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Ninguna idea cede lugar fácilmente

PSICOANÁLISIS

Toda teoría deja residuos inquietantes para las teorías que la reemplazan. Aquí se cuenta cómo un trastorno de la percepción, que sacude la fe científica de un estudiante de medicina, con el tiempo lo llevará a preguntarse si los saltos de un paradigma de conocimiento a otro son tan netos. Hoy, como psicoanalista, el autor tiende a creer que no. Contra lo que suele aceptarse, el mismo Freud siguió considerando hasta muy tarde las bases cerebrales de las patologías del alma.

 

En las vacaciones de mi segundo año en la facultad de medicina, sufrí una crisis súbita de plenitud del sentido que se prolongó hasta bien avanzado el mes de abril. Tenía como antecedente inmediato otra, acontecida a mediados del primer año, desencadenada por causas semejantes aunque con secuelas mucho más volátiles. El impacto debido a la palpación del tubérculo de Darwin remitió, en efecto, de un día para el otro, devolviéndome al escepticismo vulgar. Pero, por efímero que haya sido, logró que volviera a creer que todo encajaba secretamente con todo; al verificar la existencia del tubérculo de Darwin en el pabellón de mi oreja, los accidentes del cuerpo tenidos por insignificantes se enlazaron a los movimientos milenarios de la especie. Me explico: la revelación vino con el tercer tomo de la venerable Anatomía humana de Testut y Latarjet abierto en la página 737; allí me entero de que ese muñón imperceptible, esa retirada cicatrizal testimoniaba la abdicación del genoma humano a conservar la oreja puntiaguda del Macaccus rhesus, de la mayor parte de los grandes simios y de prácticamente todo el reino animal.

Según lo previsto en el riguroso dibujo a pluma de los anatomistas, la pinza del índice y el pulgar encontró indefectiblemente el tubérculo en la esquina superior externa de la curva del pabellón. Con ese insospechado clítoris auricular entre los dedos y su explicación científica, primero me humillé, admitiendo que estaba hecho de una coacción de constantes y de fuerzas acéfalas. Después me regocijé: al fin y al cabo, gracias a Darwin y a los nuevos avales de la embriología de la oreja, se estaba agrietando la compacidad de ese desconocimiento abisal.

Se trataba de un retorno inesperado al bienestar de la fe: yo no había elegido la carrera de medicina como senda de la verdad, sino por resignación burocrática; el título de médico era el único que habilitaba al ejercicio legal del psicoanálisis en la Argentina y, luego de la gran matanza, era patente que esa reglamentación no cambiaría bajo un orden militar que parecía venido a establecerse indefinidamente. Ahora bien, el sentimiento oceánico traído por esa revelación anatómica fue imprevisto aunque no inédito. Me devolvía, en el registro de la biología, lo que antes había venido del voluntarismo político. Entre los catorce y los diecisiete años creí, quiero decir, creíamos (era apenas un monaguillo en aquella misa) saberlo todo a propósito del curso inexorable de la Historia. Tanta confianza acabaría replegada por el desconcierto, el dolor y el miedo; sin embargo, la refutación práctica de semejante fe misionera no sepultó todas sus premisas y apreciaciones. Por eso, la lectura de la página 738 del Testut y Latarjet, que siguió a la pausa del asombro, trajo una cura relámpago. Me enteró de que Cesare Lombroso se había convertido en el maldito Lombroso después de experimentar un estupor semejante con los tubérculos de Darwin. Apenas le bastó dar un pequeño paso para homologar el tránsito del simio al hombre al pasaje de la violencia al orden social. Dedujo que los violentos eran mitad hombres y mitad simios; luego, que la exploración anatómica de los vestigios evolutivos podía alcanzar valor de policía.

Por ejemplo, según sus mediciones, el 37,25% de los ladrones, los estafadores, los violadores y los salteadores de caminos tenían orejas en asa. ¿Por qué no vigilar a los orejudos preventivamente? Por fortuna, Testut y Latarjet demostraban con estadísticas de grandes números e indignación republicana que “las gentes honradas presentan la oreja tan mal orlada como los asesinos y que los signos que se han descrito como estigmas de degeneración se encuentran en la misma frecuencia en todas las clases sociales [sic]”. La prudencia de la observación volvía a sustituir la precipitación de las creencias visionarias.

Como lo anticipé, al término del segundo año recaí en estado de gracia. Esa vez, las lonjas microscópicas de la Histología y las coreografías funcionalistas de la Fisiología resultaron las llaves de otro magnífico orden oculto en uno mismo. La grandiosa arquitectura del organismo funciona sin pedir permiso ni hacerse visible a la presbicia del que se dice su dueño. Un nuevo orden paranoico para adorar y sentirse más avisado que el resto. Y, esta vez, la lectura de los manuales no hacía más que encumbrarlo. La fisiología normal es necesariamente de una perfección tautológica: en su campo no hay falla, todo funciona normalmente.

Así las cosas hasta abril. La crueldad del tercer año consistió en no parar de hablar de una anatomía, de una histología y de una fisiología enloquecidas. De eso se trata con la patología, de aprender a ver al orden como definitivamente descalabrado. No más la mano del buen dios alfarero plegando la punta de la oreja de Adán. Tampoco el pincel infinitesimal del dios artista, dibujando el ovillo de cien tentáculos de un glomérulo renal; tanto menos el concierto fisiológico obediente a la partitura del dios músico. En su lugar, una arbitraria mnemotécnica de batallas perdidas, de finales impiadosos. El verdugo del Fedón platónico había engañado a Sócrates al responderle que la ingesta de la cicuta apenas le causaría pesadez de piernas y deseo de tumbarse a dormir. La cicuta tuvo que provocarle dolores de garganta, salivación profusa, vómitos, diarrea, vértigo, ataxia, convulsiones tetánicas y progresiva parálisis de los músculos respiratorios. Descripción leve comparada a la de los juegos de teléfono roto de su fisiopatología o la de los cataclismos microscópicos. Si todos los hombres son mortales y Sócrates es un hombre, entonces… Entonces, más vale no preguntar con demasiada terquedad el desenlace y sus porqués. Lo que existe, existe; lo que no existe, no existe.

Naturalmente, los manuales de patología abren posibilidades cada vez más admirables de intervención (lavado de estómago y asistencia respiratoria para Sócrates); pero son postergaciones. Para el estudiante de patología no hay ocasión para el éxtasis. Acordará con Sócrates cuando, con un pie en la tumba, encarga a Critón una ofrenda, en su nombre, para Esculapio, el dios médico: si la vida es puro riesgo y desorden, la única salud recuperada es la de la inmovilidad de los muertos. Además, los guiones fúnebres de los manuales de patología ni siquiera traen mapas de un solo camino, únicamente ofrecen visiones borrosas, seguridades meramente estadísticas. Por eso el estudiante quedará dividido: en la gran escala hospitalaria, reencontrará una exactitud suficiente y creerá en la medicina como ciencia de la calamidad; en la microescala del uno por uno, en términos estrictamente individuales, la medicina es, en cambio, el oráculo de un bullicio sin ley, de la soberanía de la suerte. Por más que se aprenda en la carnicería de la morgue, al saber médico le corresponde la abstracción de promedios aritméticos, no precisiones capturables con la pinza. Entonces, en lo más íntimo, el estudiante adhiere, sin saberlo, a la máxima rossetiana de que lo real es idiota. A cada cual le puede suceder casi cualquier cosa. En el futuro nunca encontrará respuesta más honesta cada vez (y serán muchas) que un paciente pregunte: “¿Por qué justo a mí, justo ahora?”.

Pero los escepticismos son inconstantes y lo visible nunca deja de ofrecer anzuelos. Si tiene fama de honesto no es por mérito propio, sino por el contraste de lo visible con el universo de lo oído. Las abundantes ligerezas del concluir a partir de lo visto quedan dispensadas detrás del recurso del ver para creer, tenido como antídoto para tratar la fuente capital del malentendido: la de lo escuchado en lo dicho. Con un “Mirá lo que te digo” aspiramos a desenredar los antojos verbales. Como el epígrafe de El significado del significado, libro terapéutico de Odgen y Richards, que ordena: “Acerquémonos al fuego para ver mejor lo que decimos”. Esta escena remite puntualmente a las costumbres de los bubis del golfo de Biafra. Al anochecer, los hombres se dirigen a la Casa de la Palabra a discutir en torno a un fuego de ñames, malangas y plátanos asados. Lo cual, con todas las licencias etnográficas del caso, es el ascendiente directo de la disputa cómica entre una lámpara encendida y las escalas verbales de Sócrates en El banquete de Jenofonte.

El episodio sucede en lo de Calias, un rico ateniense que da una ostentosa fiesta para seducir a un muchachito vencedor de los torneos de boxeo. Contrata músicos, bailarines, bufones e invita compulsivamente a Sócrates y sus acompañantes, entre los que está el bello Critobulo. El resultado será una disputa entre lo visto y lo oído, con el filósofo empeñado en desprestigiar el valor de verdad de lo que entra por el ojo. Para empezar, recomienda el truco de servir el vino en recipientes pequeños, como hizo Piaget veinticuatro siglos más tarde para engatusar a sus niños kantianos: “Si los criados nos rocían a menudo con pequeñas copas, no llegaremos a emborracharnos forzados por el vino, sino que persuadidos por él alcanzaremos un mayor grado de alegría”. No queda claro si la precaución resulta. Avanzada la reunión, Sócrates mismo se embarcará en una argumentación extravagante, queriendo presentar la ceguera de la razón como iluminadora. La chispa la enciende un comentario incómodo de Critobulo que, para esclarecer los efectos cordiales de su belleza, contrapone la simpatía que despierta su figura con el rechazo que provoca la del desfavorecido Sócrates. El vino a sorbitos hace el resto. El ofendido replica que demostrará lo contrario con el solo ejercicio de la palabra: “¿Cómo es eso? ¿Te estás jactando de esa manera convencido de que eres más hermoso que yo? […] Que se haga un juicio sobre nuestra belleza, una vez que haya terminado el turno de los discursos planteados. Y que actúen como jueces esos mismos que, según tú, están deseosos de besarte”. Su recurso será el de homologar el valor estético al valor de uso: lo bello no sería otra cosa que lo que funciona. Entonces, la nariz chata y abierta de Sócrates está mejor dibujada para el olfato que la recta nariz de Critobulo; sus ojos protuberantes, mejor dispuestos para la visión panorámica; sus labios gruesos, etc.; sólo olvida mencionar el provecho de sus orejas más puntiagudas. Forzado a ocupar el lugar del interlocutor engatusado, Critobulo asentirá a cada paso. Sin embargo, está tranquilo. Es que antes de que Sócrates abriera la boca pidió que les mantengan iluminados los rostros: “Dijo Critobulo, ‘no voy a escurrir el bulto, de modo que vete demostrando, con todo el talento que puedas, que eres más hermoso que yo; únicamente’, añadió, ‘que alguien acerque la lámpara’”. Naturalmente, bajo la verdad de la lámpara los asistentes votan sin pestañear: el ojo no necesitaba escuchar más razones. Experto en los señuelos de la caza, sobre la que escribió un tratado, y en el camuflaje bélico, Jenofonte estaba mejor respaldado que Platón para terciar entre las imposturas de las lámparas y la mayéutica.

El origen del prestigio inmerecido de lo visible estaría, entonces, en que la providencia o la evolución nos habrían recortado el pabellón auricular para impedir que oigamos bien más allá del aro de la ronda de las conversaciones. Hipoacúsico por naturaleza, desenrollo mi tubérculo de Darwin disponiendo la pantalla puntiaguda de las palmas de las manos detrás de las orejas. Atrapado como estoy en esa esfera del malentendido, las tentaciones verbales de la certeza sobrepasan largamente el número de las que acechan el ojo. Sin embargo, es una falsa oposición: el peor peligro ocurre cuando ojo y oído se conjuran. Es el caso de la trampa de los paradigmas conceptuales.

Me refiero a la presunción de que el pensamiento avanza a saltos, mudando de modelo metafórico a modelo metafórico, por lo común cosas al alcance del ojo; pueden ser objetos (ondas, pelotas, esponjas), máquinas (de vapor, diques, puentes, dispositivos ópticos) o animales. Se insiste, además, en que esas mudanzas son conversiones masivas (como las religiosas) e inconmensurables entre ellas. Si se me permite el símil, a los cincuenta años me sobresalta escuchar que, luego de un tropezón, un niño de cinco años exclame: “¡Me desconfiguré!”, mientras me parece natural que yo me desinfle y ya estoy habituado a que los jóvenes se queden sin pila: niños nacidos en tiempos de las computadoras, jóvenes de los walkman, señores de una época del sueño de clase media del automóvil propio. Los psicoanalistas venimos aceptando de buena gana el corsé de este relato. Su mérito es incontestable: consigue que lo imprevisible se vuelva legible, pero con un alto riesgo: el de luego facilitar que lo legible se asimile a lo predecible.

La culpa de su riesgosa pregnancia parece venirnos menos de La estructura de las revoluciones científicas de Thomas Kuhn –que como sociología de las modas intelectuales sigue resultando muy persuasiva– que de los entusiasmos despertados por los “saltos epistémicos” de Bachelard y las “fracturas” de los guiones históricos de Althusser. Sin olvidar los hábitos de pensamiento que dejó, en los años sesenta, el estudio de las regresiones infantiles: no es una crítica ni una boutade decir que, para Melanie Klein, en la etapa oral el niño mastica representaciones y, en la anal, piensa literalmente como el culo. Para cada tiempo, una manera de pensamiento y de expresión radicalmente distintas. No es extraña, entonces, la abundancia de ofertas para esquematizar la torrentosa y múltiple enseñanza de Lacan como un continuum fraccionable en tres, cuatro, seis eras paradigmáticas. ¿Pero acaso no hay revoluciones del pensamiento, del estilo?

Sí, desde luego, pero buena parte de los relatos jalonados por rupturas están hoy, paradójicamente, al servicio de la atenuación. Hacen rutina de que aparezca lo imprevisto y convierten la historia en un armario bien acomodado, en una sucesión de módulos muy conveniente para tomar exámenes, en una visión apaciguadora para sedientos de sistemas cerrados. Rupturas pero pedagógicas. Tan insostenibles al momento de acercarles la lámpara o la oreja como sus antípodas: los relatos conservadores, en que la historia es una colección de distintas maneras de volver a hacer y decir lo mismo, todo encuentra algún remoto precedente en el escritorio del erudito.

Para ilustrarlo, me ocuparé brevemente de la primera mudanza epistémica de Freud tal como se enseña hoy, y ya se acostumbraba enseñar por lo menos desde los tiempos en que cursé patología y fui al primer grupo de estudios. Dice así: en 1893, Freud abandonó toda referencia anatómica para el estudio de las neurosis. La prueba incontestable es un artículo de guerra publicado ese año, “Estudio comparativo de las parálisis motrices orgánicas e histéricas”, particularmente por el siguiente fragmento: “la histeria se comporta en sus parálisis y demás manifestaciones como si la anatomía no existiese o como si no tuviese ningún conocimiento de ella”. O más precisamente: “La histeria ignora la distribución de los nervios, y de este modo no simula las parálisis periférico-espinales o de proyección. Toma los órganos en el sentido vulgar, popular, del nombre que llevan: la pierna es la pierna hasta la inserción de la cadera, y el brazo es la extremidad superior, tal y como se dibuja bajo los vestidos”. Ahora bien, si continuamos leyendo, nos enteramos de que esa anatomía, más propia de las modistas que de Testut y Latarjet, no carecía para Freud, de base neurológica: “su substrato material (el tejido nervioso de la región correspondiente de la corteza)”. Desde luego, las parálisis histéricas no suponían daño histológico; pero eso no era suficiente para un abandono radical del modelo neuronal. Al respecto, es muy esclarecedor el otro artículo que Freud escribió simultáneamente al famoso de las parálisis: “Un caso de curación por hipnosis con algunas puntualizaciones sobre la génesis de síntomas histéricos por obra de la ‘voluntad contraria’”, que no se incluye en los programas de estudio. Allí se precisa que la sintomatología neurótica responde a una supremacía de deseos o voluntades inconscientes, lo cual suena muy familiar y antineurológico; sin embargo, para el Freud de 1893 ese triunfo no tiene justificación psicopatológica sino fisiopatológica: la clave es el agotamiento tisular: “Agotados están aquellos elementos del sistema nervioso que constituyen las bases materiales de las representaciones asociadas con la conciencia primaria; las representaciones excluidas de esta cadena asociativa –la cadena de asociaciones del yo normal–, las inhibidas y sofocadas, no están agotadas y por eso prevalecen en el momento de la predisposición histérica”. En otras palabras, el sustrato neuronal de las voluntades del yo consciente se agotaría antes que el de las voluntades desalojadas por ese yo. ¿Será porque requieren más presión parcial de oxígeno, más glucosa? No importa, Freud no lo sabe ni especula al respecto, pero supone que alguna vez su hipótesis se confirmará. El salto hacia afuera de la neurología no es tan brusco, tan nítido como el recurso al relato de las revoluciones paradigmáticas quiere hacer creer.

La fuerza de esa creencia también hace pasar por alto muchas otras revelaciones discordantes, como la de la carta a Fliess del 15 de febrero de 1901: “También he introducido (en el consultorio) la investigación de la zurdera: dinamómetro y aguja de enhebrar”, cuenta Freud. Tenemos derecho a suponer que Dora pasó por esos exámenes para medir la fuerza y la habilidad de su mano izquierda. El inesperado motivo era la medición de la bisexualidad. Siguiendo a Fliess, Freud presumía, tras una acentuación de la zurdería, “una mezcla de sexo opuesto más potente que en otras personas”. En su estudio de 1910 sobre Leonardo lo sigue sospechando. Creo que la manifestación final de ese miramiento médico, cada vez más parcial pero nunca abandonado completamente, fue la vasectomía que decide practicarse como tratamiento oncológico guiado por sus hipótesis de “Más allá del principio del placer”.

Como cierre, sin embargo, conviene detenerse en el pequeño nodulito que aparece en el esquema de 1923 de “El yo y el ello”. Freud mismo lo justifica: si su esquema oblongo fuese un cerebro, ese anexo colocado a la izquierda sería la placa verbo-motora de De Broca. Este neurólogo francés había señalado, en una célebre comunicación de 1865, “Sobre el asiento de la facultad del lenguaje articulado”, que en la tercera circunvalación frontal izquierda se expandía, en el hombre, un área responsable de la articulación del verbo y del pensamiento. Su daño trae mudez e idiotez. En 1933, Freud revisa el esquema y arranca ese tubérculo de su pasado. No quiero decir que hay que esperar hasta 1933 para fechar la invención del paradigma psicoanalítico. Lo que procuro es contrariar el confort de suponer cortes limpios en la historia de las ideas. Parece ser que entre la conversión a un nuevo paradigma y el abandono del anterior hay un largo plazo de adherencias residuales, de inconsistencias circunstanciales, de idiotez.

 

Imágenes [en la edición impresa]. El tubérculo de Darwin, p. 44; Daniel Buren, The Eye of the Storm, trabajo in situ en el Museo Solomon R. Guggenheim, Nueva York, marzo-junio de 2005, p. 45 (foto: Jake Dobkin); Daniel Buren, Color, Rythm, Transparency, the Double Frieze, trabajo in situ, en The Eye of the Storm. © D.B. – ADAGP, p. 46 (gentileza Estudio Buren).

Lecturas. La traducción de El significado del significado (Una investigación sobre la influencia del lenguaje en el pensamiento y sobre la ciencia simbólica), de Ogden y Richards, es de Paidós, Barcelona, 1984. Es recomendable la biografía I.A. Richards, his Life and Work, de John Paul Russo, editada por The Johns Hopkins University Press, Baltimore, 1989. El banquete de Jenofonte fue traducida, con otros textos, por Gredos, Madrid, 1993 y Porrúa, México, 1978. Los fragmentos de los dos artículos de Freud se encuentran en Obras Completas, t.I, Buenos Aires, Amorrortu, 1982, pp. 191-210 y 147-162.

Jorge Baños Orellana (Buenos Aires, 1953) es psicoanalista. Ha publicado El idioma de los lacanianos (Buenos Aires, Atuel, 1995), El escritorio de Lacan (Buenos Aires, Oficio analítico, 1999), Los pequeños oficios de la escritura del psicoanálisis: La primera página (Buenos Aires, Oficio analítico, 2001) y La agresividad humana de Freud a Lacan (2006 en prensa). Es miembro de la École Lacanienne de Psychanalyse.

 

 

1 Sep, 2006
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