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Las ilusiones perdidas

NOVELA

 

Acerca de El desperdicio, de Matilde Sánchez

 

En la nota de agradecimiento que antecede a El desperdicio, Matilde Sánchez consigna haber recibido una beca de la Fundación Guggenheim para escribir Una comedia familiar, y a continuación puntualiza: “No llegué a concluir el proyecto de novela tal como fue presentado pero muchas de sus páginas sobreviven en este libro. Todo indica que la comedia se convirtió en elegía”. Por otra parte, en un reportaje concedido al suplemento ADN de La Nación, la autora cuenta que el título original de El desperdicio era Elegía, “como forma poética de despedida”; pero agrega que Philip Roth sacó un libro con ese título y ella tuvo que cambiarlo.

La palabra elegía, repetida en ambas frases, condensa el impresionante “tono fúnebre” de esta novela en que la narradora, cuyo nombre desconocemos, se propone evocar a su amiga Elena Arteche, quien acaba de morir poco después de cumplir cincuenta años, y con ella rememorar la juventud de toda una época, “el recuerdo de un todo al que pertenecíamos, una unidad semejante a una pandilla, una banda de amigos”. Evocación de la amiga muerta –un tema que la autora ya había abordado en su novela El Dock– y, al mismo tiempo, difícil trabajo de duelo en el que la narradora procura explicar lo que para ella resulta incomprensible: por qué Elena, tras haber vivido varios años en la ciudad de Buenos Aires y haberse perfilado como una promisoria figura de la crítica literaria local, decidió, frente a la temprana muerte de su hermana Carmen, abandonar con su pequeño hijo la ciudad –y a la vez, a su grupo de amigos y sus espacios de circulación habituales– para retornar a Pirovano, pueblo del sudoeste de la provincia. Con ese viaje de regreso Elena clausuró todos sus proyectos de juventud, imaginados al calor de la conversación y el humo de innumerables cigarrillos unas décadas atrás, en el mismo pueblo de provincia que en aquel entonces –junto con sus primas y su hermana ahora desaparecida– soñaba con dejar para siempre. ¿Cómo es posible que Elena, que parecía estar hecha para brillar en la Buenos Aires literaria de fines de los setenta y comienzos de los ochenta, que se había ganado un lugar destacado en ese mundo de grupos de estudio y discusiones infinitas sobre cine en blanco y negro, literatura y política, haya podido de pronto abandonarlo todo, sin arrepentimiento ni nostalgia, con la liviana violencia de una carcajada?

La decisión de Elena es irreversible. Aunque vuelva a visitar Buenos Aires, ha fijado su lugar de residencia definitiva en Pirovano, donde se hace cargo del campo familiar, que antes había aborrecido. Un campo que –nos encontramos en los primeros años noventa– nada tiene del romántico paraje de antaño. “La explotación intensiva era la única manera de sacar plata del campo. […] Era pura inercia seguir hablando de la aristocracia con olor a bosta, dado que por otra parte, salvo algunas zonas del sur, la ganadería había sido reemplazada por el girasol y el maíz. Hacía muchos años que la pampa era una enorme planta aceitera.” En un primer momento, el grupo de amigas y Elena misma confían en que el contraste con la despojada vida rural le permitirá alcanzar el estado de ánimo necesario para avanzar en la escritura de su postergado proyecto de tesis, titulado Espejo de pícaros. Notas para una teoría de la parodia, desde el Fausto criollo hasta nuestros días. Pero rápidamente las nuevas obligaciones y el proyecto de construir una casa familiar ocuparán toda su energía, desplazando progresivamente sus intereses literarios y, fundamentalmente, sus proyectos de escritura. “Cuando nos anunció que viajaba a Buenos Aires a comprar materiales, imaginamos una búsqueda bibliográfica, pero no; en rigor se trataba de la compra de grifería y mosaicos. Nos atendió de pasada en la cafetería del hotel Plaza Francia, donde empezó a alojarse, el coche estacionado y lleno de cajones y paquetes, my work in progress. Y así se armaba y así seguía lo que tiene comienzo pero no final, la construcción del espacio para dar forma a su vida como madre. La casa nueva había reemplazado por completo a la obra.”

No es casual que el malentendido se produzca en torno al significado que “materiales” tiene ahora para Elena y para su viejo grupo de amigas. Efectivamente, hay algo en lo material, en la contundencia material de su cambio de vida, que resulta ininteligible para sus amigas porteñas.

Y lo material habrá de regresar en la respuesta de Elena, teñida de ironía, ante el amargo reproche que, casi una década después, la amiga-narradora se atreverá a hacerle, en la última conversación a solas entre ambas, una noche de fines de marzo de 2001: “cómo era posible que nunca, con todo su talento, con el brillo que tenía para nosotros, por qué nunca en la vida había conseguido terminar un libro. Un puto libro, dije exactamente”. A lo cual Elena, que en ese momento ya está enferma –aunque todavía no lo sabe– del mismo cáncer del que ha muerto su hermana, y que en ella será fulminante, responde sin inmutarse: “Será que no se dieron las condiciones materiales”.

Afirmando al mismo tiempo la más absoluta contingencia y el más férreo destino, Elena deja abierto el interrogante de su amiga, pero lo descarga de todo patetismo. Es lo que hay, parecería responderle encogiéndose de hombros.

Similar distanciamiento provoca por momentos en el lector el esfuerzo de la narradora por comprender “qué fracaso íntimo había determinado que Elena se desperdiciara”. En definitiva, uno no puede sino preguntarse: ¿qué quiere decir exactamente “desperdiciar” una vida? y ¿quién podría decidir que una vida fue un desperdicio?

Pese a la insistencia de la narradora en proclamar la genialidad de su amiga, lo cierto es que el personaje de Elena no llega a cobrar verdadera densidad; algo tiene de espectro, y las frases y ocurrencias que se le atribuyen no llegan a convencernos de que efectivamente haya sido la gran promesa malograda que su amiga cree ver. ¿Y si después de todo Elena no hubiera tenido tanto talento? ¿Y si su grupo de amigas simplemente hubiera sobrevalorado sus dotes?

Las respuestas no resultan sencillas y seguramente esa sea una de las razones que hacen de este un libro tan incómodo y al mismo tiempo tan intenso. A la incomodidad que provoca la novela, al desafío que lanza, varias de las reseñas que se han publicado responden con una lógica sorprendentemente ingenua: homologan la intención declarada de la narradora –convencernos de que Elena fue la gran promesa desperdiciada de la crítica argentina– con el supuesto proyecto estético de Matilde Sánchez. A partir de esta simplificación crítica inconcebible, deducen, ¡erróneamente!, del fracaso –parcial– de la narradora, un defecto –parcial– de la novela. Así, por ejemplo, desde las páginas de Radar Libros, se nos dice: “La historia del personaje […] sigue rumbos que parecen poco verosímiles. Sorprende, por ejemplo, […] que en cierto momento se sienta liberada de un mandato de escribir que, en realidad, cuesta apreciar. […] El hallazgo de unos escritos, en el final, no parece suficiente para redimirla. Pese a cierta decepción, ocurre en definitiva como si la narradora no pudiera despegarse de la admiración que siente por su personaje: lo que para ella resulta evidente, para el lector es muy difícil de comprender”. Si algo resulta evidente en la cita anterior es la confusión de niveles: la narradora no puede despegarse de la admiración que siente por su amiga (tanto la narradora como Elena son personajes de la novela, ¿cómo podría ser entonces Elena su personaje?). Efectivamente, el lector no llega a aceptar el retrato de Elena que la narradora pretende ofrecerle, pero ¿resulta tan difícil de comprender que alguien no sea objetivo al hablar de su amiga muerta? ¿Que no se resigne a aceptar su muerte y se aferre a sus restos, creyendo ver en ellos la figura oculta de una obra?

En la misma línea de lectura, otra reseña, esta vez desde las páginas de ADN, afirma: “Sánchez define su novela como una ‘elegía’ a su antigua amiga, aunque fija el balance de esa vida-objeto en el ‘desperdicio’ de talento e inteligencia”. Nuevamente: es la narradora –y no Matilde Sánchez– quien emite “este fuerte juicio moral sobre la vida de Elena Arteche”. Podríamos aceptar, en todo caso, que es Matilde Sánchez quien dio al conjunto de la novela el título de El desperdicio; pero ¿nos atreveríamos a afirmar que el título hace referencia exclusivamente a la vida de Elena? ¿No hay también algo del orden del desperdicio en las reiteradas peregrinaciones a Pirovano de la “banda” de amigas, que, de un modo un tanto adolescente, se empeñan en sostener a toda costa su imagen de una Elena que ya no existe, y que acaso no haya existido nunca? ¿Y no podría referirse también el “desperdicio” del título a los múltiples acopios de restos que se despliegan en la novela? Son desperdicio las fotocopias que circulan entre los apasionados grupos de estudio de teoría literaria y se pierden en algún recoveco de la década del ochenta; desperdicios de la globalización en curso son los containers de la marca Hapag-Lloyd, que quedan varados en el medio de la pampa y se convierten en “viviendas posmodernas” para los nuevos homeless –o cirujas– rurales, hasta configurar una toponimia alucinada (“Queda para el lado de Hapag-Lloyd”). Incluso, volviendo a las dos declaraciones de la autora que abren esta nota, podríamos pensar que la novela misma se presenta como un resto: El desperdicio sería, en cierto sentido, según se puede leer en la nota de agradecimiento, “lo que quedó” del proyecto que llevaba por nombre Una comedia familiar, mientras que el título habría sido elegido ante la contingencia de tener que descartar el de Elegía. De manera que El desperdicio también se estaría nombrando a sí mismo como texto, a su procedimiento constructivo dominante, para utilizar una terminología proveniente de los formalistas rusos, admirados y estudiados por Elena Arteche en sus años de juventud. Por otra parte, desde la perspectiva teórica de los formalistas, fundada en el análisis inmanente del texto, y por ende en el borramiento del sujeto, la biografía del autor debería ser expulsada, como un puro desperdicio, de los estudios literarios. Y es justamente la vida de esa autora sin obra que es Elena aquello que la narradora decide contar.

Entendido como resto, el desperdicio deja de representar un juicio moral y pasa a designar aquello que causa el relato. Si hay relato es porque hay restos, podríamos decir. Para Sánchez el resto es literatura; parece escribir siempre a partir de las ruinas –y en el límite– de los géneros y las instituciones: restos del diario íntimo en La ingratitud, ruinas de la novela familiar en El Dock, disolución de grupos, parejas, familias. Por cierto, si algo llega a incomodar por momentos en la lectura de su última novela es la proliferación quizás un tanto programática de desperdicios, que por momentos bordea lo alegórico –como cuando la muerte de Elena coincide con la crisis de 2001–; de ningún modo la “fijación” de ese concepto a la vida de la protagonista.

Pero más complejo aún que homologar las intenciones de la narradora a las de Matilde Sánchez resulta sostener que el personaje de Elena Arteche estaría aludiendo claramente a una figura de eso que solemos llamar “vida real”, concretamente a una “antigua amiga” de la autora, como se afirma en la reseña antes citada: “es difícil no detectar ese segundo nivel de lectura en el cual la protagonista, Elena Arteche, alude a la fallecida profesora y crítica literaria [X]”. Mientras en la reseña se dice el nombre y apellido de quien estaría detrás del personaje de Elena, yo entiendo que es conveniente concederle a “la fallecida profesora y crítica” el beneficio de la duda y el respetuoso silencio del caso. Sinceramente, tras releer con atención la novela confieso no advertir cuál sería ese “segundo nivel de lectura” tan evidente que resultaría “difícil no detectarlo”. No niego que la autora pueda haberse basado en alguien que ella conoció en su vida para componer el personaje. Incluso, la autora misma podría decidir “confesar”, públicamente o en una conversación privada, que el personaje alude a tal o cual persona; pero eso en nada modificaría la situación. Pues lo cierto es que no hay ningún elemento en el texto de la novela que nos permita hacer esa inferencia con algún fundamento.

Veamos un contraejemplo. La situación es por completo diferente en la novela Al amigo que no me salvó la vida, del escritor francés Hervé Guibert, en la que abundan las referencias que indican que Muzil es un nombre en clave para el filósofo Michel Foucault. Pero ¡se trata de Michel Foucault!, alguien acerca de cuya vida –para bien o para mal– gran cantidad de detalles son de público conocimiento. En el caso de El desperdicio, por el contrario, es indudable que muchos lectores informados y atentos podrían transitar por sus páginas sin que les resultara evidente la supuesta alusión a una profesora que, más allá del círculo íntimo de sus familiares, amigos y conocidos, no alcanzó por cierto notoriedad pública.

También Daniel Link, en un comentario de la novela publicado en su blog, reconoce detrás del personaje de Elena a “la amiga querida cuya risa todavía extrañamos”. Pero en este caso la declaración tiene un tono por completo diferente. En primer lugar, se trata de una entrada publicada en un blog, espacio cuyos protocolos de lectura y modos de circulación difieren de los de una reseña en un diario. En segundo lugar, Link pertenece a la misma generación que Matilde Sánchez y que la amiga a la que ha creído reconocer en el personaje de Elena, y él mismo declara que en ese reconocimiento –y a partir de él– la ética que lo guía en su lectura es la de la amistad y la empatía, ya no la de la distancia crítica. Link lee y escribe como amigo, no como crítico, cuando afirma: “Es imposible, para nosotros (y dejo el ‘nosotros’ envuelto en una deliberada ambigüedad) leer El desperdicio con la necesaria distancia que la literatura quiere imponer a sus feligreses”.

En la asunción de ese “nosotros”, Link reconoce que la pertenencia a una generación y a un grupo de amigos resulta determinante en su lectura. En la reseña de ADN, por el contrario, nada se nos informa acerca de la pertenencia a algún tipo de “nosotros” que estaría imposibilitando la distancia lúcida que una lectura crítica requiere. Sin embargo, no es aventurado suponer que efectivamente hay un “nosotros” implícito desde el que la reseña, imaginariamente, se enuncia. Se trata del nosotros formado por quienes estarían “en el secreto”; la “capilla” literaria integrada por quienes tendrían trato directo con los escritores y conocerían la cocina de su obra. La ironía del caso es que, justamente, en El desperdicio se nos presenta un “nosotros” de similares características: es el grupo de amigas del que Elena se aleja al dejar la ciudad, y del que también la narradora deberá tomar distancia para poder lograr una mayor aproximación a Elena (la conversación más profunda entre ambas se produce cuando la narradora viaja sola a Pirovano). Como si dijéramos: no hay trabajo de duelo, ni trabajo de lectura posibles (en ambos casos se trata de enfrentarse, de “hacer algo”, con la singularidad irreductible de un objeto perdido) mientras nos mantengamos a resguardo en la deliberada ambigüedad de un “nosotros”, ya se trate del nosotros de las épocas, las generaciones, o los “grupos de amigos”.

 

Lecturas. En 1990 Matilde Sánchez publicó la novela La ingratitud (Buenos Aires, Ada Korn Editora). El Dock (Buenos Aires, Seix Barral, 1993) fue primera finalista del Premio Planeta. En 1999 publicó la colección de relatos de viajes La canción de las ciudades (Buenos Aires, Seix Barral). El desperdicio (Buenos Aires, Alfaguara, 2007) es su libro más reciente. Las reseñas críticas mencionadas pueden encontrarse fácilmente en la red. El libro de Hervé Guibert, Al amigo que no me salvó la vida, ha sido traducido al español (Barcelona, Tusquets, 1991).

1 Mar, 2008
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