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Sobre la caducidad del concepto de robo musical en la época del estudio como autor.
I. Abro el Nuendo en mi computadora. El Nuendo es un programa profesional que simula un estudio de grabación. En un canal he decidido trabajar con un extracto del tema de Björk “Show Me Forgiveness”. Cambio la afinación y atomizo esas palabras. La “s” queda estirada y repetida. Luego le paso un filtro (un plug-in pirateado, naturalmente). Una vez hecho esto, la voz se expande y comprime. Puedo decir que me pertenece. En otro canal uso el comienzo del Concierto para cello de Ligeti: una nota tenida que corto, pego y cambio de afinación, hasta formar una textura continua que va modificando su espectro. Y, en el track siguiente, recurro a un fragmento de “In Nomine”, uno de los 150 temas del Renacimiento inglés –en este caso compuesto para violas da gamba– basados en la misma partitura de John Taverner. Más tarde el extracto es recompuesto con sonidos de flauta y clarinete de la Filarmónica de Viena que se convierten en una señal midi. En eso viene a casa L., un amigo. Escucha el comienzo y sugiere añadir una voz real. “Algo tipo la Sequenza de Luciano Berio, ¿no?”, comento.
El uso de la cita, el fragmento o la transcripción ha tenido un carácter constructivo en la música desde el motete hasta el romanticismo. Era una cuestión sobre la cual no se legislaba: de lo contrario habría sido impensable que Bach se “apropiara” de diez conciertos de Vivaldi o que Beethoven hiciera suyas canciones de la música revolucionaria francesa para incluirlas en sus sinfonías. Recién en 1722 el músico y teórico alemán Johannes Mattheson advierte que, si la invención es equiparable al capital, la elaboración, por muy hermosa que sea, sólo puede compararse con los intereses. Pero un compatriota suyo, otro escritor y músico aficionado, Friedrich Wilhelm Zacharias, ilumina las zonas oscuras del pasaje que conecta esas dos esferas de una economía de la composición. Zacharias le envía una de sus “composiciones” al editor de una revista musical y también músico Friedrich Wilhelm Marpurg. Acompaña el envío con una carta en la que manifiesta un cargo de conciencia. En efecto, se reprocha haber copiado en su partitura los primeros compases de otra sinfonía. Empeñado en ser lo más honesto posible, propone que, en adelante, los pasajes copiados “figuren bajo nuestras piezas en pequeñas notas, con el nombre del compositor objeto del robo”: como si la mención de la fuente lo habilitara y absolviera.
En 1824, François-Henri-Joseph Blaze convierte Der Freischütz, de Carl Maria von Weber, en Robin de los bosques. Dos años más tarde Weber, de visita en París, advierte que en las iglesias se canta una versión abreviada del coro de los cazadores de su ópera. “Ah, señor, ¿qué va a ser de todo lo que consideramos sagrado?”, le reprocha en una carta a Blaze.
Weber se consolaba poniendo el problema en el terreno de las jerarquías. Pero lo que estas historias ponen de relieve, en todo caso, es que el “plagio” no fue objeto de condena hasta que el músico se inscribió claramente en el mundo del intercambio y, en el mundo del trabajo dividido, se empezó a pagar (y en otro punto a obtener plusvalía) por escuchar sus composiciones. Sin embargo, el uso y la legitimidad de una obra se establecerían con independencia de su valor de cambio. A raíz del “doble carácter” de ese trabajo cobraría tensión (y por momentos se bifurcaría) el debate sobre originalidad y hurto, lo propio y lo apropiado, el uso de los materiales y el destino de la renta.
II. Ahora escucho Fragile, de Yes, un álbum de 1971. Quiero el último acorde de la guitarra de Steve Howe en “Roundabout”. Tomo la muestra (la utilizaré para un loop) y, llevado por la nostalgia, sigo escuchando el disco unos minutos. El tema siguiente se llama “Cans and Brahms”, y es un “extracto” de la Cuarta Sinfonía del compositor, “arreglado” por el tecladista Rick Wakeman. En aquel año la música de Brahms ya era de “dominio público”: no pagaba derechos a los herederos. Pero por entonces Yes solía empezar sus megaconciertos en Estados Unidos con un extracto de El pájaro de fuego, y es difícil que Igor Stravinsky no haya cobrado las regalías correspondientes.
Stravinsky había estrenado la obra en París, en 1911. Una de las “novedades” que traía de San Petersburgo era su manera de tomar prestadas viejas melodías del folclore ruso. Con Petrushka, llegaría incluso a utilizar valses del compositor vienés Josef Lanner y una canción urbana francesa. En cuanto a sus propios derechos de autor, quedaron en poder de la revolución bolchevique. Curiosamente, la expropiación coincidió con un viraje estético copernicano: Pulcinella, música de Pergolesi arreglada y orquestada por Igor Stravinsky inicia su período neoclásico. A partir de ese momento y hasta mediados de los años cincuenta, Stravinsky considerará que no son los intereses de la música de Occidente los que le pertenecen, sino el capital. Hará suyo no sólo a Pergolesi sino también a Bach, Verdi, Couperin, Haydn, Scarlatti, Clementi y aun a la segunda Escuela de Viena. “Todo lo que amo trato de hacerlo mío. Es evidente que padezco un tipo especial de cleptomanía”, se jacta el autor de la Sinfonía de los salmos, como un Menard manejando samplers, aludiendo a la realización de lo que, sin embargo, era algo más que virtuosos ejercicios de estilo. El poder de identificación de Stravinsky con el material del cual se apropia es tan fuerte como la huella de su escritura. Está convencido de que cuando una convención estilística es compartida por los músicos de un siglo y de un país, puede fundir fragmentos dispersos bajo la máscara de un solo autor. La nostalgia por un estilo “socializado” es más que llamativa en un autor despojado de su copyright.
En Filosofía de la nueva música Adorno lo calificaría de usurpador. Sitúa a Stravinsky en el campo de la “reacción” y sostiene que “con sus guiños informa al oyente sobre la ilegitimidad” de los procedimientos que emplea. Arnold Schoenberg, el epítome del “progreso” a los ojos binarios de Adorno, habló de “pillaje” y le dedicó un doble canon en sus Tres sátiras: “¡Vaya! ¿Quién viene, pues, por ahí? ¡Pero si es el pequeño Modernsky! Se ha hecho peinar al estilo antiguo! […] ¡Qué verdaderos cabellos falsos! ¡Qué peluca! ¡Exactamente como papá Bach!”.
III. En febrero de 1850 se crea en Francia el Sindicato de Autores, Compositores y Editores de Música (SACEM), la primera organización de su tipo en el mundo. “De ahora en adelante, ya no podemos cantar una romanza sin vernos expuestos a que nos arresten por atentado contra la propiedad”, ironiza La France Musicale. La música popular, sostiene, no puede ser objeto de esa protección: sólo las obras que “dejen rastro”, es decir, sinfonías y óperas. En 1858 se celebra en Bruselas el primer congreso internacional sobre derechos de autor. Allí,Titus Ricordi, el editor de Verdi, condena a los “músicos ambulantes” por reproducir los highlights de las óperas con “horribles alteraciones” que “cansan” con antelación, a tal punto que al público que puede asistir a la “representación original” lo que es nuevo “le parece viejo”.
El fenómeno también podría exponerse yendo de lo alto a lo bajo. Vayamos a Nueva York en 1904. Charles Ives compone una de sus obras más extraordinarias, el Trío para piano, violín y cello. El segundo movimiento, “Tsiaj”, es un compendio de virtuosismo instrumental y metacitas. La pieza superpone melodías populares y las funde en un entramado politonal sin precedentes. “Tsiaj” es una abreviatura y una cifra: significa This scherzo is a joke (“Este scherzo es un chiste”). Ives inventó la música norteamericana sobre la base del desparpajo y la apropiación. Hombre de doble vida, al mismo tiempo lidiaba con dinero, la expresión más abstracta del trabajo humano: era dueño de una gran compañía de seguros.
Ives fue un divulgador de Stravinsky y Schoenberg que pasó por alto sus antagonismos. En la antipatía que se profesaban los dos extranjeros hubo sin embargo una brecha de paradójica y fugaz solidaridad (como cofrades, al cabo, de la misma orden de la música absoluta). Al hacerse ciudadano de Estados Unidos, en 1941, el ruso obtuvo algo más que un nuevo documento: la posibilidad de volver a escribir como propias las partituras que ya no le reportaban dividendos. En más de una oportunidad, no obstante, la industria cultural estadounidense le haría conocer la diferencia entre valor y utilidad. Primero, los estudios Disney se “apropiaron” de un número de La consagración de la primavera (el que avisa no es ladrón: le dijeron que lo harían aunque no le gustase). Y pocos años más tarde, en 1945, un pasaje de El pájaro de fuego fue convertido en la canción “Summer Moon”. Stravinsky, el expropiador expropiado, llevó a los tribunales a la Leeds Music Corporation, su casa editora, por haber autorizado la operación, bajo el considerando de que el rearreglo carecía “de mérito artístico” y había dañado su música. Stravinsky perdió el juicio pero se ganó la compasión de Schoenberg, quien en su libro El estilo y la idea reivindica el honor de “papá Bach” en su cruzada “contra esos parásitos para quienes el arte es sólo una forma de ganar dinero”.
IV. “Acá haría falta un campo pulsado”, dice L., y señala con el dedo un vacío en el sexto track. Me viene a la cabeza la trompeta con pistones de la Historia del soldado. Explico que podría servir para un ostinato. No lo convenzo. Se me ocurre entonces que podrían funcionar las notas repetidas del comienzo de “Round About Midnight”, el tema de Thelonious Monk, en la primera versión del quinteto de Miles Davis (cabría la posibilidad de ponerlas en tiempo, “estirarlas”). Davis se aleja tanto del tema que su versión podría incluso llamarse de otra manera si no tributara a eso que llaman standard –un certificado de garantía de eficacia– y que, en la práctica, en cierto modo es de nadie, una gran obra abierta de la que cada cual toma o saca lo que quiere. Qué decir si no de las recreaciones de Anthony Braxton, Art Farmer, Charlie Haden, o de muchas de las más de 1.200 que hay del tema de Monk. Sólo a partir de “Round About Midnight” se podría contar buena parte de la historia del jazz y sus modos de apropiación.
En Remembering the Future, Luciano Berio reflexiona sobre los límites de la moral dogmática adorniana, la relación entre la obra y la historia, y señala que una partitura nunca está sola; inevitablemente parte de una gran familia con la que debe lidiar, tiene que ser capaz de dejar atrás el pasado y vivir el presente de maneras diversas. “La distinción entre la vaga dirección de la pertenencia histórica y la constelación de trabajos que forjan nuestra experiencia estética es una dicotomía metafísica separada de la realidad. Esa separación es la que nos permite manipular saludablemente nuestra memoria sin tener que pagar peaje en la frontera que divide el pasado del presente.” El argumento le sirve a Berio para hacer una encendida defensa de Agon, de Stravinsky. En esa obra, dice, hay un poco de todo: piezas diatónicas, cromáticas, atonales, canónicas, tonales, seriales, politonales, neobarrocas y referencias al Concierto op. 24 de Anton Webern. Según Berio, se trata de un “laberinto referencial hiper-stravinskiano”; en vez de someter la historia, vuelve a contarla de otra manera. Agon es un documental musical sobre la memoria histórica y estructural, además del adiós al neoclacisismo. Para Berio la creación siempre se lleva a cabo en “cierto nivel de destrucción e infidelidad”.
En 1967, a los 42 años, Berio compuso “O King”. El mismo año los Beatles grababan “All You Need is Love”. La canción concluye con una autocita (McCartney cantando “She Loves You”), la Invención en Fa mayor de Bach tocada por una trompeta, un “homenaje” a Glenn Miller y un tema del Renacimiento inglés. A Berio le gustaban mucho los Beatles. “Trabajan para nosotros”, decían algunos compositores. “No, nosotros trabajamos para ellos”, pensaban otros, posmodernos ya sin saberlo. Lo cierto es que un año más tarde Berio estrenó en Nueva York una de sus piezas más extraordinarias, la Sinfonía. La obra comienza con ocho voces amplificadas que desmaterializan fragmentos de Lo crudo y lo cocido, el tratado de Claude Lévi-Strauss. “O King” es el segundo movimiento. El tercero, en cambio, es una disección del corpus de la música occidental, una taxonomía hecha en base a citas que van desde Bach hasta Boulez, un universo de referencias que, en lo textual, incorpora desde El innombrable, de Beckett, hasta consignas del 68 francés, solfeo y fragmentos de la prensa. En el tercer movimiento, situado en la exacta mitad de la pieza, Berio formula un juego de espejos a la manera narrativa de Italo Calvino, su amigo y colaborador. El número se basa en el scherzo de Resurrección, la segunda sinfonía de Mahler, que cita la Sexta de Beethoven, que a su vez trabaja con canciones revolucionarias francesas. Además de esto, La consagración… y Agon, de Stravinsky, El mar, de Claude Debussy, La valse, de Ravel, Schoenberg (Cinco piezas para orquesta), Richard Strauss (El caballero de la rosa), Alban Berg (Concierto para violín), Boulez (Pli selon pli) entran y salen a manera de objetos encontrados. “You are nothing but an academic exercise” (“No eres más que un ejercicio académico”), dice el tenor, pero la arquitectura de la obra está lejos de tener semejante sustancia arquetípica. Berio hace un auténtico ensayo sobre las posibilidades de la glosa y el comentario. “Siempre pensé que el mejor comentario sobre una sinfonía es otra sinfonía”, sostuvo.
V. He construido un pattern sobre la base de un gamelán polinesio. Me va a servir. Como podría servirle a Steve Reich. Como a Robert Fripp. L. dice que le gustaría samplear una guitarra eléctrica (pienso en un solo de Hendrix), pero al fin prefiere tocar.
En 1968 había surgido en Estados Unidos un grupo de módicas pretensiones y ventas resonantes: Creedence Clearwater Revival. Más tarde, para estar a tono con su tiempo, el líder John Fogerty decidió abandonar una formación de éxito y lanzarse a la aventura solista. Fue entonces cuando su editor hasta entonces, asociado al sello de Creedence (Fantasy), decidió llevarlo a juicio argumentando que los temas nuevos sonaban demasiado parecidos a los del grupo. Para los querellantes, el caso testigo era “The Old Man Down the Road”, una canción grabada para la Warner que llegó al Top Ten en Estados Unidos y que, aseguraban los de Fantasy, tenía los mismos acordes que “Run Through the Jungle”. Fogerty era presunto ladrón de su propia matriz. Para demostrarse inocente, subió al estrado con la guitarra y le mostró al juez que se trataba de dos canciones y dos estilos diferentes aunque tuvieran similitudes armónicas. Naturalmente, ganó el juicio.
A John Oswald, en cambio, no le fue tan bien. A fines de los ochenta, este canadiense dio a conocer su disco Plunderphonics, título que podría traducirse como “Sonosaqueo”, “Pillaje sonoro” o “Cleptofonías”. Para el musicólogo francés Peter Szendy (Escucha. Una historia del oído melómano), Oswald es un “artista de la escucha”. Lo que oye lo toma, y a lo ajeno que usa le da el nombre de “electrocita”. Oswald, que es del linaje del alemán Zacharias, dice que un músico no dispone de “comillas”. Plunderphonics constaba de 24 tracks basados en “muestras” de canciones de Elvis Presley, Count Basie, Michael Jackson o fragmentos de obras de Stravinsky. La portada del disco exhibía un Jackson transexualizado. La Canadian Recording Industry llevó el caso a la justicia por violación del copyright. Un tribunal ordenó destruir las mil copias existentes, que habían sido financiadas por el propio Oswald para distribuirlas de manera gratuita. La razón de fondo era que Plunderphonics apuntaba al corazón del derecho de autor. La grabación llevaba todas las obras a la costa del “dominio público” desde el momento en que, como probaba, todas podían convertirse en otra cosa, ready-mades sin cuerpo que se construían en el tiempo.
VI. L. opina que el boceto está bien. Ha tomado algunas decisiones: paneos, cámaras, la profundidad de ciertas texturas. Ahora pregunta: “¿Y cómo la vamos a llamar?”. “¿A qué?”, pregunto yo. “A la pieza”, insiste. “¿La pieza?” ¿Hasta dónde quiere llegar este hombre? Debería saber que sólo la escritura simbólica sigue resistiendo a los límites que la práctica cuestiona.
Hoy el trabajo de Oswald pertenece a la prehistoria del hurto. La PC ofrece a compositores, DJs y artistas sonoros posibilidades enormes, babélicas, de almacenamiento de citas sampleadas y de procesamiento, distorsión y transformación. En definitiva: herramientas superiores para ocultar huellas. La pregunta que asoma es si en estos días hay alguien que se interese por el origen de las cosas. Ahora que no hay pasado del cual liberarse, que se ha legitimado todo lo que estaba más allá de los límites, que se han cuestionado la pureza del medio específico y la fuerza del relato modernista (un material como signo de un momento histórico), parece que la apropiación sólo retuviera la fuerza de la parodia, de una cifra o de un ejercicio de autorreflexión sobre la naturaleza del discurso. De los otros aspectos se encargan los estudios jurídicos.
Imágenes [en la edición impresa]. Gabriel Orozco, Sendero de pensamiento (1997), cibachrome, p. 51 (cortesía Kurimanzotto, México); Papalotes negros (1997), grafito sobre cráneo, p. 53 (cortesía Marian Goodman Gallery, Nueva York).
Lecturas. Algunos de los libros citados o aludidos en este artículo son: Peter Szendy, Escucha. Una historia del oído melómano (Barcelona, Paidós, 2007); Stephen Walsh, The Music of Stravinsky (Londres y Nueva York, Routledge, 1988); André Boucourechiliev, Igor Stravinsky (Madrid, Turner, 1987); Theodor Adorno, Filosofía de la nueva música (Buenos Aires, Sur, 1966); Luciano Berio, Remembering the Future (The Charles Eliot Norton Lectures) (Cambridge, Mass., Harvard University Press, 2006).
Abel Gilbert es músico, escritor y periodista. En 2006 editó en forma independiente su disco Factor Burzaco, que próximamente reeditará BAU Records. Actualmente escribe junto con Diego Fischerman un ensayo sobre la recepción de Astor Piazzolla.
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