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August Strindberg / Alberto Ure

TEATRO

 

El teatro de los lazos de sangre.

 

En El padre, Strindberg tematiza la imposibilidad de no creerle al calumniador, aun cuando su malignidad sea visible.

Thomas G. Pavel, 1986.

 

La palabra “lazos”, sobre el trasfondo del individualismo y la indiferencia social, adquirió carta de nobleza. No hay como eso lazos amorosos, familiares, políticos, económicos y sociales. Los consumidores de esta inocencia semántica no son los promotores de esos “lazos”, sino los que deben ser enlazados por los administradores del sentido de la palabra.

En el momento en que Strindberg escribió El padre (1888), en el momento en que Alberto Ure escribió su obra inconclusa La familia argentina, esos lazos formaban la “cadena” que había que cortar (en el segundo caso) porque ya eran insostenibles (en el primero). Tragedia –dice el padre de Strindberg. Comedia –replica la madre, triunfante.

Es ahí, entre tragedia y comedia, donde se establece el teatro –en el sentido coloquial de hacer teatro– de los lazos de sangre. (Es de suponer que la prueba de adn es el aporte de la ciencia a la abolición de este espectáculo tan poco funcional para los –verdaderos– lazos de sangre.)

 

Tiempos adversos. La palabra “lazos” supo ser una atadura o nudo que sirve de adorno. Cualquiera de los enlaces artificiosos que se hacen en la danza. El lazo corredizo que sirve para cazar animales. Un vínculo, una obligación. Un ardid, una acechanza. Armar lazo, poner acechanzas para engañar a uno. Caer en el lazo es ser incauto de un ardid (evitarlo era lo que atormentaba al personaje de aquella “Noche terrible”, el cuento de Roberto Arlt).

Recuerdo la ironía de Alberto Ure al comentar cualquier lazo; por algo era ayudante en algunos psicodramas que se realizaban en la clínica del doctor Fontana.

A fines de 1987 El padre, de Strindberg, fue dirigida por Alberto Ure y protagonizada por Cristina Banegas en El Excéntrico de la 18º. El público y la crítica respondieron. Tres años después la obra fue montada en la sala Casacuberta del Teatro San Martín. Tanto los personajes masculinos como los femeninos estaban interpretados por mujeres. Una vez más, Cristina Banegas encarnaba al padre, llamado en la obra El Capitán.

La ironía de Alberto Ure se dirigía esta vez a los teóricos que suponen tener el “metalenguaje” de lo que el arte expone. Su presentación en el programa se llamaba “Una ficción para calmar al ogro”. ¿De qué ogro se trataba? “Desde que se estrenó en Córdoba, y en sus casi ciento cincuenta funciones en Buenos Aires, las interpretaciones la han acompañado con variable ingenio. Y no ha sido una mala compañía. Pero el agradecimiento no logra esconder una de las más pesadas cadenas del teatro contemporáneo: ser tomado como una demostración de algo, la conversión halogográfica de lo que ya había sido comprendido. Una mera cita, una casi nota en bastardilla prendida con un alfiler dorado para decorar la fanfarria de los conceptos prestigiosos.”

El juego es conocido: los críticos, con sus ocurrencias, llaman la atención del público; luego el “lazo” con el público excluye la opinión del crítico. Además, en ese momento (1990) el “lazo” hiperteórico impuesto por la degradación del “estructuralismo” perdía su poder de sugestión. La fanfarria de los conceptos prestigiosos debía olvidar su jactancia de página cultural y volver a sus claustros, conforme con sostener el decaído prestigio académico. El crimen no paga, el arte tampoco.

 

¿Strindberg, padre del psicoanálisis? Nada explica a nadie, pero hay una chispa en el cruce que no genera metalenguaje, ni lazo alguno: sólo es un aire de familia. Algo de eso hay entre el psicoanálisis y la sensibilidad Sturm und Drang, en la que Strindberg puede contarse. No así Alberto Ure, que se forma en torno al psicoanálisis en un momento de “estallido” de sus instituciones y de proliferación de prácticas heterodoxas que combatían la versión asfixiante a la que había sido conducido por una práctica que confundía la monotonía con la seriedad científica.\

“[…] ese terrorismo de los sabios no deja de ser sorprendente cuando se lo mira desde la cocina del teatro, donde se revuelven las mismas salsas desde hace varios siglos.” Pero el teatro, digamos, no es el dueño de la marmita.

Diderot dijo Prometeo, Hegel dijo Antígona y Freud, Edipo. Después del Renacimiento la mitología clásica se paseaba como matriz de la cultura europea.

De manera que nadie es hijo de nadie, que Strindberg y Freud se referían a lo mismo de otra manera y para otra cosa. Pero, en fin, demos a Strindberg su prioridad histórica. Como a tantos otros que Freud prefería de aliados y no de antagonistas culturales. Aunque la misoginia de Strindberg, como la de Karl Kraus u Otto Weininger, resulta extraña a la sensibilidad de Freud y es materia de estudio.

El ogro, encarnado por un momento en los críticos, es para Alberto Ure una figura más personal: “En esta obra, como en todas, se trata de inventar respuestas”, escribe en el programa, “para preguntas que no las tienen en otros lados. Se parte de un vacío, que en realidad es un agujero negro, y se lo trata de llenar con ficciones que calmen por un momento la voracidad del ogro. Ojalá. Sin entrar en confesiones, a mí, la familia y la paternidad siempre me han parecido un misterio inagotable, y el tener muchos hijos que quiero no hace desaparecer el misterio inicial. Y ni siquiera haber recorrido el código civil en repugnantes juicios de familia me ha revelado algo fundamental. El padre llenaba esas incertidumbres con figuras que parecían saber algo, que tenían por lo menos un destino y un plazo fijo”.

 

La incertidumbre enmascarada. Un compadre de Strindberg que estuvo en aquel tiempo fue Frank Wedeking: describió el extravío de unos adolescentes que carecían de la orientación de un padre que en esta obra, El despertar de la primavera (1891), se revela como una figura enmascarada. Es decir, una figura que puede ser soportada por una mujer.

Es lo que hace Alberto Ure en La familia argentina: una actriz, Cristina Banegas, es el padre que está en el “misterio inicial”.

Por más que uno haga teatro, por más que rechace la “fanfarria de los conceptos prestigiosos”, en la superficie de la ficción –sin apelar a ninguna profundidad– es verdad que ello habla.

En el texto del programa del Teatro San Martín, en 1990, Alberto Ure prosigue: “Alguien podría preguntar: ¿Y entonces por qué el padre, el sacerdote, el médico y un soldado son actuados por mujeres vestidas de mujeres, que además son lindas? Porque creemos que un padre no es solamente un hombre aunque hable como un hombre que es padre, pobre hombre o mujer o lo que sea”. El viento de Jacques Lacan soplaba entre nosotros y, al menos, una brisa se encuentra en la cita anterior. Ure termina el texto con una conclusión que no olvida que hace teatro: “Sólo en la confianza y el abandono se puede ser hombre con el corazón elevado. El peligro es que la cara o el corazón sin nada sean nada. El teatro es lo único cierto”.

 

Fausto, el nuestro. Estanislao del Campo encontró una manera eficaz de transformar la cultura europea que, cuando llegaba acá, ya no era la misma, pero tampoco era otra: de su parodia de Fausto hasta la versión de Ulises propuesta por Marechal hay una ironía que Borges acentuó y que fue la marca de la relación de la mejor literatura argentina con los sucesivos modelos de alta cultura importados de cualquier manera. Esa ironía, cuando se la ignora, convierte en estupidez la escolaridad canónica de nuestras “artes”. Es lo que Witold Gombrowicz expuso en su conferencia “Contra los poetas”, dictada en la librería Fray Mocho, que acompañó la publicación de Ferdydurke.

La familia argentina, según entiendo, es una parodia de El padre. Alberto Ure subvierte la incertidumbre de Strindberg; el padre de su obra no es el padre, el incesto que realiza no es incesto y el lazo de sangre no existe en realidad. El psicoanalista, protagonista de esta revelación, se enfrenta –como el padre de Strindberg– con el “calumniador creíble” que en los dos casos es la madre. Ella, para Strindberg, es la dueña de la certidumbre de la paternidad reclamada por el “librepensador” que es su marido. No hay prueba de ADN, ninguna autoridad científica o religiosa que pueda certificar sus pretensiones. En la obra de Ure, el psicoanalista, convertido en pareja de la hija de su partenaire, no resiste la fuerza del “lazo” que une a las dos mujeres.

No es padre y lo sabe. Es más, hay un embarazo de la hija –su nueva partenaire– que nadie puede avalar. Ni ella, que no sabe de quién es. ¿Acaso el negro?

No hay padre, pero en cualquier caso hay madre. Como, por otra parte, en El padre de Strindberg montada por Ure no hay hombres, pero en cada una de las actuaciones hay mujeres.

En la “salsa” del psicoanálisis –para usar la palabra introducida por Ure– la incertidumbre paterna ha dejado de ser un problema. No olvidemos que en ese momento, cuando Ure monta la obra de Strindberg, todavía predomina la versión Melanie Klein, y que el viento Jacques Lacan no se ha instalado en una práctica, aunque ya sea un rumor persistente. Es verdad que en cierto modo el teatro lo dice primero: la paternidad es un misterio. La frivolidad culturalista de la versión de Klein no tiene una respuesta, sólo saca las consecuencias de un fenómeno que había empezado mucho antes. El personaje de Strindberg quiere mostrar que esta incertidumbre viene desde lejos: “Podéis comprobar. ¡Todo está aquí!, ¡Luego no soy un loco!: La Odisea, canto primero, verso 215 (Telémaco a Minerva): ‘Mi madre pretende que Ulises es mi padre; pero ¿lo podría yo mismo saber, puesto que nadie conoce su propio origen?’. ¡Y decir que Telémaco se atreve, hablando así, a levantar una sospecha contra Penélope, la más virtuosa de las mujeres! ¡Cuán bello es esto! ¿No es verdad? Y óigase ahora a Ezequiel: ‘Un necio dirá ¡ese es mi padre! ¿Quién puede decir quién lo engendró?’. ¿No es clarísimo?”.

La declinación de la paternidad es registrada por Kafka, Dostoievski, Joyce, Gombrowicz, Ibsen, etc. Y junto con la paternidad declina la tragedia, de manera que el horror adquiere otras formas que no excluyen la parodia, el grotesco, la comedia.

La salida, al parecer, estaría en la lírica, que coloca el amor en lugar de la ley. Pero ese es otro cantar.

La familia argentina concluye con la esperanza de una convivencia que en sus propios términos se presenta como imposible: “te quiero pedir un favor: nada de colegios raros, ni terapeutas, ni psicopedagogas, de Jean Piaget y la concha de tu madre. Nada raro, por favor. Que juegue en la vereda y que vaya a un colegio cualquiera, aunque no aprenda nada”. El psicoanalista, maltrecho y recuperado sólo en el éxito intelectual, habla con su ex sobre la nieta de ella, la hija de su hija, de la que sabe que él no es el padre.

 

Ilusiones perdidas. La recuperación de una sexualidad natural que imaginó la cultura de la Ilustración (un amor puro y una armonía familiar organizada en torno a la autoridad paterna) no tardó en mostrar su revés sintomático en la Psicopatología sexual de Krafft-Ebing. El psicoanálisis no tuvo más que recoger los frutos caídos del árbol de la Ilustración que encontraron su límite en el romanticismo. Desde entonces, los lamentos por la interminable caída del padre abarcan un conjunto de obras y autores notables. La histeria en versión Freud hace el inventario de la impotencia masculina y las más variadas debilidades y fallas de la “función” paterna.

Hegel, con su Antígona, parece anticipar los incestos entre hermanos que proliferan en la literatura de lengua alemana. Freud, con su versión de la tragedia de Edipo como metáfora de lo que “falla” en la familia secular del siglo xviii, despierta la fantasmagoría que rodea a la posibilidad del incesto madre/hijo. Un paso más y el incesto padre/hija se convierte en relato “autobiográfico” en Anaïs Nin. Entre nosotros, Albertina Carri en su película Géminis tematiza el incesto entre hermanos.

No hay padre por aquí, no hay padre por allá. ¿De que incesto se trata? El protagonista de La familia argentina, cansado de los argumentos y los rituales del psicoanálisis que conoce, de las instituciones que integra, de los congresos en los que participa, quiere despertar. El encuentro con la hija adolescente de su partenaire es tanto provocación como ruptura con su vida anterior.

Al final, después de padecer lo que pareciera un ACV, se convierte en escritor de éxito y en lisiado (su mujer adolescente ahora es como una “hija”).

 

Imagen [en la edición impresa].  Anish Kapoor, Svayambh (2007), detalle.

Lecturas. Alberto Ure, La familia argentina (Buenos Aires, Leviatán, 2011); August Strindberg, El padre (Madrid, MK Ediciones y Publicaciones, 1979). La familia argentina se presenta en el Centro Cultural de la Cooperación, con la dirección de Cristina Banegas y con la actuación de Claudia Cantero, Luis Machín y Carla Crespo.

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