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Ritmo, registro y deseo

POESÍA

 

En torno a la obra del poeta cordobés Joaquín Vera y de sus singulares publicaciones, casi secretas.

 

Joaquín Vera nació en Río Cuarto en 1959. Su primer libro ya tiene, al menos en su concepción y su organización, una complejidad inusitada. Por lo que podemos suponerle el conocimiento de gran parte de la poesía moderna y sobre todo de la poesía argentina contemporánea. Ese libro, La calidad de la luz, de 1993, contiene veinticinco poemas bastante extensos, narrativos, que un lector provinciano podría considerar entonces prosaicos debido a sus minuciosas descripciones. Cada uno de los textos tiene como título un año, desde “1935” hasta “1980”, pero la relación de lo que cuentan con esas fechas se va revelando en su carácter azaroso, de objet trouvé, cuando uno descubre que los poemas se reducen, en principio, a descripciones de fotografías. Por sus referencias, su naturaleza documental o de álbum familiar, en ocasiones es posible descubrir los orígenes de algunas de tales fotos: viejas revistas, retratos con pretensiones artísticas, registros grupales de fiestas familiares. Lo que uniría dichos soportes de la poesía de Vera es que nunca falta en ellos la figura humana. De allí que a la prolijidad descriptiva de los primeros versos de cada pieza, que intentan reconstruir con palabras el lugar, la vestimenta, las poses, suceda una por momentos cautivante, por momentos repetitiva enumeración de los rasgos de los personajes. Así, con una retórica propia de las novelas realistas del siglo XIX, pasamos del registro de lo puramente visual a una suerte de caracterología del rostro. En uno de los varios poemas que se titulan “1980”, quizás basados en fotos privadas del autor, leo:

 

Tendría entonces unos trece años, la frente

escondida por el flequillo que roza

las cejas, demasiado grandes para esos ojos

pequeños y fijos, mirando hacia delante

con su brillo pardo, separados

por la línea de su nariz, que leve

se alza del fondo claro de su cara,

como si nunca acabara de formarse.

 

Luego hay cinco versos sobre los labios, ocho sobre la posición de la cabeza, hasta que recién pasada la mitad del poema, en los últimos veinte versos, aparece el verdadero sentido de ese afán descriptivo. Y es también lo que acaso diferencia a Vera de la poesía argentina más apegada a la descripción y que la urgencia crítica pudo agrupar vagamente con el nombre de “objetivismo”. Porque Vera hace narrar acontecimientos a la expresión de sus personajes, como si les transmitiera un pasado no dicho –puesto que él sigue la tercera persona–, y nunca se conforma con lo meramente visivo. La preferencia objetivista por las cosas antes que por las personas –al dictado de la cual sobre todo se reprimía el excesivamente personalista “yo” de los viejos poetas– es sustituida en Vera por su elección de sujetos, primero vistos, descriptos, pero de inmediato adivinados, como escuchados a partir de un misterioso desciframiento de las caras y las fechas, donde la edad de la persona se ocultaría en el momento diferido del poema, lo que conduce al autor a numerosas especulaciones sobre el presente, sobre lo que habrá sido de cada uno de sus personajes encontrados al azar. Por ejemplo, el mismo poema que citamos termina así:

 

para quien la mirase reírse ahora

tras duplicar su edad (ese pasado

de niña seria, ¿es el origen de su risa?),

decir dónde estará sería imposible.

 

En estas citas, que no le hacen justicia al encadenamiento de múltiples subordinadas que se impone en el libro, puede notarse acaso otro rasgo distintivo de la poesía de Vera: el ritmo. Tal vez debido a cierta incompetencia para medir los versos unida a una nostalgia por la tradicional regularidad cuantitativa del género, Vera escande y acomoda sus abruptos encabalgamientos, versifica su prosaísmo a veces hierático dentro de un rango que casi nunca baja de once sílabas ni supera las trece o catorce. Incluso por momentos esa andadura regular de los versos parece dictarle las contadas infracciones a la impersonalidad del narrador y lo hace caer en exclamaciones, preguntas retóricas, instantes de compasión hacia los personajes de las fotos, a quienes les imagina una vida y por lo tanto una dosis de sufrimiento.

Pero la obra de Vera no sería más que un hallazgo puntual, meritorio por cierto en un poeta del interior de una provincia bastante aislada literariamente a principios de los noventa, si no fuese por otros dos libros posteriores, tan diferentes entre sí que podrían leerse como construcciones de personajes o hasta como plagios de sendos poetas intensos (pero menores) de otras lenguas: El chico, de 2000, y Lo que me pasa, de 2006. No sé si la infidencia vale correr el riesgo que implica, pero lo más llamativo de esos libros es que el “yo” casi innegablemente autobiográfico de ambos cambia de orientación sexual y pasa de pormenorizados poemas sobre mujeres, sobre enamoramientos y rupturas, levantes y concubinatos, a una serie de notas en versos, muy breves, donde se contemplan con embeleso los cuerpos florecientes de jóvenes efebos, casi inalcanzables en la atmósfera pueblerina y pacata en que se muestran, pero tal vez por eso mismo más deseados. Quizás la primera de ambas colecciones que podríamos llamar eróticas (y la menos original) se haya originado en la imitación de ciertos puntos de la larga tradición lírica que va desde la dama de la poesía provenzal hasta la prostituta con pose de dandy de Baudelaire, ambas unidas por un hilo delgadísimo pero irrompible y que podría traducirse en una palabra: distancia, lejanía irreductible que la proximidad de los cuerpos no hace más que acrecentar. Pero digamos que las premisas sexuales del autor sólo interesan hasta cierto punto, como escribió Sergio Chejfec en un memorable libro sobre la forma de vida de alguien que hace arte. Según Chejfec, se trata del punto “donde su obra se hace posible”, y añade que “por cierto esto debería ser válido para todas las preguntas sobre los presupuestos técnicos, estéticos y morales de los artistas”.

De todos modos, en El chico se destaca un poema no amoroso, que le da título al libro, y que relata en más de setecientos versos el paso de la infancia a la adolescencia de un narrador bastante novelesco. Salvo que en la mitad del poema se demora, para no abandonarlo más, en un personaje ominoso llamado Biedma, y a través de él pareciera que la historia, su violencia, su arbitrariedad, entran en la obra de Vera. Sin embargo, la aparición de este personaje, un comisario, ya se viene anunciando en las alusiones al entorno del “chico” visto desde la madurez del narrador. Así cuando leemos:

 

Recuerdo que al volver de vacaciones

vi que a aquel mundo mío alguien le había

aplastado la cara. Sangre y fuego.

 

Pero finalmente toda una atmósfera opresiva se materializa en el comisario, su rostro opaco, su estulticia, la peligrosidad de los estúpidos que extraen su goce de un súbito, para ellos imprevisto acceso a una posición de poder.

 

Ahora quiero hablar de Biedma. Antes

vigilaba la puerta del Banco Provincia

adonde iba la gente a cobrar el sueldo

eufórica y en fila. No lo veo como

entonces. No lo veo de otra forma

que vestido de negro con el revólver listo

y su culata de madera. El simbolismo

es flor que crece en épocas oscuras.

 

Luego se describe una escena en un bar, donde el chico y su padre conversan auxiliados por una manifestación local, casi pintoresca por lo reducida, con que una parte de los habitantes del pueblo (o ciudad) expresaba su entendimiento del país y acaso del mundo.

 

Hablamos de política y recuerdo,

o creo recordar, que pensé entonces

que no hacía falta la revolución

(no hablo de la política) porque

de noche, en un café, se puede tener padre.

 

Pero llega el comisario con su uniforme excesivo, su dominio de la información del pueblo, y agarrándose de su arma acusa al padre de orquestar la manifestación. Y lo que sorprende al narrador, aquel chico que entonces descubría muchas cosas, no es tanto la forma en que su padre se excusa y logra evadir la acusación, el peligro, sino las muchas veces en que escuchó contar aquello, la voz del padre extendiendo innecesariamente la corta escena con el comisario, y advierte en ese exorcismo de palabras, en la proliferación de cláusulas parentéticas, el despuntar del miedo. Porque, justamente, lo trágico del poema se aloja en ese no expresado miedo que contrasta con lo ridículo del personaje que lo suscita. Esa caricatura seudomarcial que hasta podría hablar, si el poema lo requiriese, en un habla costumbrista, sin las “eses” finales y siempre gritando de más, tiene en sus manos transpiradas e impulsivas la posibilidad de matar. Al final del poema, el comisario cae en desgracia, es destituido, cambia la orientación de la obediencia del pueblo y se lo declara muerto, solo y execrado. Vera termina así:

 

Y como nunca fui un existencialista

del barrio Saint-Germain no creo que el miedo

sea un tema filosófico o poético.

Pero muchos hombres tuvieron miedo

y hay que hablar de ellos. Hay que decir

también que Biedma tuvo miedo y dio

miedo a mucha gente, a mi padre y no tanto

a mí, a otros bastante más, y a otros

tanto como tenía él, o todavía más.

 

El libro más reciente de Vera, Lo que me pasa, también lo hizo más conocido, por ser el primero que tiene un editor que lo distribuye y que se publica con un subsidio de la Municipalidad de Córdoba. No obstante, frente al largo aliento de los anteriores, sorprende en él su carácter casi fragmentario, ya que está compuesto de brevísimos apuntes, puñados de versos que parecen originarse en la contemplación de rápidas escenas urbanas. Una buena parte de tales anotaciones, rítmicas pero invadidas de ripios y repeticiones que indican, si no es que simulan, un acto de percepción instantánea, están concentradas en un tipo de personaje: el muchacho en moto, ya sea el ciclomotor de las comidas a domicilio o la “enduro” de los jóvenes burgueses, que de todas maneras no se distinguen de los arrebatadores de carteras. Todo indicaría que Vera se ha trasladado a una gran ciudad, o que la imagina, y allí se deslumbra ante la belleza física, ante las caras hoscas pero perfectas de esos efebos ansiosos, que el poeta transfigura y supone anhelantes, como si algo insólito, inhumano diríamos, los habitara. Transcribo uno de esos “apuntes del natural”, por llamarlos de algún modo:

 

La vieja plazoleta melancólica

recibe olor a río. Y levantan

vuelo palomas. Pero en la memoria

insiste y encandila con su propia

luz el vuelo del chico de la moto

que se da vuelta y le dice a su amigo

con hálito melódico: “¿Estás solo?”

 

Incluso el ritmo, tal vez debido a la concisión de los temas, se ha agilizado un poco en estos poemas de Vera, numerados y sin título, a veces con someras indicaciones de lugar y época del año, como el que lleva al pie la referencia “Córdoba, primavera” y empieza:

 

Lleno estaba de luz el colectivo

solitario y seguro. De improviso

llegó mi amigo: era aún más lindo

bajo un pálido fuego occidental.

Este sol de septiembre, cuánta luz

les agrega a los ojos de las cosas

apenas esmaltadas, cuánta muerte

al que baja la loma de la vida.

 

Este costado contemplativo, epifánico de lo que Vera registra en el muchacho bello, ha hecho que se comparara su último libro con el impulso de la poesía mística, debido a cierta idealización del amado que en el mismo instante en que se manifiesta parece mostrar su naturaleza inaccesible y para siempre lejana. De nuevo, pareciera que asistimos a la recreación de la dama provenzal y stilnovista bajo la figura del chico moderno y distante. En una de las pocas reseñas que ha tenido la obra de Vera, el periodista Pablo Ávila escribió: “Más que entregarse, o adueñarse, aunque sólo sea por unos momentos, del objeto de deseo, lo que verdaderamente le interesa a Vera es saber que, aunque pertenezca a ‘otro mundo’, el muchacho está allí, que puede enmarcarlo, fijar su contorno, sus formas inasibles, observar atenta y minuciosamente sus gestos y sus encantos aun cuando estos no siempre se concedan ni se vean estimulados bajo la audacia tenaz de su mirada ardiente”. Sin embargo, esta observación general tiene numerosas excepciones, sobre todo en los poemas más breves donde lo que se evoca es la ausencia, la desaparición del chico antes de la escena de escritura. Por ejemplo, en el extravagante terceto:

 

¿Qué queda de una fiesta

donde dioses azules

cabalgan sus zanellas?

 

Pero es cierto que la mayoría de los apuntes en verso de Lo que me pasa tienen un eje visual, de cuadro con grupos de jóvenes o con figuras solitarias contra un fondo impreciso, de tal modo que un color puede volverse sinécdoque de esa belleza en fuga, que en muchas ocasiones le recuerda al poeta su propia juventud, a manera de nostálgica mirada retrospectiva. Así, en el poema que dice al pie “Villa María, verano”, es posible advertir esta relevancia de un tono, el fondo verde que lo invade todo, y que en cierto modo representa la exuberancia sexual de los muchachos activos. Como en otros poemas, el deporte o la agitación nocturna de cuerpos en su punto de eclosión precisa son momentos privilegiados desde la óptica casi monomaníaca de Vera. Leo:

 

Los verdes claros ahora se mueven

caprichosamente al viento. Aún duerme

el agua aunque parezca abrir los ojos.

Corren los chicos en el pasto como

si los llevara el viento. Pero sólo

mi alma está dispersa y bajo un rayo

vivaz (oh, juventud) de sus camisas

blanquísimas calcadas en el verde.

 

¿Acaso la primera impresión del “verde” que agita ese viento percibe lo mismo que hay en el fondo de las manchas blancas de las camisas? ¿No hay allí una potente elipsis de los torsos desnudos que se evocan aún más por su ausencia, al no ser nombrados? También los muchachos parecen agitados por el viento, pero no son parte del pasto, y entonces el viento que reciben, que sienten, se modifica por completo. Con un color, un clima, casi sin describir nada, Vera hace la pintura de lo que más desea, lo sensible que resplandece a lo lejos y que sólo en la fugacidad de un instante acaso pueda tocarse. Tocar es la meta, ver es el lento destino de las palabras que se están escribiendo.

Cada libro de Vera, aunque poco difundido, ha despertado el interés de los lectores de poesía, sobre todo porque nada permite prever lo que podrá seguir escribiendo. Según señalan las brevísimas solapas de sus publicaciones, estaría viviendo actualmente en una localidad de las sierras del sur de Córdoba, Alpa Corral, donde quizás escriba una poesía distinta, nuevamente, pero es probable que mantenga esa precisión en las imágenes, esa adhesión a un ritmo naturalizado, esa búsqueda de una aprensión verbal de las sensaciones que lo vuelven, más allá de sus reminiscencias clásicas, un poeta ineludiblemente contemporáneo.

 

 

Imágenes [en la edición impresa]. Alicia Mihai Gazcue, Suceso (1999), p. 25; Suceso III (1999), p. 26.

Lecturas. Obras de Joaquín Vera: La calidad de la luz, (Río Cuarto, Ediciones Pehuén, 1993); El chico (Río Cuarto, Ediciones Pehuén, 2000); Lo que me pasa (Córdoba, Juan José Ferrero Editor, 2006). Además: Martín Sosa, Antología de la poesía moderna de Córdoba (Córdoba, Mundi, 1998); Pablo Ávila, “El poeta flâneur”, en La Voz del Interior, (Córdoba, 15 de mayo de 2006) y Sergio Chejfec, Baroni: un viaje (Buenos Aires, Alfaguara, 2007).

Silvio Mattoni es poeta y crítico. Sus últimos libros de poemas son: Poemas sentimentales (Buenos Aires, Siesta, 2005), Excursiones (Córdoba, Alción, 2006) y El descuido (Córdoba, Recovecos, 2007). En ensayo, El cuenco de plata (Buenos Aires, Interzona, 2003).

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