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Ricardo Zelarayán, Ahora o nunca. Poesía reunida, Buenos Aires, Argonauta, 2009, 281 págs.; Juan Carlos Bustriazo Ortiz, Herejía bermeja, Buenos Aires, Ediciones En Danza, 2008, 206 págs.; Jorge Leónidas Escudero, A otro hablar, Buenos Aires, Ediciones En Danza, 2001, 125 págs.
El título de la Poesía reunida de Ricardo Zelarayán –Ahora o nunca– parece prolongar la ironía de un escritor que insiste y persiste, que viene escribiendo desde hace casi cuarenta años, pero que no habría tenido como meta la publicación. A pesar de ello, desde La obsesión del espacio, Zelarayán está presente entre aquellos nombres que resuenan, emblemáticamente, y entre los poetas que deben leerse como forma de iniciación. Precisamente ese libro, publicado en 1972 y nunca reeditado hasta 1997, contiene su poema más célebre, más influyente y “misterioso”. Me refiero a “La Gran Salina”. Allí leemos que “La palabra misterio ya no explica nada. / (El misterio es la nada y la nada no se explica por sí misma.)”. Y de lo que se trata en el poema es de objetivar, mostrar la nada de las palabras muertas a través de una cosa, la cosa de la obsesión, algo situable en el espacio, como un tren solitario cruzando de noche la Salina Grande al norte de Córdoba. El poema se hace “misterioso”, siempre tomando las palabras con pinzas que se levantan y dejan ver su nada, porque nada explica que el personaje que escribe piense una y otra vez en el desierto blanco de sal, salvo quizás el desplazamiento de una asociación a otra, desde el salero que se tiene adelante, sobre una mesa, mientras se espera el almuerzo, donde el ritmo inesperado hace trepidar platos, cubiertos, cosas, vistas del instante, hasta la sal no enfrascada, inimaginable, de las sombras que pasan por la Gran Salina. Pero cuidado, lo más importante acaso de aquel libro de Zelarayán se esconde en la modestia de su “Posfacio”, en el que agradece a las charlas perdidas, al lenguaje de los chicos, a la distorsión de las borracheras, por ciertas “cositas” que salen, formas de decir, que serían la única fuente de la poesía. En esa declaración de principios, Zelarayán reitera lo que el contraste imaginario entre la salina y el almuerzo urbano podría hacernos olvidar: la única realidad es el lenguaje. Al menos si se quiere hacer poesía, para otros actos y palabras puede haber más, tal vez un efecto o un antecedente de las cosas dichas. El origen entonces de “La Gran Salina” no es tanto una dislocación espacial, un aquí que se corta con interrupciones de un allá, sino más bien un desplazamiento continuo por la línea de las frases, los versos, que atraviesan a la vez lo banal y lo indescriptible, el cuerpo que espera el almuerzo y el rumor que lo invade, lo ocupa, que impone su acto de intromisión en el blanco salado del silencio y parece decir: “acá me pongo a escribir”.
Vuelvo al “Posfacio” de La obsesión del espacio: “Cada persona tiene su propio discurso permanente, un río perenne y subterráneo que constantemente amenaza desbordarse. La mayoría de la gente le pone diques, pero así y todo a veces su rumor se escucha”. De manera que escribir algo, llámese poema u otra cosa –que sería “poesía” por otros medios, con otra escansión–, implica atender a lo que se oye decir, ya sea que provenga de los otros o de ese rumor continuo y propio de cada uno. Sin embargo, no se trataría de un registro o una transcripción de fragmentos escuchados, sino de tomar el rumor como material, hacerlo variar e incluso desvariar. Tampoco busca Zelarayán la imitación de una supuesta oralidad a través de modismos o giros que representarían algo típico. Su uso de los refranes es más bien musical, como un músico de jazz experimental que tomara una pieza popular y la arreglara hasta volverla irreconocible.
Más de la mitad de la Poesía reunida consta de escritos inéditos, que incluyen variantes de poemas anteriores o distintos estados de un mismo tema. Hay hasta cuatro “versiones” de un poema. Podemos pues inferir que Zelarayán ha seguido explorando esa música que al mismo tiempo inventó y descubrió. Parece que leyéramos algo que estaba ahí, latente, en ciertas entonaciones de nuestras charlas olvidadas, y no obstante asistimos con asombro al hallazgo insólito de lo que se escucha literalmente. El fluir inagotable, murmurante, del lenguaje no tiene cauce, se desborda en la vida que lo sostiene y a la cual le da una mirada, un tacto, acaso un pensamiento. Doy un ejemplo, un pequeño dístico en medio de un poema titulado “Los días muertos”, dentro de los inéditos, para pensar esta cuestión: ¿cómo lo ya dicho, lo siempre ya leído que condenaría al lenguaje a un gélido destino de sistema, de repetición y combinación mecánicas, se convierte en lo siempre nuevo, la apropiación rítmica de la vida sobre lo decible? Zelarayán escribe: “El polvo de las miradas muertas / no cabe en los puños de nadie”. Sería a la vez inventar un refrán y descubrir una potencia latente en la lengua. Pero a partir de ahí no se construye nada, tan sólo se hace sonar el vacío en el habla, que es la forma en que suena un cuerpo, lo que vive.
De Juan Carlos Bustriazo Ortiz también podríamos decir que es un hablado por la poesía, según la teoría de Zelarayán. Su dictado incluso parece más violento, más difícil de orientar, de transformar en alguna cosa redonda o unitaria que llamaríamos “poema”. De allí que el idioma que lo atraviesa le imponga sus neologismos, sus acuñaciones campesinas, la mezcla de palabras, la fuga de la sintaxis. Sin embargo, su torrente rítmico no se origina tanto en la experimentación con las palabras sino que más bien, a pesar de sus apariencias de transgresión formal y de invención léxica, parece provenir de cierto arcaísmo. Es sabido que, salvo quizás en la novela y por culpa de los románticos de Jena, la literatura no progresa. Menos aún lo que llamamos “poesía”. Su figura se mantiene, hierática, desde el origen, atendiendo a ritmos y hablando del deseo, bastante ajena a los imaginarios modernos de la voluntad, el proyecto y la representación del mundo. Bustriazo Ortiz en tal sentido es un poeta originario, que actualiza de golpe esa violencia involuntaria del ritmo. Pero justamente su sistema rítmico sigue la métrica. A un oyente actual, acostumbrado al atonalismo versolibrista y a la lectura de traducciones literales, hacer versos de nueve o de once sílabas le costaría una demora: dejar la birome para poder contar las sílabas con los dedos de ambas manos, o teclear disimuladamente sobre el papel con la mano libre. De allí que en varios libros de Bustriazo, pasados gráficamente a una prosa sin puntuación, nos cueste un momento reconocer la métrica regular, que para él es una naturaleza, no una técnica. La poesía –para hacer una prosopopeya– le habla en octosílabos, metro folclórico, eneasílabos y endecasílabos, el gran verso barroco, romántico, modernista e incluso antipoético si llegamos a Parra.
En la recopilación Herejía bermeja, que recoge una parte sustancial de la obra de Bustriazo a la que se puede acceder, el primer conjunto, “Elegías de la piedra que canta”, de 1969, tiene una base de nueve sílabas. Transcribo las tres primeras líneas, simulacros de versos transgresores: “y cuidarás las ovejitas verdes del monte paridoras oh / baladoras sus orillas hasta el confín de sus balidos / luego serás que laguniñas niñaslagunas monteadoras”. Y ahora pongamos las barras que corresponden al sonido que origina, y acaso enloquece, la voz de este poema: “y cuidarás las ovejitas / verdes del monte paridoras / oh baladoras sus orillas / hasta el confín de sus balidos / luego serás que laguniñas / niñaslagunas monteadoras”. Es verdad que la rima y la asonancia facilitan que el oído detecte esta regularidad métrica. Pero acaso podamos vislumbrar allí de qué manera la lengua nueva que se da Bustriazo es una obediencia a ritmos. Aunque no se trata de usar la regularidad métrica para expresar algo con un accesorio musical, con riqueza áurea, sino que la reiteración de los acentos despoja más bien el habla, la enfrenta a su nada. Bustriazo murmura en un desierto: en algún lugar hay un perro, destinado a vida breve e incierta; en otra lejanía, una charla aislada; en todas partes, el sexo, la amada cuyo cuerpo es el objeto sustitutivo de toda esa naturaleza parca; de tanto en tanto, dos especies de flores, la flor del abandono, la flor del exterminio.
¿Dónde crecen estas flores? ¿Dónde nacen las palabras nuevas? En troncos que parecían ya secos: “remotura” y “milongura”, en un poema del libro Las yescas, salen a la luz desde un adjetivo y un sustantivo respectivamente, pero se originan en los endecasílabos imperiosos que las requieren, que además sólo existen para que se pronuncie la única pregunta lacerante del poema: “dónde vive la flor del abandono”. Bustriazo está a la intemperie. Su vida, su nomadismo, su percance psiquiátrico (Bustriazo fue paciente del Hospital Lucio Molas de Santa Rosa desde la década del ochenta, con varios períodos de internación, hasta el último entre 1991 y 1994) no son exteriores al ritmo que escucha, a la lengua que reinventa para obedecerlo. Otro arcaísmo, o más bien otra fidelidad al origen: una obra es inseparable de una vida. Y una vida, por más cultivada que sea, no deja de ser un cuerpo, es decir, naturaleza, algo que vive y muere. Bustriazo escucha eso: “ese trago de ayer no me recuerda, la tormenta en el árbol rumorea, zumba el árbol, susurra, canturrea, en el fondo del patio letras blancas”. Y en ese abandono, que es una manera de la escucha, el poeta, aferrado a lo único que tiene pero que no posee, lo que le llega sin convertirlo en dueño o en maestro, pide piedad, la duración momentánea del afecto, en once sílabas: “no me prendas la flor del exterminio”.
Jorge Leónidas Escudero hace poemas, con su título, su tema y hasta su desenlace; algo que tal vez no pueda decirse de Zelarayán en la mayoría de los casos, ni mucho menos de Bustriazo, que no habla de nada, antes bien es hablado por un paisaje vacío. Sólo que Escudero hace poemas raros, que no se asientan en una determinada creencia sobre lo poético. De allí la ironía, la suspicacia, la rabia con las que menciona la poesía. Las naderías de lo que se suele llamar así lo irritan, lo enardecen hasta torcerle el idioma hacia una oralidad socarrona y despectiva: “Muchoj escribidore se dan güelta el celebro / y como a bolsillo vacío naa les cae”. Sin embargo, cuando se olvida del resentimiento, Escudero puede hacer mejores versos, sobre todo si recuerda lo anterior a la poesía, que también es lo que quedará después: las aventuras en la montaña, los personajes mudos del trabajo manual, los animales. Esa rememoración o retorno de lo vivido produce también alteraciones en la lengua, pero ya no un falsete gauchesco, sino una intromisión abrupta del silencio, de la montaña como presencia muda, en el supuesto poema. “Camino de la Poe” se titula un poema del libro Tras la llave de 2006 donde, luego de describir las operaciones banales de toda escritura, la evaluación de palabras, la corrección, la atención a un ritmo, pregunta: “¿Para qué todo eso sino / ir a un horizonte o país allende / el farfullar de sombras? Va / rumbo a desconocida palabra luminosa”. Y este ir en camino adonde nunca se llega, porque lo desconocido no puede ser una palabra y las palabras no brillan, va modificando lo escrito más que cualquier operación buscada. El idioma se torna impersonal. ¿Quién va? Nadie. La cosa se habla sola.
En uno de los últimos libros publicados por Escudero, Caza nocturna, de 2007, se encuentra una imagen para la extraña actividad de acumular poemas: no hacerlos sino cazarlos, perseguirlos. O ni siquiera, porque no se busca el poema sino una salida, el “allende”, para usar el arcaísmo de Escudero. Por un lado, en la prolongada analogía entre escritura y cacería, se produce una tensión hacia afuera, se trata de encontrar una salida: “salir / desto de siempre donde no hallo / y sigo buscando”. Pero por otro lado, más allá del poema no hay nada, y lo escrito antes bien probaría que ni siquiera hubo alguien, un cazador avezado, un experto de las palabras, puesto que “eso”, el poema, salió solo, se hizo sin nadie. Leo: “Creíste ser el creador de eso / cuando era el otro, / el que está escondido siglos y siglos atrás / y te habló porque estabas propicio a escucharlo”. De modo que el cazador no persigue a su presa, sino que la espera, caza con trampa, con algo que se dispara solo. Hablando siempre de esa actividad apasionante y decepcionante a la vez, la “poe”, Escudero advierte: “Les digo, ese fenómeno / es un esquivo animal que sólo se caza / cuando la flecha se dispara sola”. Escribir: esperar en silencio, en la oscuridad, atender, propiciar, hasta que salga “eso”.
Tres poetas rápidamente revisados, entonces, que parecen a primera vista, por sus tonos, sus ritmos, sus formatos de poema, bastante diferentes. Sin embargo, tendrían al menos dos rasgos comunes: un extrañamiento de la lengua, de la literatura que alguna vez la fijó, por la incidencia de ciertos giros de la oralidad, por la escucha de un habla; y el habla es justamente el segundo rasgo que los une, no un registro de modos de hablar ni de charlas pintorescas, sino el pensamiento del poema como un acto de habla sin dueño, que hace del poeta un vector de poesía, según Zelarayán, un oyente del cielo nocturno, según Bustriazo, o un hablado por lo otro, “muñeco del ventrílocuo”, según Escudero.
¿Qué resultado surge de todo esto, si es que la lectura de poesía debe proponerse algún resultado? La forma de poema queda drásticamente alterada. Sin embargo, esta apariencia moderna se sostiene en la obediencia a lo arcaico del género ritmado que llamamos aún “poesía”. Son tres poetas que escuchan algo, atienden al retorno de los cuerpos que hablan alrededor, las vueltas de la naturaleza, del deseo, de la inminencia de la muerte que vibra y hace resonar cada verso como si fuera el último y ya después llegase al fin la nada.
Imágenes [en la edición impresa]. Eduardo Navarro, De 1912 a 1942 (2008), dibujo en lápiz sobre hoja A4.
Lecturas. La primera edición de La obsesión del espacio (1972) de Ricardo Zelarayán apareció en Corregidor. Un cuarto de siglo después, en 1997, se reeditó en Atuel. En Ahora o nunca. Poesía reunida se incluyen ese y otros dos libros, Roña criolla y Traveseando, junto con una gran cantidad de inéditos. La edición de Herejía bermeja de Juan Carlos Bustriazo Ortiz reúne una muestra considerable de toda su obra con poemas de nueve libros, edición y prólogo de Cristian Aliaga y otros materiales. De Leónidas Escudero, aparte de la antología A otro hablar (que recopila textos desde 1970), Ediciones En Danza ha publicado Verlas venir (2003), Andanzas mineras (2004), Endeveras (2004), Divisadero (2007), Tras la llave (2007) y Caza nocturna (2007).
Silvio Mattoni es autor de, entre otros, los libros de poesía Tres poemas dramáticos (1995), El país de las larvas (2001) y El descuido (2007). Da clases de Estética en la Universidad Nacional de Córdoba. Parte de sus ensayos están reunidos en Koré (2000) y El cuenco de plata (2003).
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