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Como algunos amigos dudaban de que valiera la pena dedicarse al tema, empiezo con unas palabras en su defensa. Un renombrado pintor abstracto me dijo: “Ah, el público, siempre nos preocupamos por el público”. Otro me preguntó: “¿De qué incomodidad hablamos? A fin de cuentas, el arte no tiene por qué ser para todos. El público lo entiende y entonces lo disfruta, o no lo entiende y entonces no lo necesita. Por lo tanto, ¿cuál es el problema?”
Pues bien, intentaré explicar cuál es y, antes todavía, de quién es el problema, a mi entender. En otras palabras, intentaré explicar qué entiendo por “el público”.
En 1906 Matisse expuso una pintura, Le bonheur de vivre (La alegría de vivir), que hoy se encuentra en la Fundación Barnes en Merion, Pensilvania. Fue, como hoy sabemos, una de las grandes pinturas de ruptura del siglo xx. El tema era una bacanal demodé: figuras desnudas al aire libre, tendidas sobre la hierba, bailando, haciendo el amor o haciendo música, recogiendo flores, etc. Era su empresa más ambiciosa, la pintura más grande que había hecho hasta el momento, pero enfureció al público. El más indignado era Paul Signac, un destacado pintor moderno que seguramente habría rechazado el cuadro en el Salón de los Independientes que por entonces presidía. Si al fin éste se incluyó en el Salón fue porque precisamente ese año Matisse formaba parte del comité de selección, y por lo tanto la obra no tuvo que ser aprobada por el jurado. Pero Signac le escribió a un amigo: “Parece que Matisse ya no es el mismo. En una tela de dos metros y medio, pintó unos personajes extraños, contorneados con una línea gruesa como un pulgar. Luego lo cubrió todo con una tinta mate, bien definida, que aunque pura es repulsiva a la vista. Parece uno de esos frentes multicolores de las tiendas de pintura, barnices y artículos domésticos”.
Hago mención de este episodio para sugerir que Signac, un respetado moderno, enrolado en la vanguardia durante años, se comportó en ese momento como un típico miembro del público de Matisse.
Un año más tarde, Matisse fue al estudio de Picasso para ver su última pintura, Les demoiselles d´Avignon (Las señoritas de Avignon), hoy expuesta en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Sabemos que más tarde sería considerada otra obra de ruptura del arte contemporáneo, y esta vez el irritado fue el mismo Matisse. La pintura, dijo, era una atrocidad, un intento de ridiculizar todo el movimiento moderno. Juró que “hundiría a Picasso” y lo haría lamentar su fraude.
Creo que, en aquel momento, también Matisse se comportó como un típico miembro del público de Picasso.
Estos incidentes no son la excepción. Ilustran una regla general: siempre que aparece un arte que es verdaderamente novedoso y original, los primeros en denunciarlo, los más ruidosos, son los propios artistas. No es de extrañar, porque son los más comprometidos. Ningún crítico, ningún burgués indignado puede igualar el repudio apasionado de un artista.
Fueron precisamente pintores quienes les cerraron las puertas de los salones a Courbet, a Manet, a los impresionistas y a los postimpresionistas. En su mayoría, pintores académicos. Pero no sólo los pintores académicos defienden sus cánones establecidos de las nuevas formas de la pintura o de la amenaza de un cambio en el gusto. También el líder de un movimiento artístico revolucionario puede indignarse frente a un nuevo punto de partida: pocas cosas irritan más en una causa revolucionaria que la insubordinación o la traición. Y pienso que fue esta sensación de traición lo que enfureció tanto a Matisse en 1907, frente a lo que llamó “el fraude de Picasso”.
No hay por qué olvidar que, en el momento de su mayor creatividad, Matisse se opuso al primer cubismo con absoluta y arrogante incomprensión. Como jurado del vanguardista Salón de Otoño, rechazó en 1908 los nuevos paisajes “con pequeños cubos” de Braque, del mismo modo en que en 1912 los cubistas triunfantes rechazarían la obra de Duchamp Nu descendant un escalier (Desnudo descendiendo una escalera). ¿Por qué, entonces, insistir en que sólo los pintores académicos desdeñan lo nuevo? ¿Por qué no invertir el cargo? Cualquiera puede volverse académico en virtud de aquello que rechaza.
Como se observa en Nueva York durante los últimos años, la academización de la vanguardia es un proceso continuo. ¿No podríamos entonces desechar esa distinción inútil, mítica, entre individuos creativos capaces de mirar hacia el futuro, a quienes llamamos “artistas”, por un lado, y una masa indolente, anónima, que no comprende, a la que llamamos “el público”, por el otro?
En otras palabras, mi definición del público es funcional. Creo que la palabra “público” no designa a nadie en particular sino que se refiere más bien al papel que nos vemos empujados o forzados a desempeñar por una experiencia dada. Sólo aquellos que están más allá de esa experiencia deberían ser eximidos del cargo de pertenecer al público.
En cuanto a la “incomodidad”, me refiero sencillamente al shock de irritación, a la confusión, la furia o el aburrimiento que algunos experimentan siempre, y todos experimentamos alguna vez, frente a un estilo nuevo, poco familiar. Cuando era más joven, me enseñaron que este malestar no tenía ninguna importancia, en primer lugar, porque se decía que era privativo de los no iniciados (lo cual es mentira) y en segundo lugar, porque se creía que duraba poco (lo cual parece ser cierto). No hay un arte capaz de provocar la misma incomodidad durante mucho tiempo. Sea como fuere, ningún estilo de los últimos cien años ha conservado por mucho tiempo su inaceptabilidad original, lo que nos llevaría a sospechar que el rechazo inicial de muchas obras modernas fue un mero accidente histórico.
A comienzos de la década del cincuenta, algunos voceros de lo que entonces era la vanguardia intentaron presentar el expresionismo abstracto con otros argumentos. Sostenían que la cruda violencia y el efecto inmediato que producían estas pinturas las colocaban más allá de los límites de la apreciación del arte y las volvían intrínsecamente inaceptables. La prueba, agregaban apretando los dientes de satisfacción, estaba en que pocos se interesaban por comprarlas. Sabemos hoy que esta renuencia original sólo obedecía al lapso normal de diez años o menos que necesita el mercado del arte para activarse. Hacia fines de los cincuenta, el mercado del expresionismo abstracto tenía una sorprendente actividad. No había nada intrínsecamente inaceptable en estas pinturas, al parecer; fueron escandalosas durante un tiempo, el tiempo que a nosotros, el público reacio, nos llevó cambiar de opinión.
Esta rápida domesticación de lo escandaloso es el rasgo más característico de nuestra vida artística, y el tiempo que transcurre entre el shock y el agradecimiento se acorta progresivamente. Al ritmo actual de adaptación del gusto, a un artista joven con una veta de audacia salvaje le lleva alrededor de siete años pasar de enfant terrible a hombre de estado ilustre, no tanto por sus propios cambios sino por la rapidez con que el público acepta el desafío.
Lo cierto es que la capacidad de shock, la violencia de la novedad de cualquier estilo contemporáneo, se agota muy pronto. En poco tiempo, lo nuevo se vuelve familiar, poco después normal y atractivo, y por último, se inviste de autoridad.Todo se ha encauzado finalmente; nuestro error de apreciación inicial se ha corregido, y si hace medio siglo nosotros, o nuestros padres, nos equivocamos con el cubismo, ya lo rectificamos.
Pero algo, sin embargo, no ha cambiado: la relación de cualquier arte nuevo –mientras es nuevo– con su momento. O, para decirlo de modo inverso: cada momento de los últimos cien años ha producido su propio arte de ruptura, de manera que toda generación, desde Courbet en adelante, ha intentado generar el malestar típico del arte moderno. Es por lo tanto un gran error, en este sentido, afirmar que el desconcierto que produce un estilo nuevo no importa demasiado porque se desvanece pronto. Su efecto perdura, en realidad; nos ha acompañado desde hace un siglo. El estremecimiento de dolor que provoca el arte moderno, de hecho, es una suerte de adicción que se vuelve necesaria, al punto que sociedades como la rusa soviética, sin un arte disruptivo propio, no nos parecen completamente vivas. No experimentan esa angustia perpetua, esa frustración periódica o ese malestar que para nosotros se ha vuelto normal y que he llamado “la incomodidad del público”.
Mi conclusión, entonces, es que esta incomodidad importa en realidad, porque es crónica y endémica. Es un problema que todos, artistas o no iniciados, enfrentamos tarde o temprano, y por lo tanto merece ser analizado seriamente.
Cuando una obra nueva, aparentemente incomprensible, entra en escena, hay siempre un crítico perspicaz que la saluda como una “nueva realidad”, o un coleccionista que ve en ella la oportunidad de una inversión. Permítanme hablar en cambio de aquellos que no la comprenden.
Enfrentados a una obra de arte nueva, es posible que se sientan excluidos de algo de lo que se creían parte y experimenten una sensación de frustración o privación. Fue, otra vez, un pintor quien lo expresó con más claridad. Cuando en 1908 Georges Braque vio por primera vez Las señoritas de Avignon, dijo: “Es como si tuviéramos que cambiar nuestra dieta habitual por una de estopa y parafina”. Lo importante aquí es “nuestra dieta habitual”. No tendría ningún sentido decirle a alguien: “Si no te gusta la pintura moderna, ¿para qué preocuparte? Olvídala”. Para muchos, un giro incomprensible en el arte, una novedad que realmente desconcierta o perturba, es un cambio drástico, o mejor, una especie de reducción drástica en la ración diaria de la que han pasado a depender, como sucede durante una marcha forzada, o en prisión. Y mientras haya gente que reacciona así frente al arte, no tiene demasiado sentido insistir en que también existe cierta clase de snobs que simulan otro tipo de reacción para ocultar su indiferencia real.
Sé que son muchos los que experimentan una preocupación genuina frente a los cambios que parecen afectar el valor del arte y, por lo tanto, lo que llamo “la incomodidad del público” adquiere cierta dignidad. Hay un sentimiento de pérdida, de exilio repentino, de algo que se nos niega a sabiendas; la sensación, a veces, de que la cultura o la experiencia que hemos acumulado se devalúa sin remedio, librándonos a un estado de desposesión espiritual, una experiencia que puede golpear al artista con más dureza que al amateur. Esta sensación de pérdida o confusión se describe muy a menudo como un simple fracaso en la apreciación estética o una incapacidad para percibir los valores positivos de una experiencia novedosa. Suponemos que, tarde o temprano, quienes han pasado por esa experiencia –si tienen la capacidad– comprenderán o se acostumbrarán. Pero no hay dignidad ni contenido positivo en su resistencia frente a lo nuevo.
Supongamos, en cambio, que esta resistencia consiste en una dificultad para alcanzar la capacidad de sacrificio de otros o la velocidad con la que otros se sobreponen al sacrificio. Permítanme que intente explicar qué entiendo por “sacrificio” frente a una obra de arte original. Pienso nuevamente en La alegría de vivir de Matisse, la obra que tanto indignó a sus colegas y críticos. En ella, Matisse alteró ciertos supuestos habituales. Hasta entonces, el espectador daba por sentado, por ejemplo, que una pintura figurativa lo autorizaba a observar las figuras allí dispuestas, a concentrarse alternativamente en cada una de ellas, a su voluntad. Las figuras pintadas, “imanes para el ojo”, según la frase de Vasari, le ofrecían suficiente densidad como para sostener la mirada prolongada. Así, alentado por toda su experiencia estética, el espectador se sentía autorizado a alguna clase de recompensa placentera si se concentraba en las figuras pintadas, sobre todo si se trataba de alegres figuras femeninas y estaban desnudas. Pero si en esta obra las figuras se observan por separado, hay una curiosa falta de recompensa. Hay algo de lo que la obra nos priva: a las figuras les falta coherencia o articulación estructural. Sus contornos están delineados sin consideración a la presencia o la función de los huesos, y algunas figuras están separadas del resto por un trazo aislante, oscuro y denso, esas líneas “tan gruesas como un pulgar” de las que se quejaba Signac.
En otros tiempos, nuestra primera reacción hubiese sido decir: “No sabe dibujar”. Pero contamos con los estudios preliminares del artista para cada figura individual del cuadro, una serie de espléndidos dibujos que revelan a Matisse como uno de los más eximios dibujantes de la historia del arte. Después de tantos bocetos, sin embargo, llega en la pintura concluida a un tipo de dibujo en el que parece haberse mortificado o sacrificado deliberadamente la habilidad. Los contornos gruesos que asedian a las ninfas impiden cualquier materialización de volumen o densidad. Parecen drenar la energía fuera del núcleo de la figura e irradiarla hacia el espacio que las rodea. O quizá es nuestra visión la que se ve forzada a desviarse, de manera tal que no bien reconocemos una figura, nos vemos obligados a abandonarla para adecuarnos a un sistema rítmico, expansivo. Como si miráramos caer una piedra en el agua: el ojo sigue los círculos que se expanden, y es necesario un esfuerzo de voluntad deliberado, casi perverso, para mantener la vista fija en el punto del primer impacto, quizás porque es muy poco gratificante. Tal vez Matisse trataba de hacer que esas figuras desaparecieran de nuestra visión como la piedra tragada por el agua, forzándonos a reconocer un sistema diferente.
Pero la analogía natural más ajustada a este tipo de dibujo no es la escena o el escenario en el que se despliegan formas sólidas; sería más apropiado compararlo con el sistema circulatorio de una ciudad o el de la sangre, en el que una detención en cualquier punto lleva a una interrupción patológica, como un coágulo de sangre o un embotellamiento. Creo que Matisse debe haber pensado que el “buen dibujo” en el sentido tradicional –es decir, la línea y el tono que diseñan la forma sólida de un personaje específico con una localización concreta en el espacio– habría llevado a atrapar y detener el ojo, a estabilizarlo en una concentración de densidad, y a atraer por lo tanto la atención hacia los cuerpos mismos, un tipo de visión que no era precisamente la que Matisse quería promover con sus pinturas.
Afortunadamente, no estábamos en el jurado encargado de aceptar la obra en 1906. Sin duda, no habríamos estado preparados para deshacernos de los hábitos visuales adquiridos en la contemplación de auténticas obras maestras y arrojarlos por la borda, de un día para el otro, por una pintura. Como gran parte de la pintura de este siglo se ha inspirado en Matisse, este tipo de análisis es habitual hoy en día. Las formas de color que fluyen libremente en la obra de Kandinsky y Miró, y en toda la pintura que desde entonces representa la realidad o la experiencia en forma de flujo, descienden o deben su libertad a las licencias de esta obra.
En 1906, no había modo de preverlo. Y nos vemos tentados de sospechar que parte del valor de una pintura como ésta se acrecienta en retrospectiva, a medida que su potencial se actualiza poco a poco en la obra de otros artistas. Cuando Matisse pintó esta obra, Degas, diez años mayor, pintaba todavía. Aún era posible dibujar con precisión. No sorprende que pocos estuvieran dispuestos a seguir a Matisse en el tipo de sacrificio que su línea ondulante parecía implicar. El primero en celebrar la innovación no fue un colega suyo sino un amateur, Leo Stein, el hermano de Gertrude, a quien al principio, como al resto, la obra no le gustó, pero que volvió a ella una y otra vez, anunció algunas semanas más tarde que era una gran obra y se decidió a comprarla. Evidentemente se había convencido de que el sacrificio implícito valía la pena, en vista de una experiencia novedosa y positiva, inalcanzable de otra manera.
Si no me equivoco, el primer crítico que pensó en un nuevo estilo del arte en términos de sacrificio fue Baudelaire. En su ensayo sobre Ingres, habla de un “adelgazamiento de las facultades espirituales” que Ingres se impone para alcanzar un ideal clásico, reposado, rafaelesca a su juicio. A Baudelaire no le gusta Ingres; piensa que ha erradicado de su obra la imaginación y el movimiento. Pero sostiene:“Conozco a Ingres lo suficientemente bien como para creer que se trata en su caso de una inmolación heroica, un sacrificio en el altar de aquellas facultades que genuinamente considera más nobles e importantes”. Y luego, mediante un salto notable, Baudelaire vincula a Ingres con Courbet, que tampoco es santo de su devoción. Llama a Courbet “un trabajador pujante, un hombre temerario de voluntad inquebrantable, que alcanzó resultados más atractivos para muchos que los de los grandes maestros de la tradición rafaelesca, en virtud, sin duda, de su solidez absoluta y su descarada falta de delicadeza”. Encuentra en Courbet, sin embargo, el mismo temperamento de Ingres: también él aniquiló sus facultades y silenció su imaginación. “Pero la diferencia”, señala, “es que el sacrificio heroico de Ingres, en aras de la idea y la tradición de la Belleza Rafaelesca, se ofrece en Courbet en nombre de una naturaleza externa, absoluta e inmediata. La batalla contra la imaginación se acomete en cada caso por motivos diferentes; aunque opuestas, ambas formas de fanatismo los conducen a la misma inmolación”.
Baudelaire rechaza a Courbet. ¿Debemos concluir que su sensibilidad es inasimilable a la del pintor? Difícilmente; Baudelaire era, en todo caso, un espíritu más sutil, más sensible, más maduro que Courbet. Tampoco pienso que Baudelaire, como hombre de letras, pueda ser acusado de ser característicamente insensible a los valores visuales o plásticos. Su rechazo de Courbet significa sencillamente que, en obediencia a sus propios ideales, no estaba preparado para los sacrificios de Courbet. El mismo Courbet, como todo buen artista, sólo perseguía sus propias metas positivas; los valores desechados (la fantasía, la “belleza ideal”, por ejemplo) ya habían perdido, a su juicio, su bondad, y por lo tanto no entrañaban pérdida. Sí, en cambio, para Baudelaire, que creía quizás que la fantasía y la belleza ideal aún no se habían agotado. Pienso que de eso se trata, cuando decimos que alguien se siente “expulsado” por una obra de arte moderno. Puede que, por estar fuertemente ligado a ciertos valores, no esté dispuesto a profesar un culto extraño en el que estos mismos valores se desprecian.
En eso consiste nuestra incomodidad, la mayoría de las veces. El arte contemporáneo nos invita constantemente a celebrar la destrucción de valores que todavía apreciamos, aunque la causa positiva en nombre de la cual se sacrifican rara vez se hace evidente. Los sacrificios, por lo tanto, se nos presentan como actos de demolición o desmantelamiento inmotivados, así como a Baudelaire la obra de Courbet le parecía apenas un gesto revolucionario por el gesto mismo.
Permítanme traer un ejemplo más próximo y más ligado a mi propia experiencia. A principios de 1958, un joven pintor llamado Jasper Johns presentó su primera muestra individual en Nueva York. Las obras que exhibió –el resultado de muchos años de trabajo– eran desconcertantes. Pintadas cuidadosamente al óleo o al encausto, eran variaciones sobre cuatro temas principales:
Números: ordenados en forma regular, una hilera debajo de otra hasta cubrir toda la tela, en color o en blanco sobre blanco.
Letras: dispuestas de la misma manera.
La bandera norteamericana: no su imagen heroica o flameante, sino una bandera tiesa y rígida, su puro diseño.
Por último, blancos de tiro, algunos tricolores, otros blancos o verdes, a veces acompañados de pequeñas cajas dispuestas en el extremo superior, en las que el artista había colocado moldes de yeso de partes anatómicas, claramente humanas.
Algunos otros motivos aparecían una sola vez. En una de las obras, una percha de alambre colgaba del pomo de una puerta, proyectada desde un fondo gris moteado. En otra, titulada Canvas (Tela), la tela incluía otra más pequeña, adosada por su frente, cara con cara, a la tela mayor. A una, titulada Drawer (Cajón), se le había insertado el panel frontal de un cajón de madera con dos pomos protuberantes, en la parte inferior, todo pintado de gris.
¿Cuál era la reacción del espectador? Quienes se sentían obligados a dar una opinión, intentaban encuadrar estas nuevas obras en algún esquema histórico. Algunos se desentendían: “Más Dadá, nada que no hayamos visto antes. Después del expresionismo, el sinsentido y el antiarte, como en los años veinte”. Un hostil crítico neoyorquino vio la muestra como parte de un lamentable retroceso, un paso más en el sistemático vaciamiento de contenido del arte moderno. “No gritemos ‘fraude’ antes de tiempo”, escribió un crítico francés. Obedecía apenas a la cautela recomendada por experiencias anteriores, pero lo cierto es que se sentía estafado.
Muchos espectadores inteligentes de Nueva York, en cambio, respondieron con gran entusiasmo, aunque sin poder explicar su fascinación. Un director de museo sugirió que si la obra le gustaba tanto, quizá fuese por el alivio que traía respecto del expresionismo abstracto, ominipresente durante los años anteriores. Pero las explicaciones por la negativa siempre resultan insuficientes. Para algunos, el artista había elegido temas comunes porque quería desautomatizar nuestro hábito de pasar por alto las cosas simples de la vida y así volverlas visibles por primera vez. Para otros, el atractivo de estas pinturas residía en el manejo exquisito de los materiales: el artista había elegido deliberadamente temas comunes para volverlos invisibles, es decir, para que la atención se concentrara exclusivamente en la superficie sensible. Pero estas interpretaciones fracasaban por dos motivos. En primer lugar, no había acuerdo respecto de que las obras estuvieran bien pintadas. (Un crítico neoyorquino de compulsiva originalidad dijo que los temas eran buenos, pero la técnica, pobre.) En segundo lugar, si lo que Johns buscaba era volver invisibles sus temas banalizándolos, entonces sin duda había fracasado, como una joven que cree que pasará inadvertida en su primer baile si se viste con jeans. De haber buscado la reticencia del tema, la pintura abstracta hubiese sido una mejor opción, dado que allí el contenido, como todos sabemos, no cuenta. Sin embargo, los temas de estas obras novedosas eran abrumadoramente llamativos, aunque más no fuera por el contexto en que aparecían. Colgada en un cuartel general, una bandera de Jasper Johns podría haber logrado invisibilidad; colocado en un campo de tiro, un blanco podría haber pasado inadvertido; pero reconstruidos cuidadosamente para ser apreciados de cerca en una galería de arte, daban precisamente en el clavo.
Pocos, al parecer, supieron cómo responder en este primer encuentro con la obra de Johns; algunos celebrados críticos vanguardistas, a su turno, le aplicaron sus cánones de vanguardia ya legitimados, que de pronto resultaron viejos y desechables.
Mi primera reacción fue normal. La muestra no me gustó y de buena gana la habría considerado aburrida. Pero sentí que me deprimía, sin saber muy bien por qué. Pronto empecé a reconocer en mí los síntomas clásicos de la reacción del no iniciado. Estaba enojado con el artista, como si me hubiese invitado a una cena para ofrecerme un plato incomible –estopa y parafina, digamos–. Estaba irritado con algunos amigos por simular que les había gustado, pero a la vez me incomodaba la sospecha de que efectivamente les hubiese gustado, y por lo tanto estaba realmente furioso conmigo mismo por ser tan torpe, y con la situación toda, porque me ponía en evidencia.
Mientras tanto, el recuerdo de las obras perduraba en mí, actuaba en mí y me deprimía cada vez más. Me causaba una clara sensación de pérdida o privación amenazantes. Sobre todo el de una de ellas, una tela bastante grande llamada Target with Four Faces (Blanco de tiro con cuatro caras), en la que había un blanco tricolor (rojo, amarillo y azul), por encima del cual, encerrados en una caja de madera con tapa abisagrada, se habían dispuesto cuatro moldes realistas de un rostro o, mejor dicho, de la parte inferior de un rostro, porque la parte superior, incluidos los ojos, se había seccionado. Para ser una obra de arte, la pintura era extrañamente rígida, y recordaba la objeción de Baudelaire a Ingres: “Ya no hay imaginación y, por lo tanto, ya no hay movimiento”. ¿Qué sentido podía tener? Pensé en el rostro humano desacralizado, brutalmente cosificado, no con alguna intención aceptable de protesta social, sino en forma gratuita, arbitraria. En algún momento, deseé que la obra, como si se tratara de cabezas ensartadas en picas o dispuestas como trofeos, me inspirara la repugnancia del sacrificio humano. Pensé que así el conjunto me resultaría hipnótico y repelente, como un símbolo primitivo de poder. Pero cuando volví a mirar la obra, esa fantasía desapareció. Los rostros –idénticos los cuatro– se reunían allí sin ningún alarde. Aunque estaban seccionados, cortados a la altura de los ojos, no había asomo alguno de crueldad, sino la mera intención de que entraran en las cajas, acomodados en el estante superior como si fueran mercancías. Pero, ¿había allí motivo suficiente para deprimirse? Si la obra no me gustaba, ¿por qué no ignorarla?
La cuestión no era tan sencilla. Lo que en verdad me deprimía era el efecto que estas pinturas podían tener en el resto del arte. Me parecía que las obras de De Kooning y Kline caían de pronto en una misma bolsa con las de Rembrandt y Giotto. Todos se convertían de pronto en pintores ilusionistas. Después de todo, cuando Franz Kline pinta franjas de pintura negra, la pintura se transfigura. Aunque ignoremos qué representa, hay allí al menos la huella de una energía, o una parte de un objeto que se mueve en el espacio en blanco o hacia él. La tela y la pintura representan algo más. El pigmento es todavía el medio a través del cual algo visto, pensado o sentido –algo diferente del pigmento mismo– se hace visible. Pero en este cuadro de Jasper Johns la ilusión parecía llegar a su fin. No más manipulación de la pintura como medio de transformación. Si Johns quiere representar un objeto tridimensional, recurre a un molde de yeso y construye una caja que lo contenga. En la tela, en cambio, sólo pinta lo que es plano: números, letras, blancos de tiro, una bandera. De otro modo, al parecer, todo se reduciría a un engaño, un juego infantil (“hagamos de cuenta que…”). Así, lo plano es plano y lo sólido, tridimensional: así son los hechos, sean o no arte. Ya no hay metamorfosis, ni magia del medio. Me pareció que allí se decretaba la muerte de la pintura, una detención brusca, el fin del camino.
No soy pintor, pero me interesó la reacción de dos famosos pintores abstractos neoyorquinos frente a la obra de Jasper Johns. “Si eso es pintar, renuncio”, dijo uno de ellos. “Yo sigo embarcado en el sueño”, dijo el otro, con resignación. También él creyó que el sueño ancestral de lo que la pintura fue, o podría ser, había sido caprichosamente sacrificado, por un joven quizás demasiado audaz o irreverente para empezar a soñarlo. Como Baudelaire frente a Courbet, pensó que Johns había matado la imaginación.
Las pinturas, mientras tanto, me habían dejado pensando y me invitaban a volver a ellas una y otra vez. Poco a poco algo se hizo patente, una soledad tan intensa como nunca antes había visto en pinturas de mera desolación. En Blanco de tiro con cuatro caras, advertí una extraña inversión de valores. Con una crueldad o una indiferencia despreocupada, lo orgánico y lo inorgánico se equiparaban. La cara seccionada, cegada, multiplicada, se repite allí cuatro veces por sobre la mirada impersonal del centro de un blanco de tiro. Un centro y unos rostros ciegos, pero yuxtapuestos como por costumbre o accidente, sin ningún propósito expresivo. Como si los valores que podrían volver al rostro más preciado y elocuente hubieran dejado de existir; como si quienes podrían sostener o imponer valores semejantes, sencillamente hubiesen desaparecido.
Luego, otra inversión. Empecé a pensar qué era un blanco de tiro en realidad y llegué a la conclusión de que el blanco sólo puede existir como un punto en el espacio, “allí”, a la distancia. El blanco de Jasper Johns, sin embargo, siempre está “aquí mismo”, ocupa todo el campo de la visión. Ha perdido su “lejanía” característica. Después, me pregunté por el rostro humano y llegué a la conclusión opuesta. Un rostro carece de sentido a menos que esté “aquí”. De lejos, es posible ver un cuerpo, una cabeza, incluso un perfil. Pero no bien se descubre que algo es un rostro, deja de ser un objeto para convertirse en uno de los polos dentro de una situación de conciencia recíproca. Cobra una “cercanía” absoluta, como nuestro propio rostro. No hay duda entonces de que en esta pintura de Johns se produce una extraña inversión: mientras que al blanco de tiro, destinado a existir a la distancia, se le otorga toda la cercanía disponible, a los rostros se los destina al estante.
Pensé, una vez más, que la equiparación de esas categorías –indicadores subjetivos del espacio– suponía un punto de vista totalmente deshumanizado. Como si la conciencia subjetiva, la única capaz de dar significado al “aquí” y al “allí”, hubiera dejado de existir.
Entendí enseguida que todas las pinturas de Jasper Johns transmitían una sensación de espera desolada. La tela que mira a la pared espera que se la dé vuelta; el cajón, que se lo abra. La bandera rígida, ¿espera ser izada o reconocida? Los blancos, por supuesto, esperan el disparo. En una de las obras, Johns incluyó una persiana baja que, como cualquier persiana del mundo, espera ser levantada. La percha vacía espera recibir alguna prenda. Las letras, expuestas en forma ordenada, esperan formar una palabra, y los números, dispuestos como en una máquina de sumar, esperan que se los compute. Incluso las figuras de yeso parecen objetos archivados temporariamente con algún propósito. Sin embargo, mientras miramos estos objetos, tenemos la certeza absoluta de que se les ha pasado la hora, nada ocurrirá, nadie levantará la persiana ni sumará los números ni colgará ropa en la percha.
En las obras de Jasper Johns no sólo hay una elisión de lo humano como tema –al igual que en gran parte del arte abstracto–, sino la insinuación de una ausencia, es más (y esto es lo que las hace tan conmovedoras), de una ausencia humana en un entorno creado por el hombre. Finalmente, estas obras me producían la misma sensación que me dejaría una ciudad muerta, pero una ciudad muerta terriblemente familiar. Todo lo que queda son objetos: signos creados por el hombre que, en ausencia de él, se han convertido en objetos. Johns se anticipó a ese abandono.
Esto es parte de lo que pensé mientras observaba las pinturas de Johns. Ahora me enfrento a una cantidad de preguntas, y a cierta angustia.
Lo que he dicho, ¿surge de las obras o es una sobreinterpretación? ¿Acuerda con las intenciones del artista? ¿Refleja la experiencia de otros y por lo tanto garantiza que mis impresiones tienen fundamento? No lo sé. Entiendo que estas pinturas no necesariamente parecen obras de arte, cosa que, se sabe, ha resuelto en el pasado problemas mucho más difíciles que éste. Ni siquiera sé si son arte en realidad, si son extraordinarias, buenas o si se cotizarán en el mercado. Al mismo tiempo, toda la experiencia que he adquirido en relación con la pintura, sea cual fuere, puede resultar un obstáculo o una ayuda y, por lo tanto, estimar el valor estético de un cajón adosado a una tela, por ejemplo, es todo un desafío para mí. Pero nada de lo que he visto en mi vida puede enseñarme cómo hacerlo. Estoy solo en esto, y depende exclusivamente de mí poder valorar lo que veo sin recurrir a las convenciones al uso. El valor que le otorgue a estas pinturas pone a prueba mi coraje personal. Queda en mis manos descubrir si estoy preparado para soportar el choque con una experiencia nueva. ¿El exceso de análisis es una coartada? ¿Me dejo llevar por lo que he oído? Los sentidos que veo en esta obra e intento formular, ¿son elaboraciones para demostrar algo sobre mí o son de por sí una experiencia auténtica?
Preguntas que no tienen fin, para las que no hay respuestas disponibles en ninguna parte. Es la clase de autoanálisis al que puede llevarnos una imagen novedosa, y por eso, ante todo, la obra me inspira gratitud. Me ha sumido en un estado de incertidumbre angustiosa que alcanza al cuadro, a la pintura en general y a mí mismo, pero sospecho que está bien que sea así. De hecho, desconfío de quienes, enfrentados al arte nuevo, suelen saber qué es una gran obra de arte y qué sobrevivirá al paso del tiempo.
El arte moderno se proyecta sin cesar hacia una zona nebulosa en donde no existen valores establecidos. Nace siempre de la angustia, al menos desde Cézanne. Y fue Picasso quien dijo que lo que más importa en Cézanne no son sus pinturas sino su angustia. Creo que una de las funciones del arte moderno es transmitir esa angustia al espectador, para que el encuentro con la obra –al menos mientras su novedad perdura– lo enfrente a un verdadero dilema existencial. Como el Dios de Kierkegaard, las obras nos importunan con su absurdo y su agresividad, del modo en que Jasper Johns me perturbó años atrás. Exigen una decisión en la que descubrimos algo de nuestra propia naturaleza, una decisión que implica siempre, según la famosa expresión de Kierkegaard, un “salto de fe”. Como el Dios de Kierkegaard, que exige a Abraham un sacrificio que viola toda norma moral, la pintura resulta arbitraria, cruel, irracional, reclama nuestra fe y a la vez no promete ninguna recompensa futura. En otras palabras, está en la naturaleza del arte contemporáneo original presentarse como un serio riesgo. Y nosotros, el público –incluidos los artistas– deberíamos enorgullecernos de enfrentar este dilema, porque ninguna otra experiencia podrá parecernos tan real y verdadera; se supone que el arte, después de todo, es un espejo de la realidad.
Leyendo el capítulo 16 del Éxodo, que describe la caída del maná en el desierto, encontré un pasaje muy oportuno:
“Y, por la mañana, en torno al campamento, había una capa de rocío. Al evaporarse el rocío, apareció sobre el suelo del desierto una cosa menuda, como granos, parecida a la escarcha. Cuando los israelitas vieron esto […] no sabían lo que era. Moisés les dijo: ‘Éste es el pan que Yavé da para comer.Yavé manda que cada uno recoja cuanto necesite para comer […]’. Así lo hizo el pueblo de Israel. Unos recogieron mucho y otros poco. Pero cuando lo midieron con el medio decalitro, ni los que recogieron mucho tenían más, ni los que recogieron poco tenían menos. […] Algunos no lo obedecieron, sino que guardaron para el día siguiente. Pero se llenó de gusanos y se pudrió. […] Los israelitas llamaron a esto maná. Era […] de sabor a galleta de miel. Moisés dijo: ‘Guardad una medida de maná para que la vean vuestros descendientes, para que vean el alimento que os di de comer en el desierto’. […] Aarón, pues, llevó el vaso conforme Moisés se lo había dicho, y lo depositó delante de las tablas de las Declaraciones divinas.”
En este punto interrumpí la lectura y pensé que el arte contemporáneo se parecía mucho a ese maná; no sólo porque era una bendición, porque era un alimento en el desierto o porque nadie terminaba de entenderlo (“no sabían lo que era”).Tampoco porque una parte se destinó muy pronto al museo (“guarden una medida de maná para que la vean sus descendientes”) y ni siquiera por su sabor, que aún hoy sigue siendo un misterio, puesto que la frase aquí traducida como “galleta de miel” es en realidad una conjetura; la palabra hebrea no vuelve a aparecer en la literatura antigua y nadie sabe su verdadero significado. De ahí la leyenda de que el maná le sabía a cada hombre según su deseo; aunque llegara de afuera, el sabor del maná era creación de cada uno.
Lo que en verdad justifica para mí la analogía con el arte moderno es el siguiente mandamiento: recójanlo cada día, cada cual en la medida que necesite, y no lo acumulen como si se tratara de un valor asegurado o una inversión para el futuro; hagan más bien de la recolección diaria un acto de fe.
Traducción: Silvina Cucchi y Maximiliano Papandrea
Imágenes [en la edición impresa]. Henri Matisse, Le bonheur de vivre (La alegría de vivir), 1906, p. 37. Jasper Johns, Canvas (Tela), 1956, p. 38; Numbers in Color (Números en color), 1958, p. 31; Target with Four Faces (Blanco de tiro con cuatro caras), 1955, p. 33; Drawer (Cajón), 1957, p. 34.
Leo Steinberg nació en Moscú en 1920 y se formó en Artes en Londres y Nueva York. Fue profesor en las universidades de Nueva York y Pensilvania, y Meyer Schapiro Chair en la Universidad de Columbia. Entre sus libros publicados se destacan Other Criteria. Confrontations with Twentieth-Century Art (Oxford University Press, 1972), de donde se ha extraído este ensayo (reproducido con autorización expresa del autor); Michelangelo’s Last Paintings (Oxford University Press, 1975); The Sexuality of Christ in Renaissance Art and in Modern Oblivion (University of Chicago Press, 1983); Encounters with Rauschenberg (University of Chicago Press, 1999) y Leonardo’s Incessant Last Supper (Zone, 2001).
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