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¿El espectáculo debe continuar?

MÚSICA

 

Luis Alberto Spinetta, la leyenda y sus mundos en cinco horas y media.

 

Casi nadie lo dirá explícitamente, pero muchos de los asistentes al último recital de Luis Alberto Spinetta, incluidos sus incondicionales fans, tuvieron la perturbadora sensación de que una prolongación más, por encima de las cinco horas y media que duró el show, habría sido insoportable.

Durante las semanas previas al 4 de diciembre de 2009, entre los amigos y conocidos eran cada vez más los que anunciaban que estarían ahí. Se oían frases como “va a ser histórico”, “hay que ir”, “no se va a repetir”, y antes y después del recital se leyeron expresiones como estas en las notas periodísticas. Todos se preparaban para participar de un concierto sin precedentes. Para quienes sólo teníamos unos pocos años cuando Almendra se reunió por última vez, en 1980, se trataba de la posibilidad de ver realizarse un mito. ¿Pero por qué nos convocaba este mito y hacíamos propias esas frases? No somos fans ni especialistas, pero las canciones de Almendra, de Invisible o Pescado Rabioso formaban parte de esa clave rockera en la que nos iniciamos cuando un disco de Charly García o Los Abuelos de la Nada podía ser el regalo de cumpleaños que nos hacía un compañero de la escuela. En esos tiempos, lo más probable era que los chicos modernos que querían sonar como Virus hubieran aprendido a tocar guitarra con la partitura de “Muchacha…”.

Todo esto apenas explica de qué índole era nuestro entusiasmo ese día, o qué convocaba a todo ese público mucho más joven que nosotros, esos chicos que paseaban por el campo del estadio adorando sus celulares, al parecer indiferentes a lo que sucedía. Dichos y rumores auguraban una noche especial: el evento convocaría no sólo a las “bandas eternas” sino también a un conjunto indefinido pero seguramente amplio de músicos invitados (como en todo recital que se pretenda memorable, en este tampoco faltaría el promocionado condimento de las “sorpresas”).

Y ahí estaba Spinetta. Los convidados al escenario aparecieron casi desde el arranque, alrededor de las diez de la noche. El teclado de Diego Rappoport raspó el aire, nítido, intenso. Las teclas siguieron empujando: el Mono Fontana, Juan del Barrio, sonaba Spinetta Jade. Y el recital ya se hilaba como una escena conducida por el anfitrión que, al mismo tiempo que presentaba a sus invitados, iba forjando con el público un vínculo necesario, una cierta dinámica del carisma. A todos los músicos que subían al escenario Spinetta los presentaba como “genios”, y la repetición del elogio antes de cada nuevo invitado provocaba risas en el público. Advertido del desliz, el anfitrión se rio de sí mismo y pasó a impulsar al público a unirse a la introducción: “ahora van a escuchar a un…”, y la gente, risueña, completaba: “geeenio”.

La dinámica del carisma se articulaba en un chiste cada vez más extenso y potente: un genio –con sus producciones “geniales”– presentaba a su vez a otros “genios” mientras el público entrenado se mostraba competente para responder a la hipérbole. Era en verdad la puesta en práctica de un supuesto, el momento trascendente en que una figura histórica de la música popular iba a rodearse de otros íconos, contemplado por un auditorio que, precisamente, venía a ver ese acontecimiento pregonado y deseado.

La escena se configuró con apariciones sucesivas. Fito Páez, histriónico y puntillosamente parecido a sí mismo; Juanse el Paranoico, de estrictos chupines, imitando a su modelo, el Pomelo de Capusotto, aclamado por la popular; David Lebón y su glamour de rockero veterano, a pesar de una pretendida y aparente circunspección, pañuelito al cuello y anteojos Ray Ban; Cerati, favorecido por un número alto de la noche, “Bajan” de Artaud, entre aplausos de los nostálgicos exquisitos y de las generaciones post Soda; Charly García espectral: “Rezo por vos”.

Aunque semiocultos entre las “estrellas”, también fueron asomando los talentos sacados a la luz, sin el glam rockero ni tan brillantes en su apariencia. Al grave y reconcentrado Mono Fontana, que aportó un souvenir de músicas singulares, se agregaba un excelente Leo Sujatovich. Con Invisible se revelaron, de aspecto austero y taciturno, Pomo y Machi, actualizando una banda que no necesitó histrionismo para abstraernos de casi todo. Su relieve legendario se prolongó después con las actuaciones esperadas de Pescado Rabioso y Almendra, y se manifestó en la euforia del público pero también en pequeños detalles. Como el del Almendra Edelmiro Molinari, que apareció vestido de negro ascético y con barba de profeta retirado del mundo, con la presencia aplomada del que acaba de bajar de alguna altura. Al presentarlo Spinetta subrayó que venía “desde Carpintería, San Luis”, y entonces los vaivenes de la mala acústica, las dificultades del sonido, nuestros oídos fatigados o vaya a saber qué nos brindaron una gaffe: ¿el tipo había dejado el rock para dedicarse a la carpintería y volvía de su retiro por la convocatoria de Spinetta? Muchos de estos delirios se volvían probables en una atmósfera que alternaba la pesadez de las horas con el encantamiento que provocaban las apariciones en escena.

Había sin dudas encantamiento, entre otras cosas producto de un efecto de montaje. Spinetta era el anfitrión que podía convocar al arco más amplio de íconos de lo que se conoce como rock nacional, y presentarlos acumulativamente (Charly, más Cerati, más Fito, más Mollo, más…). Pero la acumulación tenía su contracara y complemento en los momentos singulares en que entraban en escena las figuras hoy más marginales. Spinetta demostró esa noche que podía articular las distintas manifestaciones de esos mundos. Era un mago que podía invocar prácticamente a quien quisiera.

Pero un mago también puede ser un brujo que conjura demonios, y ahí estaba el cansancio físico cada vez más intenso. Ahí estaban el fastidio por los obscenos problemas de sonido y la dificultosa visión desde el campo no vip, supuestamente compensada por una pantalla con aspecto de sábana frágil que insistía en querer salir volando. Ahí estaba el frío, que sorprendía, incomodaba y provocaba unos deseos de irse que no parecía legítimo sentir. Ahí estaba el extemporáneo rap de los hijos de Spinetta versionando a Manal, un gusto de entre casa, un capítulo de la novela familiar expuesto al público. Ahí estaba el cuerpo, nuestros cuerpos, haciéndose presentes con raptos de sueño, intermitencias de la atención, dolores de cintura, hambre. Ahí estaba la conciencia, que con el paso de las horas hacía más patentes aún las horas que faltaban.

Era un poco excesivo. Es cierto que desde el principio Spinetta había lanzado avisos sutiles de que el recital iba a durar mucho (“tengan paciencia”, “va a ser una noche larga” o, ya cuando avanzaba la noche, “¿tienen frío?”), pero cada nuevo intervalo era el penúltimo, y había más.

Ya iban, digamos, más de dos horas de show, el viento se llevaba la sabanita por la que intentábamos ver lo trascendente, el público advertía que el recital se estaba alargando y la cosa empezaba a hacer mella en los cuerpos, cuando buena parte del estadio se echó a corear un pedido: “Pescaado, Pescaado”. Pero Spinetta dio un paso adelante y repreguntó: “¿Qué dicen, qué cantan? ¿Dejaaame, dejaaame?”. A esa altura de la noche la complicidad ayudaba a todos a entender el chiste. Muchos dejaron el estadio, en efecto, poco después del set de Pescado Rabioso; otros, mientras Almendra protagonizaba uno de los clímax del concierto, a eso de la una y media, cantando en formación coral “Muchacha ojos de papel”.

Pero lo cierto es que había algún desborde en varios sentidos. O mejor dicho, se sentía un exceso, una desmesura no sólo respecto de lo que habíamos imaginado (¡tres horas de show antes de que aparecieran “las bandas eternas”!) sino en relación a marcos de género, o incluso a nuestros parámetros de percepción y goce. De ahí tal vez la sorpresa, la confusión, el aturdimiento. ¿Ya se sabía esto? ¿Era que no lo sabíamos nosotros, desinformados, o acaso ganados por algún anticipo ficticio que anunciaba un dream team de bandas y listo? ¿Ya se sabía pero aun así fue un exceso respecto de lo que se esperaba? ¿Cómo era posible disfrutar y fastidiarse a la vez?

No está claro y quizá no importe mucho. A eso de las tres y media de la madrugada hacía frío, las piernas no daban más y el sueño atacaba; al mismo tiempo, se agitaba la sensación de estar participando de un acontecimiento inédito, difícilmente repetible. A esa hora Spinetta saludó y se perdió detrás del escenario. Internamente, nosotros sonreíamos: habíamos atravesado una espiral de emociones entrecruzadas y no nos quedaba resistencia para más pruebas. Claro que no podemos asegurar que otros que estuvieron en el recital hayan compartido algo de esto. Pasados tres meses, el recuerdo trae una buena parte de realidad, un poco de fantasía y cierta incongruencia, o simplemente sirve para difuminar la impresión de que todo fue una visión, nada más, proyectada en una sábana que hacía de pantalla y el viento no paraba de sacudir.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Entre medio, Estadio Vélez Sarsfield, Buenos Aires.

Escuchas. El concierto “Spinetta y sus bandas eternas” fue el 5 de diciembre de 2009 en el estadio del club Vélez Sarsfield.

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