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Tres autos se desploman del techo en un escenario en París. Un arlequín friega el piso con un hígado de vaca en un teatro de Avignon. Un tanque de guerra auténtico irrumpe en la escena en una sala de Estrasburgo. Y también: cuerpos esqueléticos, deformes, obesos, enfermos. O incluso: una cabra, un caballo, un chimpancé y una docena de gatos. Como correlato acústico, reverberaciones grotescas, ecos anormales y distorsiones mórbidas que trastocan el aire. El conjunto, perturbador e inenarrable, corresponde a uno de los proyectos más audaces del teatro contemporáneo, la Tragedia Endogonidia, una serie de once piezas presentadas por la Societas Raffaello Sanzio en once ciudades de Europa entre 2002 y 2004. Romeo Castellucci, director de la compañía creada en 1981, concibe el teatro como “un sistema de fuerzas que arremete contra todos los sentidos del espectador”. Su potencia, propone Daniel Veronese, reside en combinar espanto y belleza, terror y placer, hasta aniquilar la impavidez del espectador adocenado y recuperar el poder expresivo del teatro.
Se trata de entrar en fenómenos culturales en los que sobresale algo bajo o impuro. Nos enfrentamos, entonces, al contradictorio deseo de acceder o no a esa transgresión. Parece simple y ya conversado, pero la verdadera transgresión del caos o la norma sigue siendo el tema. Lo que estoy dispuesto a soportar que hagan conmigo y mi psiquis.
Primero deberíamos respondernos ¿por qué desarrollarlo en ese lugar, en un escenario? Si se habla de incorrección, incomodidad o malestar, deberíamos tener en cuenta que no resulta fácil ser espectador. ¿Quién quiere seguir una línea de fuga directa hacia la crisis? Pero frente al teatro clásico y académico, el teatro contemporáneo ya encontró en la transgresión su principal seña de identidad. Al mismo tiempo que escribo esto me pregunto si esta característica debería ser tan determinante a la hora de hablar de formas puras, o si la necesitamos, o, en definitiva, quién necesita una cuota de rechazo y quién no. Es casi imposible no caer en un conflicto incómodo. Pero el teatro es una realidad en sí misma; no tiene por qué respetar las formas ni el juicio del público. El dramaturgo alemán Heiner Müller decía que el público no suele ver lo que realmente debería ver; que lo que tiende a ver es lo que obviamente no lo hará entrar en conflicto con su parecer cultural bienpensante.
Veamos esto: el público deja todo –su casa, su entorno, sus bienes– para llegar al teatro. ¿No es ese el lugar donde el espectador –desprotegido y solidario– debería ser invitado a emprender un camino de vuelta a casa renovado? ¿Un lugar donde se pueda perder en sí mismo? ¿O sentir, por lo menos, que el paso por esa sala no fue en vano? En esta dirección, la situación del espectador es clara: en el teatro se espera que un hombre fuera del escenario obtenga “algo” de otro ubicado en la escena. Muchas veces se espera que ese “algo” arremeta contra tabúes profundamente arraigados. O que cuestione al menos algunos principios ampliamente aceptados por la sociedad. Pero por lo general el teatro no lo hace. No siempre se enfrenta al público con algo distinto.
Personalmente, cuando voy al teatro, casi nunca vuelvo con una emoción distinta. En el mejor de los casos me encuentro con buenos espectáculos en el sentido del buen uso de hábitos y posibilidades escénicas. Mi sensación, cuando es buena, es la de haber participado de un espacio de creación satisfactoria, pero con mi capa cultural sin cortarse, sin agujerearse, sin perder sensatez ni lógica. Porque el teatro en general enfrenta a los espectadores con situaciones ya conocidas. Y esto se debe a que el público busca, simplemente, en un primer momento, identificarse con lo que ve. No acepta fácilmente sentirse afuera de algo. Es más agradable dejarme vencer por el monopolio del pensamiento ya establecido que emocionarme frente a un tipo de belleza que haría tambalear la validez de mis gustos o de mis convicciones, reafirmar mi relación con la cultura dominante que tensar las diferencias. Y estoy pensando en espectáculos de una buena potencia teatral, no de espectáculos mediocres. Sabemos que una gran parte de la producción artística contemporánea bienintencionada que nos promete planteamientos formalmente provocadores y radicales, termina siendo políticamente inofensiva. No es eficaz a la hora de ahondar en las contradicciones secretas de la sociedad.
¿Qué parámetros usar, si es que se desea sacudir esas contradicciones? En principio, es necesario preguntarse si el artista debe modificar su tiempo en la medida de sus posibilidades.Yo creo que sí. ¿De qué forma debe hacerlo? Si intuimos que el erotismo de un cuerpo vestido estalla ahí donde la piel asoma, ¿por qué no reconocer, entonces, que la intermitencia entre lo conocido (fundamentos históricos, culturales, psicológicos que el espectador practica cotidianamente) y lo nuevo (lo que se impone por primera vez) es lo que produciría esos llamados “momentos sublimes”? ¿O no sabemos que nuestra exigencia, nuestra mirada, van siempre a detenerse en las zonas de intermitencia? Lo sabemos, sí, pero como espectadores la posibilidad de que un espectáculo genere movilidad en nuestras cabezas nos desequilibra. La mínima incomprensión nos sume en un estado de pérdida, nos desacomoda en la butaca, pone en crisis nuestra relación con el lenguaje teatral. Incluso nos hace preguntarnos si esa no debería ser la última vez que vamos al teatro. El público en general no espera confrontación. Disfruta de lo nuevo en cuanto lo nuevo no interfiera con sus certezas.
Una propuesta: desmitifiquemos de una vez por todas la profesión. Creo que debemos empezar por pensar en un teatro que no deba explicarnos la vida ni darnos respuestas. Simplemente no puede. Cuando nos da respuestas, se trata por lo general de respuestas que ya teníamos. Pero sí es el lugar apropiado para que sucedan algunas experiencias particulares. Mitifiquemos el teatro en cuanto situación privilegiada para imponer lo que no podemos exponer en nuestra vida cotidiana. Aquella vieja aspiración de las vanguardias históricas de buscar continuamente una nueva ley. Innovar. Sorprender.Tengo un público con necesidades –eso es innegable, si no no concurriría a la sala– y como artista tengo que poder hacer algo que el otro no esté esperando que yo haga.
Sin contradecir mi afán de búsqueda de la belleza, me imaginé en un escenario en donde regiría una nueva ley y pensé en ellos. En la Societas Raffaello Sanzio. En mi imaginación ellos siempre estuvieron obligados a estar ahí. El lugar privilegiado para poner en juego su dialéctica del deseo animal y la condición humana.
La SRS transita en sus elecciones dos caminos riesgosos: uno más prudente y conciliador, instalado en un tipo de belleza obviamente no conformista; el otro móvil y transgresor. Uno que nos adormece como infantes; el otro que nos clava la espada de la nueva ley, que de eso se trata. La SRS no contraataca a sus antecesores, no dialoga ni pelea con lo conocido: abre un nuevo circuito. La verdadera transgresión es la nueva ley imprevista. Algo incorrecto aparece. Es la nueva ley que no admite herencias. El escenario de la SRS remite a restos de alguna batalla, al trabajo con los desperdicios del pensamiento tradicional. No vamos a encontrar elementos intensamente extrañados ni poco reconocibles. Es el injerto lo que nos sumerge en las profundidades de nuestra mitología más íntima. No hay trama a seguir. Tampoco resuelve el drama. Sus espectáculos no acaban ni comienzan: se disuelven en escenarios mentales, generan un estado de ánimo que se sitúa fuera de la experiencia cotidiana y que, sin embargo, es reconocible y compartible con el público. No deja indiferente al espectador. Comunica con imágenes y sonidos, pero está lejos de ser ilustrativo. Marcado por una poderosa estética, deja que se escondan en sus elementos escénicos sensaciones profundas. Nervios, no inteligencia. El espectador es testigo de una tensión dramática y una técnica dinámica muy particular y perturbadora. Así diluye la ecuación (lo dramático y su expectativa de comprensión) y hace contacto con el fondo, quizás con una realidad más elemental que, intuimos, existía antes de que nosotros entráramos en la sala.
Como un organismo que se autorreproduce en un estado de creación continuo, la SRS trabaja verdaderamente con la materia prima de los sueños. Es eso lo que vemos en sus representaciones. Y no estamos preparados para ver comportamientos autónomos que suprimen las líneas de demarcación convencionales de lo que llamamos teatro. Es preciso olvidarse y gozar de esas máquinas escénicas/asesinas/antropomórficas que coquetean con el mal, prolongaciones de órganos agregados al actor que es su propietario y su víctima trágica. Hay algo evidentemente artificial, que puede leerse como una composición retórica. Pero creo que no lo es. Muy lejos del arte del bien decir, la persuasión, la transmisión al espectador de un conjunto de signos reconocibles, el lenguaje de la SRS aparece descubriendo secretos con una nueva vibración aún no instalada en el imaginario público. La nueva ley es entonces la perfección de la forma combinada con mundos que pierden rápidamente sus puntos de referencia. Ley que obviamente no echará luz sobre la oscuridad (no todavía). “Pues lo bello no es sino el comienzo de lo espantoso, que podemos soportar.” Elegías de Duino, de Rilke. Jugando con el placer y el terror, la SRS permite que lo sublime y lo horroroso nublen el entendimiento. Recupera el poder expresivo del teatro, replanteándolo como otra forma de expresión humana.
Si la comedia en su sentido más profundo convierte en espectáculo digerible la angustia de los demás, el paso de la SRS por la comedia orgánica quizás no sea más que una metaironía. Aquí el creador –o quien aparece detrás de toda esta parafernalia– está por debajo de sus propias invenciones. Las idolatra pero no las esclarece. Porque, con un golpe único que busca su destino en la oscuridad, descubre el teatro con nosotros. No cabe el intento de comprensión racional, sino el abandono a la seducción visual. Los cuerpos artificiales de los actores (sustitutos, sucedáneos, versión mejorada, degradada o idealizada de lo humano) no hacen más que mostrar su insatisfacción en el modelo formal de la cultura, de la visión convencional de la realidad. El sistema produce y destila entonces su propio veneno, como una máquina teatral que destila crítica de sí misma. Ahí, creo, se esconde el secreto de esta indefinible e inclasificable belleza, en esta elección esencial: la manifestación celestial del delito. Castellucci nos propone que soportemos otros territorios de la experiencia humana y asegura que no se trata de una provocación, porque dice que encuentra la provocación demasiado simple. “No me siento un artista o un pedagogo. Soy, sobre todo, un espectador que ve las cosas con anticipación y que tiene la misma sorpresa y las mismas emociones que el público encuentra. Yo no hago experimentos con el público porque esto simplemente no me interesa. Me interesa estar en el fondo de la forma y, en algún modo, desarrollarla desde su matriz. En este hecho se puede provocar una reacción y para mí es totalmente una experiencia vital y no sólo una experiencia estética.”
Dotados de una inconsciencia superior, los espectáculos de la SRS rozan el sacrilegio y la ilegalidad a la manera kantoriana, bordeando incluso el terreno de lo delictivo y de la autoaniquilación –y, por ende, llevan el estigma manifiesto de la muerte–. Como si ya no hubiera escenario en donde actuar, sin encuadre de representación capaz de contenerla, la comedia orgánica partirá entonces a la deriva en lo equívoco del sueño y dividirá a la platea, conformando un tenebroso mecanismo que nos conectará con el centro del hombre, con la fuente de su energía: la indeterminación y, por supuesto, la contradicción. Y al menos por unos minutos, en nuestras cabezas reinará la muerte de toda estética imperante y parasitaria.
Imágenes [en la edición impresa]. Br.#04 Bruxelles/Brussel (Tragedia Endogonidia) de Romeo Castellucci y la Societas Raffaello Sanzio, Rotterdam, 2005. Fotos: Luca del Pia.
Daniel Veronese. Autor teatral, docente y director de teatro. Es fundador del grupo de teatro El Periférico de Objetos, creado en 1989. Es autor de más de veinte títulos y director de más de una decena de obras, entre ellas Cámara Gesell, Máquina Hamlet, El líquido táctil, Mujeres soñaron caballos, Open House, El Suicidio/Apócrifo 1 y Dramas breves 2. Fue seleccionador del Festival Internacional de Teatro de Buenos Aires (ediciones 1999, 2001, 2003 y 2005). Sus textos fueron traducidos al francés, italiano, alemán, ingles y portugués.
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