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Steve Reich, WTC 9/11, Nueva York, Nonesuch Records, setiembre de 2011.
Lo despertó un llamado de Ezra, su hijo. Le hablaba desde la casa de Manhattan, a cinco cuadras del World Trade Center, donde él, Steve Reich, vivía desde hacía veinticinco años. Aquel 11 de setiembre, el músico descansaba en Vermont, sin saber lo que estaba sucediendo. Encendió la TV cuando el segundo avión se estrellaba contra la torre Sur. Entró en pánico. “No cuelgues”, le ordenó a Ezra. “Todo está negro, completamente negro”, replicó su hijo. “Busca las máscaras”. El teléfono quedó abierto seis horas. Por la tarde, un vecino se las arregló para sacar a su familia fuera de Manhattan. Reich la encontró al norte del estado de Nueva York. Nueve años más tarde, un encargo del Kronos Quartet le permitió explorar los fantasmas que lo rondaban desde aquel día de terror. WTC 9/11 fue editado por Nonesuch Records en setiembre de este año. El disco incluye Mallet Quartet y Dance Patterns.
A los setenta y cinco años, Reich, quien en 2009 ganó el premio Pulitzer por su Double Sextet, vuelve a tensar la relación entre música y política que había entablado en Come Out (1967), con su alegato en defensa de los derechos civiles, un punto de partida que no siempre se ha ceñido a los mismos esquemas ideológicos.
Reich encabezó, junto con Terry Riley, La Monte Young y Philip Glass, la última de las revoluciones musicales del siglo XX y la primera estrictamente originada en su país: la minimalista. De todos ellos, fue el más inspirado y cambiante, y tal vez el de oído más desprejuiciado. Llegó a la composición por Bach, Stravinsky y el bebop. Esas predilecciones tenían en común un pulso que la música contemporánea desechaba. Su etapa minimalista “clásica” (basada en el phasing, el desplazamiento gradual de la información) se cerró con los años sesenta. Luego incorporó otras músicas fuertemente rítmicas: la de los percusionistas de África occidental y los gamelanes balineses, y el hoquetus medieval.
Seis años después del escandaloso estreno de Four Organs (un espectador confesó que se había sentido “torturado” por el uso de un acorde que aumenta exponencialmente su duración cada vez que se toca), en 1976, con Music for 18 Musicians, le llegaron la consagración institucional y el reconocimiento de un público heterogéneo. Los compositores modernistas, refugiados en las universidades, nunca lo aceptaron.
En los ochenta tuvo una epifanía con algo de Gershom Scholem y algo de Woody Allen. “Yo no soy africano, no soy balinés; soy judío”. Estudió la Torah, abrazó la ortodoxia, se alimentó con comida vegetariana kosher y evitó actuar los viernes. La conversión dejaría marcas más allá de la escritura. Reich, que había recurrido a la voz siempre como un doble de los instrumentos de la orquesta, despojada de soporte textual, consideró que había que volver a nombrar las cosas y fijar posiciones. Con Different Trains (1988) superpone la realidad musical y la documental, y traza un paralelo entre dos recorridos en tren: el que él hacía de niño para visitar a su madre divorciada, que residía en la costa Oeste de Estados Unidos, y los de las víctimas del Holocausto. Reich pensaba que, de haber crecido en Europa, podría haber tenido el mismo destino que aquellos a quienes los nazis encerraron en vagones. Recurrió a la voz de la niñera que lo llevaba de Nueva York a California y a las de sobrevivientes de los campos de concentración. Seleccionó palabras y frases. Identificó sus alturas estables y las transcribió con su ritmo. Ese material le sirvió de base para la composición en general. Las voces testimoniales son disparadas por un sámpler. El cuarteto de cuerdas las dobla o armoniza. “Usar el habla como origen de mi música es más interesante que recurrir a osciladores o sintetizadores, porque allí hay contenido humano”.
Para Richard Taruskin, el crítico y musicólogo más polémico de Estados Unidos, con Different Trains Reich se ganó un lugar entre los grandes compositores del siglo. Taruskin pone la obra por encima de El sobreviviente de Varsovia (1947), de Arnold Schoenberg. Pero el hallazgo reichiano, que remite a la música griega, al Renacimiento italiano y al checo Leoš Janácek, traería el sello del abuso. O, como dice Taruskin, el de la “rutina”. El mecanismo de la speech melody se activa en The Cave (1994), una obra multimedia que explora el conflicto entre judíos y musulmanes, y, un año después, en City Life. En cierto modo, esta pieza funciona como prólogo de wtc 9/11: incluye, entre sus fuentes, las comunicaciones de los bomberos del 26 de febrero de 1993, el día en que los seguidores del jeque Omar Abdul Rahman, antecesores de al-Qaeda y Bin Laden, intentaron derribar el World Trade Center. Antes de escribir WTC 9/11, Reich, como un comentador perplejo de los acontecimientos mundanos, estrenó Daniel Variations (2006), en homenaje a Daniel Pearl, un periodista del Wall Street Journal asesinado en Paquistán cuando investigaba los vínculos entre el servicio de inteligencia de ese país y al-Qaeda.
WTC 9/11 se divide en tres movimientos, aunque siempre mantiene el mismo tiempo y el esquema de un cuarteto que dialoga o se suma a dos cuartetos grabados. La primera sección, “9/11/01”, se inicia con el ritmo uniforme que genera un teléfono al quedar descolgado. Los instrumentos replican ese beep que nunca calla. La yuxtaposición estremece al principio, pero luego se contamina de la narrativa cinematográfica. Los controladores aéreos toman la palabra: “They came from Boston… They’re goin’ the wrong way…”. Las cuerdas repiten el gesto, mantienen el pulso y la tensión. Los siguen los bomberos de Nueva York (“Plane just crashed into the World Trade Center… every available ambulance…”). El ruido de la estática de las comunicaciones radiales enfatiza el realismo, aun al precio de profundizar su distancia espacial con los instrumentos. Por momentos, las voces son sometidas a una manipulación digital pueril (el estiramiento de las sílabas, a modo de repetición). El segundo movimiento, “2010”, se basa en las experiencias y los recuerdos de los vecinos y del conductor de la primera ambulancia que llegó a la escena. El tercero, “WTC”, es acaso el más intenso y enigmático. Según la tradición judía, existe la obligación de guardar los cuerpos hasta su entierro. La práctica, llamada shmira, consiste en sentarse cerca del cadáver y recitar salmos o pasajes de la Biblia. El ritual se celebró para muchas de las víctimas del 11 de setiembre. En la obra de Reich, se escucha a dos mujeres y un cantor de sinagoga junto al triple cuarteto. El pasaje es tan bello como efímero: la realidad reclama algo más que liturgias. La sigla WTC irrumpe entonces como un arcano. “World To Come. I don’t really know what that means”, dicen las voces. Lo indescifrable tiene la forma de un loop. WTC 9/11 termina como se inició, con el machacante sonido del teléfono descolgado.
La música de Reich suele ser de larga extensión porque necesita que se completen los procesos que pone en marcha. En cambio, WTC 9/11 dura quince minutos. Parte del impacto reside en esa desacostumbrada brevedad, y posiblemente en la idea circular. “La tragedia llega rápidamente y luego, con el tiempo, empezamos a desentrañar el significado”, dijo Los Angeles Times. La portada original mostraba una imagen del momento en que uno de los aviones choca contra la torre. “Parece sacada de la campaña presidencial de Rudy Giuliani”, ironizó la revista Slate. “Como compositor, quiero que la gente escuche mi música sin distracciones”, diría Reich al explicar por qué, ante las críticas, pidió sustituir la foto por otra de una nube gris e inescrutable.
“Estamos viviendo en un mundo peligroso. ¿Qué puede hacer la música? Sólo seguir adelante. Es una acción afirmativa de los hombres”, dijo también. Pero WTC 9/11 no es “música pura”. Su “contenido” explícito provee una débil y compasiva capa de sentido (común) que podría sonar como fondo del Ground Zero. Hoy allí los turistas toman fotos y compran suvenires con signos alusivos a la tragedia; van a ver “esa realidad”. Coleccionistas y curadores seleccionan objetos que almacenarán para una futura exhibición. Los llaman artifacts y son artefactos del terror. Con esta operación, la ciudad parece darle crédito a la percepción de Karlheinz Stockhausen, quien calificó el atentado como “la más grande obra de arte posible en todo el cosmos”, y por eso fue tachado de demente. De modo que ¿cómo poner en entredicho la lógica espectacular y paranoica? Reich no se atrevió a dar el paso. Tampoco lo hizo John Adams, a quien en 2001 Taruskin había acusado de “romantizar” a los palestinos en su ópera The Death of Klinghoffer, basada en el secuestro de un crucero con turistas judío-estadounidenses por parte de la OLP. Adams buscó redimirse con On the Transmigration of Souls (2003). Para esta suerte de réquiem utilizó una orquesta, un coro adulto y otro infantil, además de sonidos pregrabados que incluyen ruidos de la calle, recitado de nombres de víctimas y cartas que les dejaron sus familiares.
William Basinski ha planteado “el problema” de forma más estremecedora. Al cumplirse el décimo aniversario del atentado, y como parte de la jornada “Recordando setiembre”, presentó en el Templo de Dendur del Museo Metropolitano de Nueva York The Disintegration Loops, una pieza que había concluido en aquellas horas fatídicas de 2001. La obra tiene su origen en otro accidente. Basinski, clarinetista y compositor experimental, alguna vez reichiano, estaba digitalizando viejas cintas, “piezas pastorales majestuosas, profundas, dramáticas, que tenía y había olvidado”. Mientras las mezclaba surgió algo nuevo, pero en el proceso las cintas empezaron a desmenuzarse. “Las partículas de óxido de hierro se convertían paulatinamente en polvo y caían de la máquina, dejando un silencio en secciones de mi nueva grabación. Estaba grabando la muerte de esas melodías que eran de mi juventud, mi paraíso perdido”. Basinski vio en aquello una clara asociación con el 11 de setiembre. “The Disintegration Loops era la banda sonora del fin del mundo”. Las palabras sobraban.
Escuchas y lecturas. Laurie Anderson, Homeland, Nonesuch Records, 2010. John Adams, On the Transmigration of Souls, New York Philharmonic, Lorin Maazel (director), Nonesuch Records, 2004. William Basinski, The Disintegration Loops, 2062 Records, 2002. Steve Reich, Writings on Music, 1965-2000 (Oxford, Oxford University Press, 2004). Richard Taruskin, The Danger of Music and Other Anti-Utopian Essays (Berkeley, University of California Press, 2009). Sara E. Quay y Amy M. Damico, September 11 in Popular Culture: A Guide (Santa Barbara, Greenwood, 2010). Jonathan Pieslak, Sound Targets. American Soldiers and Music in the Iraq War (Bloomington, Indiana University Press, 2009).
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