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Transformaciones o patologías familiares

PSICOANÁLISIS

 

Retroceso del padre tradicional, fertilización asistida, matrimonios homosexuales: basta un repertorio incompleto para entender que la querella entre enemigos y defensores de la familia se centre hoy en caracterizar los nuevos fenómenos como signos de evolución o como puras patologías. En las antípodas del funcionalismo, pero ya a distancia del modelo freudiano, el psicoanálisis sigue siendo el saber más íntimamente ocupado en desentrañar el nudo familiar. Aquí se resume una investigación basada en la copiosa bibliografía sobre el tema, una masa de textos de prensa y la insustituible experiencia de la clínica.

 

En los últimos años, el matrimonio heterosexual monogámico ha perdido en la familia occidental el monopolio de la sexualidad legítima y el cuidado de los hijos no siempre ocurre bajo el mismo techo. Por lo general los teóricos coinciden en señalar la caída del lugar del padre, aunque no en sus consecuencias. Profundas transformaciones culturales afectan las costumbres sociales, los estilos de vida y las relaciones de la familia. Las nuevas tecnologías que se han ido incorporando insensiblemente a la vida cotidiana de millones de personas inciden en esas mutaciones.

Lejos de reducirse a la pauta biológica –madre, padre, hijos– sostenida en el matrimonio, la familia moderna es esencialmente compleja y parece haber sufrido transformaciones en las tres dimensiones que conforman las funciones organizativas clásicas. Los cambios han sido abordados de muchas maneras. Distintas sociedades, con organizaciones sociopolíticas y culturales y estructuras productivas diversas, han ido conformando formas familiares y de parentesco muy variadas, que tienen sin embargo algo en común: la función de organizar la convivencia, la sexualidad y la procreación. La aparición, en 1949, de Las estructuras elementales del parentesco de Claude Lévi-Strauss renovó las investigaciones, tanto en los campos de la antropología y la sociología como en el del psicoanálisis. Con conclusiones semejantes a las de otro libro de Lévi-Strauss, El pensamiento salvaje (1990), también los escritos de Jacques Lacan se ocuparon de la nueva perspectiva.

Los autores que abordan las consecuencias de los cambios para la psicopatología y la clínica suelen agruparse en dos polos. Los defensores de la familia consideran que la causa predominante de la patología “psíquica” es la disolución del grupo de familia “tipo” y que esa disolución es uno de los signos de nuestro tiempo, lugar común este que se escucha y se lee en textos doctrinarios de un modo más o menos manifiesto. La postura esgrime un concepto de “familia normal”, como si la definición fuera obvia y, lejos de ser resultado de un   movimiento histórico, pudiera plasmarse en un repertorio fijo establecido a fines del siglo pasado. Esta visión vigila y está alerta a las desviaciones de ese modelo. En el otro polo, los críticos del modelo tradicional consideran que son su rigidez y su supervivencia las causas de patologías; propugnan investigaciones y prácticas ligadas a un cuestionamiento del poder patriarcal en la familia (convivencia) o en la moral sexual, y ponen sus esperanzas en los cambios en marcha en estos registros. Critican a la familia burguesa y observan que en la obra de Freud hay una defensa  de ella y de la autoridad paterna. Para la visión crítica no podría haber familia “normal” alguna; la normalidad sería un estado múltiple, vertiginoso e indescriptible.

La división entre detractores y defensores de la familia ofrece un paralelo posible con la que en 1965, en su famoso libro sobre la cultura de masas, Umberto Eco hizo entre los que llamó “apocalípticos” e “integrados”. Si bien Eco tendía a caricaturizar a los artistas y la industria del entretenimiento por un lado, y a las ligas religiosas y los grupos de defensa de la familia por el otro, la división se volvía más sutil al extenderse a las facetas universitarias del fenómeno. Más recientemente, Anthony Giddens ha señalado que lo esencial de la tradición es que no hay que justificarla: contiene su propia verdad,  una verdad ritual que el creyente cree justa. Sin duda otro tanto podría decirse de la fe en el determinismo que alienta las profecías revolucionarias. Los espacios que en estos casos ocupan respectivamente la moral y la idea de justicia dejan poco lugar a la patología. Ambas perspectivas conllevan el riesgo de acomodarnos, bien al sencillismo del prejuicio, bien al prejuicio del desprejuicio. Pero habría otro riesgo que esta polarización no contempla: el de suponer que ante la complejidad del tema lo más sabio es abstenerse de tomar posiciones.

En los últimos años, sin embargo, en el análisis de la familia moderna, surgió y adquirió valor operativo un tercer abordaje, el de las transformaciones familiares, producto, entre otras influencias, de los nuevos enfoques de la historia social. Más atento a las fuentes documentales, no toma a la familia burguesa de la sociedad occidental como norma necesaria, ni considera a priori que la historia social progrese a grandes saltos y hacia una felicidad inexorable. Intenta pensar márgenes más amplios para la vida de la familia moderna, sin por eso negar que cada nuevo modelo conlleve patologías. La consideración de estos márgenes incidirá sobre la clínica, quizás en consonancia con lo que finalmente plantea Eco para su campo de investigación: “Es profundamente  injusto encasillar las actitudes humanas –con todas sus variantes y todos sus matices– en dos conceptos genéricos y polémicos como son ‘apocalípticos’ e ‘integrados’”. A la luz de la idea de transformaciones se advierte lo arbitraria que es esta separación.

Antes de entrar en el enfoque psicoanalítico quizá convenga repasar cómo abordan las transformaciones otras disciplinas. La historiografía, por ejemplo, ayuda a comprender que el esquema evolucionista no alcanza para dar cuenta del peso que las relaciones parentales tuvieron en las primeras fases de la industrialización. También sirve de advertencia contra generalizaciones precipitadas, que atropellan diferencias significativas entre patrones familiares pasados y presentes o diversidades geográficas. Algunas corrientes de la sociología, por su parte, hacen hincapié en los cambios en la moral sexual, las escalas generacionales, la inserción de la mujer en el mercado del trabajo y los efectos de las nuevas tecnologías (que inciden en cuestiones tan variadas y decisivas como la reproducción, el mercado del trabajo o los medios de la transmisión de ideales). Los desarrollos de las últimas décadas en ambas disciplinas nos han alertado sobre los riesgos de lo que cabría llamar “falacia funcionalista”. Según esta, dado que todo lo real es funcional, los accidentes de la contingencia, las intenciones subjetivas o la argumentación racional de los agentes quedan completamente subsumidos en un presunto engranaje insalvable.

En el campo del psicoanálisis también se advierte una polarización entre críticos y defensores de la familia. Pero es oportuno subdiferenciar estas posiciones según los modos en que definen qué es una familia y el enfoque que adoptan acerca de problemáticas muy diversas, pero ricas en el momento de despejar el terreno, como la homosexualidad o la fertilización asistida. La cuestión crucial aquí es qué se toma como “transformación” de la familia y qué como “síntoma”.

Más allá de las diferencias internas, con todo, los estudios psicoanalíticos suelen ser vistos con desconfianza por otros investigadores; especialmente por aquellos cuyas disciplinas permiten, por la naturaleza y definición de su objeto, elaborar largas muestras estadísticas e inferencias cuantitativas. Es en la exposición clínica donde se puede subrayar en qué consistiría el particular valor epistémico de la perspectiva psicoanalítica. Naturalmente, todas estas precauciones metodológicas y retóricas no alcanzan a cubrir, ni siquiera en parte, la amplitud del tema ni atenuar su carácter esquivo y polémico. Con independencia de su formación disciplinar, al investigador de nuestra época –en la que las aspiraciones de un saber de la totalidad están  en entredicho– le es incierta la posibilidad de encontrar puntos de mira estables. En lo que aquí nos concierne hay en particular dos riesgos. Uno es caer en una deriva agnóstica, según la cual nada podría decidirse sobre qué sería hoy una familia razonablemente ideal. El otro es poner en juego una prestancia reactiva que acabe resolviéndose en segregación y hasta en discurso  violento.

La situación del eslabón que más ha sufrido de la familia, la infancia, suele volverse inquietante dado que la mutación de lugares asignados y la falta de coordenadas estables afecta al circuito de intercambios y agita la violencia. Ante una realidad clínica de disonancias efectivas, en los medios profesionales se alternan la postura conservadora (la solución de los problemas familiares es el retorno a la lealtad) y la creencia progresista en el cambio de las costumbres como camino recto a la felicidad.

Por añadidura, los nuevos estilos invalidan toda idea de esencia: lo que hay son familias esencialmente diversas. Como la verificación de esta realidad obnubila el empeño academicista por clasificar, el término “transformaciones” corre el peligro de perder su operatividad y quedar subsumido en una clasificación ampliada hasta la  vaguedad  inmanejable. El  otro  extremo es condenar los cambios con el lugar común de que son meros signos de decadencia: una decadencia en que la humanidad habría caído tras la pérdida de una imaginaria Edad de Oro que, no raramente, coincide con el momento de la infancia y primera juventud del investigador.

Con el psicoanálisis como disciplina de frontera entre lo histórico-social (correlativo a los discursos que traman la realidad) y las posiciones subjetivas (posiciones que encarnan modos de gozar), podemos indagar en qué topología se inscribe la clínica de nuestra época. Esto recordando la advertencia freudiana de que el psicoanálisis no es una concepción del mundo ni la teoría general de las ciencias humanas. Después de Freud, Melanie Klein y Lacan, la “salud mental” enfrenta la regla general con la particularidad del sujeto, particularidad que llamo “lo microscópico” y que además es contraria a una química de la felicidad.

Pero en este punto hay que detenerse un poco en los parámetros del psicoanálisis. Los psicoanalistas pueden defender su territorio, pero el objeto  analítico es extraterritorial. El psicoanalista no es representante de la familia, pero tampoco el eje de una neutralidad; mucho menos es un partenaire sexual e ideológico en la búsqueda del  porvenir.

Lacan tomó de Durkheim la expresión familia conyugal para designar la institución de la familia moderna. El término conyugal pone el acento en el lazo entre madre y padre. Tanto si está descompuesta, atomizada o recompuesta, como si es monoparental, la familia moderna se compone de un número de elementos restringido. Posee un valor formador porque coloca al niño en relación con sus primeras identificaciones. Serán las leyes del lenguaje las que reglen los intercambios. A través del patronímico se transmite un nombre. Para diferenciar las generaciones es indispensable saber contar. La familia es entonces una consecuencia de la lógica del lenguaje y una entidad que “encuentra su definición en ser enunciada en términos de discurso, es decir de lazo social”. La transmisión no concierne sólo a la reproducción, ni a la permanencia de la familia por la atención a las necesidades   del niño indefenso. Implica una constitución del sujeto con consecuencias en lo que Lacan llama “un deseo que no sea anónimo”. El sujeto no se reduce a los términos “padre”, “madre” o “niño”. Independientemente de la anatomía –que no constituye un destino– Lacan pondrá del lado de la responsabilidad del sujeto la elección de ser sexuado. Así puede hablarse en la clínica no de “lo familiar”, sino del sujeto como resultado de una constelación familiar particular. El discurso del análisis produce lo nuevo de la familia en el espacio entre elección y destino, entre generación y transmisión.

En la mirada de Jacques-Alain Miller –casi posmoderna, diríamos–, el padre y la madre aparecen como términos relacionales, como cuando se dice: “madre: soltera; padre: su propio padre” y el psicoanálisis deberá cuidar cómo se refiere a la familia para que la referencia no sea sociológica sino estructural. En cada familia hay un “de eso no se habla” que hace de la familia en general objeto de interpretación inagotable. Separando la persona del padre y la función de la palabra, se evita que la descripción sociológica de la decadencia del patriarcado se vuelva apocalíptica y sea recurso para explicar la crisis. En su descripción de las múltiples formas de la familia moderna, otro psicoanalista francés, Eric Laurent, incluye la monoparental, forma mínima de subsistencia del modelo. Laurent la considera familia porque no deja de estar munida de un aparato de referencias, de identificaciones, de significantes, que la hacen tal.

Es el desarrollo de la gran ciudad en el siglo XIX lo que da lugar a la variedad. Lacan observa esto a propósito de Viena, donde los tipos más arcaicos conviven con los más evolucionados, de las últimas agrupaciones agnósticas de campesinos eslavos a las formas más reducidas del pequeño hogar burgués y las más decadentes del matrimonio inestable, pasando por los paternalismos feudales y mercantiles. A raíz de esto Lacan enuncia una tesis que le servirá durante mucho tiempo. “Un gran número de efectos psicológicos nos parecen consecuencias de un declive social de la imagen paterna, efectos del progreso que son su causa: concentración económica, catástrofes políticas.” La consecuencia que extrae es que aquí radica el tedio de las grandes ciudades: las grandes mezclas de la población redundan en más sujetos esclavizados a sus familias, por reducidas que éstas sean. El declive de la imago paterna tal como la presenta Lacan –dirá E. Laurent en “Siete problemas de lógica colectiva”– es más bien “la ausencia desarrollada de figuras heroicas en el mundo de las grandes ciudades”. Pero que el padre haya estado ausente, haya sido humillado o haya sido severo, incluso que no haya sido el genitor, no cambia nada si hay un orden familiar que barre el goce en beneficio de la palabra imposible. Ciertas transformaciones nos enseñarán configuraciones inéditas del anudamiento de los lazos familiares. De lo que se trata es de que la respuesta del psicoanálisis no sea ni tiránica, ni moralizante ni normalizadora. En relación con la familia moderna, importa diferenciar entre transformación (aceptación social de la homosexualidad u otros cambios en la moral sexual, la procreación y la convivencia) y síntoma. “Entre la tautología que dice que las cosas son como son y la paradoja de afirmar que es necesario cambiarlas para que realmente sean, se establece una dinámica cuya ruptura puede llamarse síntoma”, escribe Germán García. En todo caso, se trata de registrar los efectos particulares de la actualidad sobre el sujeto; una actualidad que incluye a la ciencia y al psicoanálisis. Esos efectos particulares pueden causar transformaciones socialmente aceptadas o no, o padecimiento subjetivo, en tanto el síntoma es un resto de   la vida mordido por el jeroglífico de la lengua.

Sin olvidar todas estas prevenciones, pasaré a enumerar las conclusiones o confirmaciones que arrojó una investigación sobre el tema, aun sabiendo que, más allá del rigor con que me he propuesto elaborarlas y formularlas, habrá que considerarlas provisorias.

a) Al término de la lectura crítica de la bibliografía consultada, encuentro confirmadas con numerosos ejemplos tanto la importancia práctica como la complejidad epistémica de la disyuntiva transformaciones/patologías en relación con la familia. Todos los intentos que parten de premisas morales, universalizantes o funcionalistas que dejan de lado la microscopía del acontecimiento en la vida de cada sujeto, así como los márgenes de responsabilidad y elección que hacen a la ética y al juego del deseo, son inconducentes.

b) En las disciplinas no psicoanalíticas es frecuente encontrar ensayos dirigidos a tachar las variables subjetivas o a suponerles una elasticidad ilimitada; a la vez, se descuida que los cambios históricos sólo inciden a través un prisma de posiciones subjetivas cuyo número y dinámica es finito. Las elaboraciones, por cierto todavía precarias, del psicoanálisis son pues sustituidas por silvestres hipótesis preanalíticas, o de un psicoanálisis que no puede sino calificarse de naïf. Numerosos textos de psicoanalistas, a su vez, renuncian a la complejidad interdisciplinaria. Esto cuando no caen en una autocrítica impotente que, puesto que no encuentran en la bibliografía anterior descripciones exactas y curas a la medida de los “nuevos síntomas”, concluye en la afirmación de que el psicoanálisis ha caducado.

c) Pero aquello que para la reflexión de escritorio puede parecer un dilema insoluble, en la práctica de consultorio se muestra menos inabordable. La clínica prueba que el reconocimiento de nuevas formas de convivencia no implica en modo alguno destituir buena parte de los marcos diagnósticos consagrados y de la psicopatología que los precede. No hay razones para afirmar la caída de las invariantes, la muerte de la psicopatología del siglo XIX. Lo que sí se observa es una trasposición permanente que relaciona dialécticamente (de modos inesperados e inestables) cada actualidad con tránsitos hacia nuevas formas clínicas de manifestación. Pero lo nuevo no agota ni se agota en la patología. Por eso, a la pregunta de si las modificaciones habidas en la familia deben abordarse como transformaciones o patología, la respuesta no puede ser nunca unívoca. Sin renunciar a un horizonte emancipador ni caer en el “todo vale porque todo da igual”, hasta el momento no ha habido en la organización familiar giro alguno del que pueda asegurarse que arrasa con la patología entera o atrae para sí todos los síntomas.

 

 

Lecturas. Aparte de los textos más notorios, entre la abundante bibliografía consultada durante la realización de este trabajo vale la pena destacar: Norbert Elias, La civilización de los padres y otros ensayos (Bogotá, Norma, 1998); Germán Leopoldo García, “Clínica de las transformaciones familiares”, en El Caldero de la Escuela 51 (Buenos Aires, 1997); Anthony Giddens, La transformación de la intimidad (Madrid, Cátedra, 1995); Elizabeth Jelin, Pan y afectos. Las transformaciones de las familias (México, Fondo de Cultura Económica, 1998); Jacques Lacan, “El mito individual del neurótico”, en Intervenciones y textos, Vol. 1 (Buenos Aires, Manantial, pp. 37-59); Eric Laurent, “La familia moderna”, en Registros 4, pp. 22-32; Eric Laurent, “La elección homosexual” en Dispar 2, pp. 49-59; Jacques-Alain Miller, “Cosas de familia en el inconsciente”, en Lapsus 3, pp. 33-43.

Deborah Fleischer, médica y analista, es miembro de la Escuela de la Orientación Lacaniana, de la Asociación Mundial de Psicoanálisis y profesora regular de la Facultad de Psicología de la UBA. Ha publicado Incidencias del psicoanálisis (Buenos Aires, Anáfora, 1994) y Clínica de las transformaciones familiares (Buenos Aires, Grama, 2003) y es coautora, entre otros libros, de No se conocía coca ni morfina. Configuraciones toxicómanas (Buenos Aires, Grama, 2004).

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