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Temor, riesgo y delito en la Argentina

SOCIEDAD

 

La desestructuración del mundo del trabajo impacta directamente en la percepción de la inseguridad civil. Los principios reguladores que históricamente marcaron el ritmo de la vida cotidiana –la actividad fabril, la circulación en el barrio, la relación con los vecinos, el vínculo intergeneracional– entran en crisis, y la sensación de inseguridad parece llenar ese vacío. Este artículo, resultado de una investigación de campo basada en entrevistas cualitativas a jóvenes que cometieron delitos violentos contra la propiedad, es una reflexión sociológica sobre la inestabilidad de las fronteras entre delito y “trabajo honesto” en los barrios populares.

 

La última década estuvo signada en la Argentina tanto por el incremento de la sensación de inseguridad como por un fuerte aumento de los delitos contra la propiedad. Sin embargo, es difícil discernir si el temor guarda relación directa con el crecimiento real del delito, ya que se trata de dos procesos vinculados pero cuyas dinámicas son autónomas. Por otro lado, no estamos frente a hechos de carácter local; en gran cantidad de países el sentimiento de inseguridad se extendió en paralelo a las transformaciones y crisis del mundo del trabajo postfordista. Inseguridad económica e inseguridad civil dominan hoy los miedos de diferentes sociedades: una y otra parecen tanto retroalimentarse como diferenciarse; pero mientras que, en mayor o menor medida, la primera tiene un alcance palpable en el conjunto de la población, la segunda actúa sobre todo como una amenaza, como un fantasma que impacta en la subjetividad y en las acciones.

La inseguridad civil en un contexto de desestructuración del mundo del trabajo tiene un carácter de novedad; en cambio, no es nuevo uno de los sujetos principales a los que se teme: los jóvenes considerados marginalizados y anómicos. En efecto, durante el siglo XX, los estudios sobre sus conductas fueron moldeados por las preocupaciones de cada época respecto de las nuevas generaciones, sobre la base de las formas en que las ciencias sociales las traducían en formulaciones teóricas. En mi caso, para tratar algunos problemas relacionados con la inseguridad, el riesgo y el delito en la Argentina actual, me baso en una investigación sobre jóvenes que cometieron delitos violentos contra la propiedad que vengo desarrollando desde hace algunos años.

 

Un cuadro de situación. Durante la década de los noventa, se registra en la Argentina un aumento de los delitos en general, con un incremento particular de los delitos contra la propiedad. Según la Secretaría Nacional de Política Criminal, por ejemplo, en la ciudad de Buenos Aires se observa un pasaje de 2.046 delitos por cada 100.000 habitantes en 1990 a 6.301 en 1999. En ese período también aumentan significativamente los homicidios dolosos –aquellos en los que hay intención de robo–, con lo que la Argentina se sitúa en tasas cercanas al promedio mundial, pero por encima de Europa occidental y los Estados Unidos y por debajo de los países latinoamericanos con mayores índices de violencia.

La población victimaria es en más de un 90% masculina, joven, soltera, en gran medida sin antecedentes, con nivel educativo bajo –aunque entre los menores imputados por delitos en la provincia de Buenos Aires en 1998 casi un 60% declaraba concurrir a la escuela–. Pareciera haber una disminución de la edad promedio de las personas en conflicto con la ley, tal como se advierte en el sistema judicial y penal: el 20% de las penas dictadas en el año 2000 se concentró en la franja de edad de 18 a 20 años; asimismo, se produjo un importante descenso de la edad promedio de la población carcelaria, que pasó de 31 años en 1984 a 21 en 1994.

Las cifras sobre sensación de inseguridad civil son sólo comparables con las del miedo al desempleo. La Encuesta de Victimización llevada a cabo en el año 2000 en la ciudad de Buenos Aires indica que un 90% de los encuestados se consideraba víctima potencial de un delito. El temor afecta la vida cotidiana: el 64% afirmó haberse mantenido alejado de algunas zonas o haber evitado a ciertas personas por miedo.Al mismo tiempo, la inseguridad crea su propio mercado: entre 1988 y 1996, las empresas de seguridad privada incrementaron su nivel de facturación casi en un 300%, y las que se ocupan de seguridad electrónica lo hicieron en un 120% entre 1996 y 1998. La conjunción entre desconfianza a la policía y temor impulsa a algunas personas a armarse: en la segunda mitad de los noventa las armas en circulación aumentaron en casi un 80% (de 1.100.000 en 1994 a 1.938.462 en 1999), y según un estudio del Instituto de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires, habría dos millones de armas no registradas.

 

Inseguridad y vida social. Más allá de las estadísticas generales, el impacto de la inseguridad se observa a nivel microsocial. La vida de las comunidades está regida por algunos principios reguladores. Así, en el pasado, la cotidianidad de los barrios populares seguía los ritmos de la organización fabril: ésta marcaba las rutinas diarias y los horarios hogareños, determinaba períodos especiales –las vacaciones, los aguinaldos y su impacto en el comercio local– y mantenía en vilo a la comunidad en períodos de conflicto (la huelga, el cierre o la disminución de las fuentes de trabajo).

La desestabilización del mundo obrero también implicó la desregulación de la vida local. Mi hipótesis es que la sensación de inseguridad llena en cierta medida ese vacío. El sentimiento compartido de amenaza regula horarios de entrada y salida del hogar, marca circuitos de pasaje y lleva a evitar otros; el temor –y el sujeto de ese temor– se vuelve un tema central de conversación entre vecinos y sirve como criterio de demarcación entre individuos peligrosos y sus potenciales víctimas. No obstante, es muy difícil fijar tales intentos de clasificación; en la actualidad parece haberse quebrado un principio del pasado: no robar en el propio barrio. Cuando los propios jóvenes del vecindario son considerados peligrosos, se plantea la difícil pregunta de cómo marcar nuevas fronteras y distancias con ese otro cercano, el hijo del vecino.

Nuestras entrevistas de campo muestran que en gran medida ese principio se ha quebrado, que muchos de los jóvenes roban en su barrio, si bien sus relatos, antes que odio o rencor intenso hacia los adultos del lugar, traslucen más bien una sensación de indiferencia y aun de desconocimiento. Una consecuencia de la crisis del mundo laboral es que se transforman las formas de religamiento intergeneracional por medio del trabajo: estos jóvenes no entran como aprendices en las fábricas ni como ayudantes en comercios locales, situaciones que antaño los insertaban en el mundo adulto. La sociabilidad entre generaciones por vía del trabajo va desapareciendo sin que en su lugar pueda establecerse otra. El resultado es que nuestros entrevistados ya no son niños, pero tampoco son adultos: quedan durante años en una suerte de tierra de nadie social.

Cuando se escucha a los adultos, la primera impresión que se tiene es la de una marcada oposición entre “buenos vecinos” y “jóvenes perdidos”. Pero la situación es más intrincada. Esas personas están obligadas a vivir juntas y la cotidianidad de las interacciones las pone frente a un problema más complejo: ¿cómo se restablece una relación con alguien que me robó ayer y cómo se evita que vuelva a suceder? Los vecinos deben gestionar formas locales de reconstrucción de la previsibilidad en las relaciones: evitamiento, algo de seducción y cordialidad fingida son algunas de las estrategias locales para regular relaciones microsociales carentes de principios de certidumbre.

 

De la lógica del trabajador a la del proveedor. El temor a los jóvenes y el aumento del delito son recurrentes en diversas sociedades, pero no es menos cierto que ambos presentan en cada país sus particularidades. Al igual que en Europa occidental, los jóvenes entrevistados aquí se enmarcan en un proceso de descomposición de una sociedad salarial. Ahora bien, lo más característico de nuestro caso no es el desempleo de larga duración, como en Europa occidental, sino la volatilidad e inestabilidad laboral. Aquí se trata del descenso de la duración de los puestos de trabajo a los que acceden los menos calificados y de la conformación de “trayectorias inestables”: vidas en las que se suceden puestos precarios, mal pagos y de corta duración, alternados con períodos de desempleo, hasta la entrada en la inactividad, producto del desaliento por no conseguir nada.

En rigor, no estamos frente a un problema totalmente nuevo. A fin de cuentas, muchos de los padres de estos jóvenes, en general jóvenes también, ingresaron en el mercado de trabajo a mediados de los ochenta y manifiestan trayectorias laborales íntegramente inestables. Esto explica la dificultad de los entrevistados para responder a una pregunta tradicionalmente simple, como “¿De qué trabajan tus padres?”. Rara vez se escuchaba la respuesta esperada (“es obrero, comerciante…”), sino que luego de titubear ellos describían lo que sus padres hacían o habían estado haciendo recientemente (“creo que andaba repartiendo unos cajones de algo…”).

La inestabilidad laboral se naturaliza a medida que la imagen del trabajo estable se desdibuja de la experiencia trasmitida por los padres y otros adultos de su entorno. Así las cosas, los jóvenes ven frente a ellos un horizonte de precariedad duradera en el que es imposible vislumbrar algún atisbo de carrera laboral. Si la inestabilidad laboral dificulta imaginar alguna movilidad ascendente futura, en el presente lleva a que el trabajo se transforme en un recurso más de obtención de ingresos, junto con otros como el pedido en la vía pública, el “apriete” (pedido en el que hay una velada amenaza de violencia), el “peaje” (un grupo de jóvenes bloquea un área de pasaje obligado y exige a los transeúntes dinero para dejarlos pasar) y el robo; se puede recurrir a unos u otros según la oportunidad y el momento. Nuestros entrevistados combinan diferentes formas de trabajo y robo; algunos alternan entre puestos precarios y, cuando éstos escasean, perpetran acciones delictivas, para más tarde volver a trabajar. Otros mantienen una actividad principal –en algunos casos el robo, en otros el trabajo– y realizan la complementaria como “changa” para completar sus ingresos. En ciertos casos, salen a robar los fines de semana con los mismos compañeros de trabajo.

El problema de la inestabilidad no se limita a los ingresos; cuando se ahonda en las experiencias laborales, se hace evidente que éstas no podrían haber generado el tipo de socialización tradicionalmente asociada al trabajo. Los entrevistados relatan pasajes cortos por ocupaciones diversas, que no los califican en un oficio o actividad determinados. Por un lado, la inestabilidad atenta contra la generación de una identidad laboral de algún tipo: de oficio, sindical o aun de pertenencia a una empresa. Por otro, se ha ido perdiendo el rol formativo de los espacios de trabajo para los excluidos del sistema educativo secundario o terciario. No se trata sólo de la deserción escolar, ya que en otras generaciones muchos de estos jóvenes tampoco habrían ingresado al colegio secundario, sino de que la alternativa de capacitación en el trabajo es impracticable si no se accede a puestos con un mínimo de estabilidad.

¿Cómo pensar este pasaje del trabajo a su combinación con otras actividades, que hemos denominado el pasaje de la lógica del trabajador a la del proveedor? La diferencia está en la fuente de legitimidad de los recursos obtenidos. En la lógica del trabajador, ésta reside en el origen del dinero: fruto del trabajo honesto en una ocupación respetable y reconocida socialmente. A pesar de su simpleza, el enunciado constituía uno de los pilares sobre los que se edificaba la cultura de los sectores populares. Ese trabajo honesto y reconocido era la matriz común de una imagen de familia respetable, cuyo jefe proveedor tenía un lugar legítimo entre los adultos de los barrios populares.

En la lógica de la provisión, en cambio, la legitimidad ya no se encuentra en el origen del dinero, sino en su utilización para satisfacer necesidades. Es decir que cualquier recurso, no importa de dónde proceda, es legítimo si permite cubrir una necesidad. El arco de necesidades no se restringe a aquellas consideradas básicas, como la comida, sino que incluye otras definidas por los mismos individuos: pueden ser necesidades ayudar a la madre o pagar un impuesto, pero también comprarse ropa, cerveza o marihuana, festejarle el cumpleaños a un amigo y hasta realizar un viaje para conocer las cataratas del Iguazú.

Los medios legales e ilegales para obtener recursos pueden combinarse, pero no llegan a confundirse. Esto lo sugiere el régimen de dos platas, la plata fácil y la difícil, al que adhieren cuando combinan trabajo y robo. En efecto, el dinero difícil, que se gana duramente en el trabajo, se usa para costear rubros importantes (ayuda en la casa, transporte), mientras que la “otra plata”, que se obtiene más fácilmente en un delito, de la misma manera se gasta: en salidas, cerveza, zapatillas de marca, regalos. A través del régimen de las dos platas, el dinero deja de ser un valor de cambio neutro; su origen viene condicionado por un tipo de gasto particular, y esto a su vez contribuye a mantener una diferenciación entre el tipo de actividades. De este modo, en la lógica de provisión se desdibujan las fronteras entre lo legal y lo ilegal, aunque no se disuelven totalmente.

 

Riesgo y profesionalización. La cuestión del riesgo ocupa un lugar central en las reflexiones y acciones de los jóvenes entrevistados. Los riesgos a los que se exponen no están presentes desde un comienzo; empiezan a tomarse en cuenta luego de experiencias de ensayo y error y de una reflexión sobre éstas. Los primeros delitos están regidos por la “lógica del ventajeo”. Ésta supone que en toda interacción en la que medie un conflicto de intereses se debe “ventajear” al competidor, es decir, obtener lo deseado apelando a cualquier medio al alcance. En el ventajeo no hay formas de proceder definidas de antemano, sino que muchas veces las acciones se van decidiendo en el transcurso del enfrentamiento. Si un pedido de dinero en la calle no tiene éxito, puede transformarse en un “apriete” y, si éste también fracasa, terminar en un robo.

Ventajear es también una forma de actuar: significa moverse con buenos reflejos y –como en las viejas películas de cowboys– actuar antes que el rival, anticiparse a la jugada del otro, lo que ayuda a comprender el uso de la violencia considerada innecesaria. Es que el ventajeo autoriza a adelantarse ante el menor movimiento que haga sospechar que la víctima puede tener un arma. Lo que me interesa señalar es que en la lógica del ventajeo, focalizada en los objetivos de cada escena sin que importen los medios, no hay consideración del riesgo de la acción respectiva. Más aún, cuando describen sus primeras acciones, los jóvenes afirman que lo importante es “no pensar y mandarse”: poner en suspenso los eventuales riesgos se transforma en condición necesaria para el pasaje al acto.

Al sumar experiencia, paulatinamente la lógica del ventajeo deja lugar a un cálculo de riesgos en distintas esferas. Un primer cambio es la especialización: luego de un período de ensayo y error, llegan a la elección de un tipo de actividad delictiva que les signifique un equilibrio subjetivamente aceptable entre riesgo y beneficio esperado. Es así como las trayectorias observadas no muestran un pasaje hacia acciones cada vez más temerarias, y es habitual que luego de experiencias primeras vividas como riesgosas se inclinen por otras, percibidas como menos peligrosas, aun cuando sean menos redituables.

En paralelo a la especialización, van adscribiendo a un código normativo que indica a quién robar y a quién no, así como las formas de hacerlo. Se trata de una serie de principios orientadores de la acción, uno de cuyos objetivos centrales es el control del riesgo. Éste es, sin duda, el rasgo principal de la profesionalización: cuanta más experiencia adquieren, más son las esferas de la acción sobre las que reflexionan en relación con el riesgo, para luego intentar controlarlo. Primero está la elección de la víctima y la oportunidad del robo, luego las consecuencias de las acciones en la jerarquía de delitos del Código Penal y, por último, la supuesta valoración de cada acto en la llamada “ley de la cárcel”: esto conduce a que en la elección del delito y de las formas de llevarlo a cabo consideren la forma en que será evaluado por los pares en prisión, si eventualmente caen presos.

Para disminuir el riesgo, se intenta también construir un vínculo estandarizado con la víctima; se trata de una suerte de relación de rol: lazo complementario en el que cada uno puede prever el desempeño del partenaire a partir de ciertas expectativas compartidas, como es el caso en los vínculos entre alumno y maestro o médico y paciente. Tal relación se inscribe en un ideal según el cual el ladrón debe controlar la situación a fin de cumplir su objetivo con el menor riesgo posible. La responsabilidad inicial es suya: él debe imponer con rapidez la definición, de modo tal que la víctima se comporte de la manera esperada y conjure la amenaza de muerte que se prolonga durante toda la escena.

No obstante la extensión del cálculo sobre el riesgo, hay dos esferas centrales donde éste tiene lugar, aquellas que en última instancia definen la constitución del actor al delimitar su campo de acción: no hay cálculo de riesgo en la entrada en el delito, donde justamente, como señalamos, “no hay que pensar y mandarse”, como tampoco en la “salida”. En efecto, la percepción del aumento del riesgo no lleva a estos jóvenes a considerar la posibilidad de abandonar; todas las decisiones se toman en el interior del campo de acción definido. Así, si bien creen que la policía es más encarnizada que en el pasado y busca exterminarlos más que disuadirlos de seguir actuando, esto los lleva a inclinarse por una estrategia simétrica de “jugarse todo” en un hecho donde lo “único que queda es ganar o perder”: y perder es morir, lo que aumenta exponencialmente la violencia de los enfrentamientos.

En suma: riesgo, delito y sensación de inseguridad se presentan en encadenamientos diversos, complejos, donde se entrecruzan temores atávicos, cálculos racionales, imágenes mediáticas y otros elementos propios de lo más profundo del imaginario de cada sociedad. Por ello, si bien este artículo se centró en la inseguridad relacionada con el delito, debería enmarcarse en una reflexión más amplia sobre distintos temores –algunos nuevos, otros históricos; algunos más reales, otros más imaginarios–, que conjugados y potenciados llevan a que la inseguridad se haya constituido en una preocupación central que la sociedad actual trata vanamente de exorcizar.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Diego Bianchi, Sin título, 2003, instalación, Estudio Abierto Harrods; Sin título, 2004, fotografía.

Lecturas. Una bibliografía básica sobre el tema de este artículo incluye: F. Dubet, La galère, jeunes en survie (París, Fayard, 1987); D. Garland y R. Sparks, Criminology and Social Theory (Oxford, Oxford University Press, 2000); J. Hagan, A. R. Gillis y D. Brownfield, Criminological Controversies (Boulder, CO, Westview Press, 1996); H. Lagrange, La Civilité a l’épreuve. Crime et sentiment d’insecurité (París, PUF, 1995).

Gabriel Kessler es doctor en Sociología por la École des Hautes Etudes en Sciences Sociales, París, profesor de la Universidad Nacional de General Sarmiento e investigador del Conicet. Ha publicado La experiencia escolar fragmentada. Estudiantes y docentes en la escuela media en Buenos Aires (Buenos Aires, Unesco-IIPE, 2002) y Movilidad social y trayectorias ocupacionales en la Argentina (Santiago de Chile, Cepal, 2003). En colaboración con Vicente Espinoza y Sandra Gayol, ha compilado Violencias, delitos y justicias en la Argentina (Buenos Aires, Manantial, 2002) y Sociología del delito amateur (Buenos Aires, Paidós, 2004).

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