “innarrable”, por inenarrable que sea. Hay en vez un espinoso problema de tono: cómo encontrar, no sólo la palabra justa, sino la palabra digna. Y, paralelamente, cómo situarse a un nivel narrativo desde donde sea posible capturar la inseguridad contemporánea sin caer en la didáctica o la diatriba. DeLillo se refiere a esto cuando escribe, en “The power of history”, un ensayo a propósito de Submundo, que “un escritor de ficción siente la atracción palpable de los grandes sucesos y busca participar de la narración. Cuando la historia le regala sucesos, el novelista siente que su iniciativa es adecuada. ¿Pero qué tan adecuada? ¿Acaso el escritor no distorsiona por necesidad la vida real?”.

Puede que la solución a estos problemas sea elemental: hacer de los personajes el centro de la novela. Un momento de enorme trascendencia histórica se percibe primero a escala individual. Y el personaje, con su investidura ético-emotiva, habita por definición esa escala. La novela de personajes puede así imaginar mucho más que la pesadilla que McEwan y el resto de nosotros vimos por televisión. Puede trascender la abstracción operativa del “relato mundial” y poner en perspectiva cientos de historias puntuales. En este sentido, es sin duda relevante que muchas novelas post-11-S, como Los hijos del emperador, de Clare Messud, Terrorista, de John Updike, o la excelente y aún no traducida A Disorder Peculiar to The Country, de Ken Kalfus, sean narraciones clásicas, con personajes nítidos y situados en contextos precisos. Y aunque la elección parecería natural, no lo es tanto en vista de las modas literarias recientes. El personaje, como se ha observado a menudo, fue una de las bajas de la novela norteamericana posmoderna, concentrada, de Thomas Pynchon a David Foster Wallace, en la teoría cultural, la fábula y la pirotecnia lingüística. Hay que decir, para ser justos, que en esa tradición se ha escrito una novela post-11-S como Tan cerca tan fuerte de Jonathan Safran Foer, donde aparece todo tipo de arabescos narrativos y recursos gráficos. Pero las ventajas son dudosas: al no crear un solo personaje plausible, Tan cerca tan fuerte, de hecho, se aleja de la realidad emocional de los hechos.

DeLillo, como dice en el ensayo de Harper’s, busca aproximarse: “el lenguaje vivo no ha sido doblegado. El escritor quiere comprender lo que el día nos hizo a todos”. El hombre del salto, la esperada novela del autor sobre el 11-S, es en consecuencia una narración atenta a lo cotidiano, que no pierde de vista las minucias de sus dos protagonistas, Keith y Lianne Neudecker. DeLillo empieza por el salto imaginativo de filtrar el atentado a través de los ojos de Keith, que ha logrado escapar de la torre sur y se encuentra en medio de la conmoción: “el humo y la ceniza venían rodando por las calles, doblando las esquinas, sísmicas oleadas de humo, con destellos de papel de oficinas”. Cubierto de polvo y sangre, el personaje registra impresiones difusas. “El mundo era esto, también, figuras en las ventanas, en lo alto, a trescientos metros, y la pestilencia del carburante en llamas, y el desgarrón sostenido de las sirenas en el aire.” En estas tiradas descriptivas, el estilo laxo y aposicional de DeLillo avanza con aplomo, sumando sucesos inconexos que sugieren la desorientación general. Pero más sugerente aún es su destreza para convocar detalles aislados y misteriosamente significativos: “Hubo otra cosa entonces, fuera de todo esto, arriba. La vio bajar. Una camisa surgió del humo alto, una camisa que se levantaba y volvía a caer, hacia el río”. ¿Es la camisa un símbolo, un respiro, el vacío de un hombre?

Ya lejos, Keith intenta “decirse que estaba vivo, pero la idea era demasiado abstrusa para asentarse en él”. Así, como un zombi, se presenta en casa de su mujer, Lianne, de la que se ha separado hace poco. Un matrimonio en conflicto se reúne después de la tragedia: DeLillo no es inocente de simbolismo. Pero entre sus preocupaciones siempre ha figurado la relación entre el macrocosmos de la historia y el microcosmos de la conciencia individual. Una vez más, como casi siempre en sus novelas, esa relación es discontinua, no lineal. Hay, presumiblemente, causas y efectos, pero las primeras no son deducibles de los segundos. Keith –y con él el lector– ignora por qué vuelve con Lianne; por la misma falta de motivos, vive un breve romance con una mujer que estuvo en la torre sur. Aunque los acontecimientos históricos influyen, es difícil determinar la manera. Como en Libra, la novela de DeLillo sobre el asesinato de Kennedy, los “seis segundos que quebraron la espalda del siglo norteamericano”, la concomitancia de hechos es más evidente que la causalidad estricta.

En una conversación clave del matrimonio, que para entonces ha restablecido una rutina familiar con el hijo de ambos, Lianne pregunta: “¿Es posible que tú y yo hayamos terminado con los conflictos? … La fricción cotidiana… ¿Es posible que eso haya terminado? Ya no nos hace falta. Podemos vivir sin ello. ¿Tengo razón?”. Keith responde, aforísticamente: “estamos preparados para hundirnos en nuestras pequeñas vidas”. Las “pequeñas vidas” son precisamente lo que la historia puede aplastar. A eso se refería Nadiezhda Mandelstam en Contra toda esperanza al decir que el experimento soviético había privado a su generación de las “simples penas de amor”. DeLillo no sugiere que la caída de las torres anuló la experiencia individual, pero sí que hubo una disminución de la esperanza, o en todo caso de la despreocupación, con que miles de norteamericanos vivían hasta entonces sus vidas. En otro diálogo elusivo y magistralmente calibrado, Keith y Lianne analizan las icónicas imágenes televisivas:

Keith dijo:

–El primero aún parece un accidente […].

–Porque tiene que serlo.

–Tiene que serlo –dijo él.

–El modo en que la cámara parece manifestar su sorpresa.

–Pero sólo el primero.

–Sólo el primero.

–El segundo avión, para cuando aparece el segundo avión –dijo él–, ya somos todos un poco más viejos y sabemos más.

We’re a little older and wiser, dice el original, una expresión idiomática que hubiera sido preferible traducir por algo así como “estamos un poco más fogueados”. Porque a la traducción literal se le escapa, crucialmente, el tono irónico de la frase, que apunta a un tema complementario en la novela: una pérdida generalizada de inocencia. En la primera sección, “Bill Lawton”, DeLillo lo explora a través de una línea argumental en la que el hijo de diez años de la pareja se pasa las tardes en juegos secretos con dos amigos. La madre de estos, presa de la paranoia colectiva, se preocupa por lo que puedan estar haciendo; pero en realidad los chicos no intentan nada extraño ni perverso. Sencillamente, matan el tiempo oteando el cielo con largavistas, en busca de más aviones. “Malditos niños, con el poder de imaginación tan puñetero y retorcido que tienen”, exclama Lianne cuando se entera del juego. Pero lo terrible no es que los niños imaginen, sino que los acontecimientos, de nuevo, han requisado la imaginación.

DeLillo ha observado que “las ruinas de las torres están implícitas en otras cosas. El ordenador de mano, la limusina aparcada frente al hotel, el rascacielos a medio construir con el nombre de una banca de inversiones: a todos los ronda lo que ha sucedido, todos demuestran menos calma en su autoridad, en las prerrogativas que ofrecen”. Cosmópolis, la novela anterior del autor, publicada en 2003 pero ambientada significativamente en “el año 2000, un día de abril”, puede leerse como una alegoría sobre el momento en que aquellas prerrogativas estaban a punto de entrar en crisis. Pero el problema de esa novela era su exacerbada dependencia del “relato mundial”. Eric Packer, el protagonista, era un multimillonario fascinado por la ruina y la muerte, cuyo impulso autodestructivo no estaba contextualizado por una realidad vivida. Packer parecía un mero símbolo del capitalismo imperial y sus grietas inminentes; cuando caía, no suscitaba ni piedad ni terror. Uno de los grandes aciertos de El hombre del salto, en cambio, es el de representar en sus personajes aquello que, en un momento, Keith caracteriza como “una estrechez de necesidad o de deseo”. Tanto Keith como Lianne se aferran a sus individualidades para darle sentido a la historia. Y sin duda es adecuado que DeLillo no ensaye una interpretación abarcadora –en el sentido en que Submundo es una interpretación abarcadora– de la era político-social que engendraron los acontecimientos, porque de momento parece imposible.

El título de El hombre del salto refiere a un personaje ambiguo e inquietante, un artista callejero que se dedica a reproducir los saltos de las víctimas, arrojándose al vacío desde lugares elevados, provisto de un arnés y una cuerda. Las reacciones que suscita son en su mayoría hostiles. Impertérrito, el artista rechaza incluso las favorables. La obra de DeLillo abunda en estos personajes un poco maniáticos, pero es tentador ver en el hombre del salto un avatar velado del escritor, en cuanto ambos carecen de garantías para expresar un tema enorme: “la fuerza de la historia, tan potente, visible y real” opuesta a “la idiosincrasia individual”, en palabras del autor. La fuerza de la historia aparecía representada, según Walter Benjamin, en el Angelus Novus de Paul Klee, una criatura que mira atrás, hacia el pasado, mientras una tormenta la impulsa de espaldas hacia el futuro, ante el que está ciego. “La tormenta”, escribe Benjamin, “es lo que llamamos progreso”. Una imagen de DeLillo, cuidadosamente repetida, recuerda esa figura y al mismo tiempo la trasciende. En la última página, en una suerte de epílogo que vuelve al momento inicial en las torres, Keith levanta la vista y con él volvemos a divisar “la camisa cayendo del cielo. Andaba y la veía caer, agitando los brazos como nada en esta vida”.

 

Lecturas. El hombre del salto fue publicada por Seix Barral (Buenos Aires, 2007). También en Seix Barral, Submundo (1997) y Cosmópolis (2003). En las ruinas del futuro apareció en Circe (Barcelona, 2002).

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