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Osvaldo Golijov. Ainadamar. Teatro Argentino de La Plata. Dirección musical: Rodolfo Fischer. Dirección de escena: Claudia Billorou. Escenografía: Juan Carlos Greco. Intérpretes principales: Franco Fagioli, Marisú Pavón, Patricia González, Jesús Montoya, Víctor Castells. Orquesta Estable del Teatro Argentino.
Durante los fastos del Bicentenario hubo tantas maneras de entender la Patria como canciones y otras músicas. El Teatro Argentino de La Plata se sumó a la apertura de significados con Estancia, el ballet ruralista de Alberto Ginastera, y Ainadamar (“fuente de lágrimas”), de Osvaldo Golijov, tal vez el argentino más grabado e interpretado en el mundo en estos momentos. “Una solución para los dilemas de la composición actual”, dijo sobre Golijov el crítico del New York Times Jeremy Eichler. Otros invierten los términos, pero no la intensidad, a la hora de nombrarlo.
Golijov nació en el seno de una familia de inmigrantes judíos y se educó en La Plata. Pasó por la ciudad de Buenos Aires sólo para estudiar con Gerardo Gandini. Siguió su aprendizaje en Israel y luego en Estados Unidos, con George Crumb y Oliver Knussen. Ainadamar cuenta con el libreto del norteamericano David Henry Hwang. Los autores quisieron mostrar de manera oblicua el martirio de Federico García Lorca. Deutsche Grammophon se encargó de la versión discográfica, ganadora de dos Grammy.
Las tres funciones de este “acto en tres imágenes” se llevaron a cabo a sala llena. Uno puede entender lo ocurrido en el Teatro Argentino de La Plata como una doble puesta en escena. La de Ainadamar y, a la vez, la de lo que podríamos llamar “el caso Golijov”.
Empecemos por la “ópera”. Todo está allí dislocado respecto de las tradiciones: hay voces amplificadas, guitarristas, percusionistas y un cantaor flamenco (Golijov suele usar siempre los mismos), además de un músico que manipula una laptop desde la platea. La obra funciona con una alta dosis de eficacia por las mismas razones por las que se la critica: un enorme eclecticismo. El compositor lo ha puesto a prueba en su programa en trabajos por encargo para Yo-Yo Ma, el Kronos Quartet, la cantante Dawn Upshaw y Francis Ford Coppola.
Golijov discute la idea misma de material. En su Pasión según San Marcos, un vía crucis contado con ojos latinoamericanos –y otro hit de Grammophon–, recurre a la rumba y la guajira, el tango, la capoeira y la liturgia judía. Pero no hay construcción de un folclore imaginario: el encastre es textual. El rumbero es un rumbero.
En Ainadamar ocurre otro tanto. No hay alegoría del flamenco y el son cubano sino clonación (como si se sampleara la música y a sus hacedores). Estos géneros se alternan con otras expresiones más sutiles de la transcripción, de Béla Bartók a Leonard Bernstein. El guiño al presente es tecnológico. La parte “electrónica” cobra especial dramatismo cuando se representa la muerte de Lorca. “Interlude of Shots” es un montaje de sonidos de balas que van adquiriendo el ritmo de la percusión flamenca. En los créditos del disco, el diseño pertenece a Gustavo Santaolalla. La asociación con el ex Arco Iris y actual celebrity hollywoodense es de larga data y añade otro costado lábil (e interesante) a la hora de definir la topografía de Golijov.
Golijov dice que alguna vez creyó en las promesas de futuro de Pierre Boulez y Karlheinz Stockhausen, pero la cabeza le cambió cuando al llegar a Estados Unidos, a mediados de los ochenta, escuchó a Steve Reich y revalorizó la figura de Astor Piazzolla. Pero todo esto dista de haber sido una epifanía personal. Por esos años el modernismo se encontraba en retirada. Un libro, Le Paradoxe du musicien. Le compositeur, le mélomane et l’État dans la société contemporaine, de Pierre-Michel Menger, daba cuenta en París del malestar. Los argumentos del actual director del Centro de Sociología del Trabajo y el Arte en la École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS) rozaban el sofisma, pero no dejaron a nadie indiferente. Menger aludía a la contradicción de la que eran testigos los franceses (paradojas esotéricas para un argentino): pese a la declinación y el desinterés de la audiencia después del 68, había una superabundancia de “música contemporánea”, toda ella apoyada por el Estado. Una concepción del arte simulaba la subversión y la crítica estética radical pero confiscaba para su propio beneficio la mayor parte de la ayuda de la comunidad. De allí a la vindicación del mercado como regulador del gusto, había un paso.
En las páginas del libro de Menger, ha afirmado el musicólogo Jean-Jacques Nattiez, “se encuentra la mayor parte de los argumentos que hoy en día son moneda corriente cuando se invoca la ruptura entre los creadores y los amantes de la música” y que dieron sustento a lo que fue el posmodernismo. Golijov advirtió el conflicto en Estados Unidos, donde era más intenso el rechazo ideológico del progreso en favor de una música más agradable y comprensible; donde se vive sin tanta culpa la ausencia de preocupaciones por la instauración de un sistema de composición, el uso de estilos, la ironía y la inmediatez; donde la impureza, en definitiva, irrumpe con una clara vocación restauradora: aquella que trata de recuperar relaciones de simetría entre el productor y el receptor (y si te entienden, te compran).
Pero los problemas del modernismo no arrancan en los ochenta. En 1968, Luciano Berio escribió el tercer movimiento de su Sinfonía como un rompecabezas de citas. Ya no había un punto cero de la historia: todos los materiales estaban a disposición del creador. Cinco años después, Bruno Maderna presentaba su Satyricon y, con Petronio como trasfondo, no sólo incrustaba a Tchaikovsky, Wagner y Weil, sino que se permitía parodiar abiertamente a Webern, el espejo en el que se había mirado su generación. Gerardo Gandini y Antonio Tauriello no demoraron demasiado en sumarse desde Buenos Aires, aunque de manera más velada y sutil, al juego intertextual. A Golijov, el cruce con el primero no le será indiferente.
“Hoy estamos parados ante las ruinas de la música moderna”, sentenció Ligeti en 1991. En su Trío para violín, piano y corno había reintroducido la tríada, aunque en un contexto atonal. Como un reflejo distorsionado de la música del siglo XIX, usó el vocabulario, no la sintaxis ni las reglas gramaticales. La originalidad siguió siendo para él un valor. En cambio Golijov, a lo Pierre Menard, eligió la literalidad para ser “original”.
“Componer es poner cosas juntas. Si esas cosas son acordes o no, no importa, sigue siendo composición… Yo, en lugar de tonalidad en tonalidad, voy de género en género”, explicó Golijov transgenéricamente (Ñ, 16 de diciembre de 2006). Para Gandini, su ex alumno había seguido “la onda comercial”. Suele mencionarlo con enojo. ¿Será acaso porque extremó sus gestos en una operación desconcertante, yendo del procedimiento de la cita a la Cita como procedimiento (una venganza de la dialéctica de la historia)?
Las operaciones de Golijov provocan escozor en Francia y aplausos en Estados Unidos. Tanto Paul Griffiths, autor de Modern Music. A Concise History, como Alex Ross lo escuchan con arrobamiento. En The Rest is Noise, Ross señala a Golijov como el responsable de haber marcado “el final de la hegemonía europea”. Ross traza un paralelo con Björk, a quien define como una “artista profundamente afectada por la música clásica del siglo XX”, de la música para órgano de Olivier Messiaen y las piezas electrónicas de Stockhausen al minimalismo espiritual de Arvo Pärt: “Si uno escuchara con los ojos cerrados ‘An Echo, a Satin’, en el cual la cantante declama melodías fragmentadas contra un cluster blando de voces corales, y luego se moviera hacia ‘Ayre’ –el ciclo de canciones de Golijov–, podría concluir que la de Björk es la composición clásica y la de Golijov otra cosa”. Frente a lo cual, sentencia Ross con algo de liviandad, “un destino posible para la música del siglo XXI es la gran fusión final de artistas pop inteligentes y compositores extrovertidos hablando más o menos el mismo lenguaje”.
El argumento es tan tranquilizador como falaz. En 1969, Deutsche Grammophon financió el debut de Faust, uno de los emblemas del krautrock alemán. Les alquiló por un año una casa-estudio y puso a disposición del grupo a Kart Graupner, el ingeniero estrella del sello discográfico. Faust I es el resultado de ese momento histórico excepcional de fusión de intereses. Otros tiempos. Otros paradigmas. Hoy Grammophon ha encontrado en Golijov, más que una curiosidad multicultural, una tabla de salvación posible en momentos de adelgazamiento de las ganancias del disco. No en vano el fenómeno hasta llamó la atención de The Economist.
Así como Ainadamar fue un éxito para el Teatro Argentino de La Plata, el “caso Golijov” no convocó a fiscales ni a defensores ardientes. Esta reseña ha sido concluida en San Pablo, en coincidencia con una serie de conciertos de homenaje al platense. “Erudito accesible”, lo definió la Folha. Frente a un grupo de alumnos de composición, Golijov hizo una encendida defensa de la hibridez y la diversidad cultural. ¿Qué hacer con él acá? En la ciudad de Buenos Aires, donde los anacronismos bergianos a veces despiertan mayor curiosidad, Golijov ha experimentado una de las tantas maneras de ser argentino: el silencio es el resto que explica, acaso, lo que es componer en este país sin mercado ni Estado, y muchas veces sin público.
Imágenes [en la edición impresa]. Ainadamar, Teatro Argentino de La Plata, 2010.
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