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Sobre la universidad pública, su necesaria defensa y la conveniencia de preguntarse de quién se la está defendiendo y cómo.
Una profesión de fe. Tratándose de la universidad, todo debería ser, por principio, público. Nada debería permanecer secreto, dicho a media voz, cuando lo que está en juego es la universidad y su futuro; más aún si quien escribe profesa la enseñanza pública, hace de ella su profesión, incluso hace de ello una profesión de fe. Así pues, lo mejor será confesarlo desde el vamos, sin reservas: tolero mal, con dificultad, un discurso bastante difundido al que podríamos llamar “Evocación de la Edad de Oro de la Universidad Argentina”. Un discurso nostálgico, cuyo referente perdido se sitúa en la década que va desde la caída de Perón en 1955 hasta la “Revolución Argentina” encabezada por Onganía en 1966. Durante aquellos años habría tenido lugar en espacios clave de la universidad un profundo proceso de renovación (conducido, en el caso de la Universidad de Buenos Aires, por héroes modernizadores como José Luis Romero o Gino Germani) que encontró su abrupto final en la “Noche de los Bastones Largos” y la posterior ola de renuncias, despidos y fuga de cerebros.
Nadie duda de que las cosas hayan sucedido así. Sin embargo, el malestar retorna cada vez que me veo expuesto a este relato histórico; y para volver más incómoda la situación, mi intolerancia no disminuye, sino que se incrementa en proporción al respeto y admiración intelectual que merecen los sujetos que lo enuncian.
Experimento, por otra parte, una reacción alérgica similar ante las manifestaciones de otro tópico discursivo, consolidado en los años noventa: el de “la crisis” o “el problema” de la universidad pública actual. Valgan como ejemplo las recientes declaraciones de Tulio Halperin Donghi sobre el derrumbe institucional que vive la UBA: “Una universidad que cuenta a sus estudiantes por centenares de miles, obviamente sólo puede funcionar mal; incluso no sé si puede funcionar. […] La universidad pública se ha transformado en su peor enemiga”. Nuevamente, ¿quién se atrevería a poner en duda que la UBA funciona mal? Es preciso admitir que Halperin Donghi –como se reconoce para cerrar una discusión– tiene razón. Tiene sobradas razones para decir lo que dice y es así que mi reacción resulta por completo irrazonable, insostenible. Pero ocurre; tiene lugar. ¿Cuáles son –si las hubiera– las razones de semejante irracionalidad?
Alergias. La alergia se presenta como una reacción excesiva, desmedida (una overreaction, según la concisa expresión en lengua inglesa) ante un factor externo que el sistema inmunológico reconoce como una amenaza para el cuerpo. Este reacciona, procurando rechazar al agente extraño, aunque esa misma clausura puede provocar, en casos extremos, la propia muerte. ¿Se trata de un “error” del sistema inmunológico? ¿Según qué extraña lógica el cuerpo puede llegar a “preferir” la muerte a tolerar esa intrusión?
Por cierto, la comunidad universitaria, que en los últimos tiempos atraviesa una crisis de representación y una fractura interna tales que dificultan resolver el conflicto entre los representantes de los claustros de profesores, estudiantes y graduados –esto ante el desconcierto de una opinión pública que se limita a observar atónita e irritada–, esa misma “comunidad” ha demostrado, ante situaciones de agresión externa, una notable cohesión. Ha tenido, además, el apoyo de amplios sectores de la sociedad que continúan viendo en ella –y es probable que no se equivoquen– un bastión histórico de sus aspiraciones de progreso social. Existe sin duda en nuestra cultura una larga tradición de defensa de la universidad pública, uno de cuyos capítulos más recientes lo constituye la inmediata y cerrada protesta ante el anuncio, hecho en marzo de 2001 por el entonces flamante –y pronto efímero– ministro de Economía, Ricardo López Murphy, de un recorte que afectaba en 361 millones de pesos el presupuesto anual destinado a las universidades. Como destaca Pablo Buchbinder en su Historia de las universidades argentinas, durante la década de los noventa las casas de estudios superiores lograron contrarrestar algunos de los intentos más ostensibles de poda presupuestaria, restricción en el ingreso y arancelamiento. El hecho de que la universidad fuera uno de los espacios donde las políticas neoliberales encontraron más resistencia demuestra “el papel que la educación […] conserva en el imaginario de los argentinos como instancia para el ascenso social y la fuerza de las nociones colectivas en torno a la responsabilidad indelegable del Estado”.
Si volvemos ahora a mi reacción frente a los relatos nostálgicos y los discursos apocalípticos sobre la universidad, quizá se comprenda mejor considerando que proviene de alguien que inició sus estudios universitarios en 1994. Al año siguiente, y pese a las resistencias que suscitó dentro y fuera de la universidad, fue aprobada la Ley de Educación Superior del gobierno menemista. Una ley agresiva, que vulneraba la autonomía universitaria; puntapié inicial para la instauración de prácticas de evaluación externa en términos de “eficiencia” y “rentabilidad”, a través de organismos como la Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria (CONEAU), agentes exógenos que periódicamente se introducen en el cuerpo de las instituciones universitarias y lo inspeccionan; o de programas desarrollados por organismos financieros internacionales como el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y el Banco Mundial, que priorizan ciertos proyectos en detrimento de otros y así influyen activamente en las políticas universitarias. La necesidad de reaccionar con presteza ante las políticas neoliberales era evidente. Al mismo tiempo, siempre me pareció muy difícil conciliar esas urgencias con la situación del que empezaba sus estudios universitarios. A mí, al menos –debo confesarlo–, siempre me resultó casi imposible estudiar, sostener un proyecto de largo alcance como es terminar una carrera universitaria, conjugando esa temporalidad paciente, por momentos tediosa, con los mensajes que llegaban sin cesar desde diversas fuentes anunciando la inminencia del Apocalipsis. ¿Cómo estudiar en una universidad que, nos dicen, “está por cerrar” y “va a cerrar” si no abandonamos de inmediato nuestros libros, nuestros apuntes, y nos movilizamos en su defensa? En fin: mi política fue blindarme en cierta medida contra esos discursos, inmunizarme, no llevarles el apunte; declararlos, como se dice en la jerga jurídica, “no ha lugar”. Actuar, de manera axiomática, como si la universidad no estuviera en peligro inminente; creer en el futuro de la universidad y comportarme conforme a esa creencia. Porque ¿cómo estudiar seriamente, cómo trabajar en y por la universidad, como profesar o hacer profesión de la universidad sin creer en ella?
Pero la universidad, institución ilustrada si las hay, ¿no debería ser el espacio donde toda creencia es cuestionada? ¿No sería esa su misma razón de ser? En efecto, yo creo que es así. Creo en la universidad como espacio de la puesta en cuestión de toda creencia, incluso de la creencia misma en la universidad. Creo que esto hay que defenderlo, que merece ser defendido de manera incondicional, y al mismo tiempo ser sometido a crítica: es necesario defender y someter a crítica, según un movimiento escindido, la universidad y sus propios mecanismos defensivos, exponiéndola sin defensas a su “afuera”.
Immunitas. La universidad se sostiene en la acrobacia de este doble gesto: debe acoger las interrupciones que vienen a defenderla y al mismo tiempo defenderse de ellas, limitándolas, circunscribiéndolas, reivindicando su discontinuidad constitutiva frente a las urgencias –reales o supuestas– de la política, preservando los tiempos sin duda más lentos, menos emocionantes quizás, de la vida universitaria. Por ejemplo, las largas horas que los estudiantes deben consagrar al estudio. O los tiempos lentos de una exposición docente. Es preciso, afirma Derrida, resguardar esa inmunidad académica: “la idea de que ese espacio de tipo académico debe estar simbólicamente protegido por una especie de inmunidad absoluta, como si su adentro fuese inviolable, creo […] que debemos reafirmarla, declararla, profesarla constantemente, aunque la protección de esa inmunidad académica (en el sentido en que se habla también de una inmunidad biológica, diplomática o parlamentaria) no sea nunca pura, aunque siempre pueda desarrollar peligrosos procesos de auto-inmunidad, aunque –y sobre todo– no deba jamás impedir que nos dirijamos al exterior de la universidad –sin abstención utópica alguna–”. La universidad, según una extraña topología, sería así por un lado una institución más entre las que forman el tejido social, y a la vez estaría en cierta posición de excepción: perteneciendo y no perteneciendo a la sociedad, respondiendo y no respondiendo a sus normas, demandas y regulaciones.
El intruso. ¿Cómo puede la universidad preservar su inmunidad y al mismo tiempo sostener un vínculo vital con el mundo en el que se encuentra? Es un problema de fronteras, y como tal pone en juego violencias y conflictos. “Cuidado –advierte nuevamente Derrida– con aquello que abre a la Universidad al exterior y a lo sin fondo, pero cuidado con aquello que, al cerrarla sobre sí misma, sólo crearía un fantasma de cierre, la pondría a la disposición de cualquier interés o la convertiría en algo totalmente inútil.”
Cualquier celebración de una “universidad abierta” sería aquí pura demagogia o voluntarismo, pues la universidad necesita, para funcionar, de un cierto grado de clausura; aunque al mismo tiempo ese claustro se encuentre habitado, contaminado desde siempre, y de manera necesaria, por su “afuera”. Hablo más precisamente del intruso, aquel que no-perteneciendo está siempre ya adentro, según Jean-Luc Nancy. “El intruso se introduce por fuerza, por sorpresa o por astucia; en todo caso, sin derecho y sin haber sido admitido de antemano. Es indispensable que en el extranjero haya algo del intruso, pues sin ello pierde su ajenidad. […] Recibir al extranjero también debe ser, por cierto, experimentar su intrusión.” Así, cuando por razones de corrección moral o política se recibe al extranjero borrando el umbral de ajenidad, disimulando la violencia que implica su llegada, en verdad no se lo está recibiendo en absoluto, se lo está negando en tanto que ajeno.
Quizás una escena que tuvo lugar en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA nos permita pensar de otro modo la relación entre el cuerpo universitario y sus “intrusos”, más allá de la dicotomía adentro/afuera (dicotomía que rige, por ejemplo, la evaluación de la “eficacia” de una institución universitaria según la ratio entre alumnos que ingresan y egresan, considerando a aquellos que abandonan como un “fracaso” o un “gasto inútil” para el sistema; como si pasar, circular por la universidad, aun sin “terminarla”, no fuera una experiencia significativa).
Ocurrió durante la cursada de una materia del área de Teoría Literaria, en el primer cuatrimestre de 1999, otro año en que la universidad se vio sacudida por el recorte presupuestario. En mitad de la clase teórica, que estaba dando el titular –un reconocido profesor y crítico literario– ante unos 150 alumnos, un hombre ingresó al aula y pidió permiso para hablar. Se presentó como un obrero portuario y dijo que él y sus compañeros estaban llevando adelante una huelga. El profesor le cedió la palabra y lo escuchó atentamente desde un costado. El hombre tomó el lugar del profesor, expuso sus argumentos a favor de la huelga y pidió a los estudiantes que contribuyeran con el “fondo de huelga” depositando unas monedas en la caja que sostenía en su mano. Hasta aquí se trata de una escena más o menos habitual en la universidad pública, cuyas clases son regularmente visitadas por vendedores ambulantes o gente que simplemente pide dinero; pero entonces el profesor, que hasta ese momento había escuchado respetuosamente, retomó la palabra con autoridad y, pese a la sensible diferencia de edad y fuerza física a favor del obrero portuario, lo increpó violentamente, frente a los atónitos estudiantes. Si usted efectivamente es un obrero portuario –le dijo– ¿no le da vergüenza rebajarse a una práctica tan humillante como pedir limosna? ¿Y no le avergüenza venir a hacerlo a este lugar, donde muchos de los estudiantes apenas llegan a reunir el dinero que necesitan para comprar sus apuntes y pagarse el viaje en colectivo? ¿No piensa que como obrero en huelga debería hacer otra cosa? El hombre no atinó a responder, se limitó a sonreír amablemente al profesor –como si éste acabara de manifestarle su apoyo–, pasó rápidamente entre los bancos con su caja –algunos, aunque pocos, contribuyeron– y se retiró.
El encuentro está lejos de ser utópico, y la incomodidad de la situación nos recuerda la raíz etimológica común de los vocablos latinos hospes-hostis y sus derivados hospitalidad-hostilidad. El profesor acoge a este intruso en la clase, le permite hablar, y al mismo tiempo no tiene hacia él una actitud condescendiente, ni pierde ante él su autoridad. Como si le dijera: bienvenido a la universidad, la casa no te cierra sus puertas ni te niega el derecho a la palabra, este es un espacio público, abierto, pero al mismo tiempo el mero hecho de entrar te pone en parte en el lugar de alumno y somete tu discurso a las reglas de la discusión crítica. Después de todo, ¿quién podría asegurar que lo que en realidad el obrero portuario había venido a buscar a la universidad no era que le diesen “una lección”?
El profesor alojó, hospitalariamente, al sujeto y al discurso que este sostenía, y al mismo tiempo interpeló a ese intruso, lo enfrentó, lo desafió no sin hostilidad. Se expuso, y expuso a la universidad, sin defensas (por un momento todos pensamos que efectivamente el obrero portuario iba a golpear al esquelético profesor, y sin embargo el “intruso” de algún modo también “pertenecía” a la comunidad universitaria o estaba “dentro” de ella; algo de la lógica de la institución le dictaba, en todo caso, el respeto debido a ese cuerpo escuálido que lo agredía casi sin poder y al mismo tiempo encarnaba, en ese momento y para los allí presentes, el saber). El profesor no actuó a la defensiva. Por el contrario, equivocado o no –no es eso lo que importa discutir ahora–, hizo profesión de la universidad entendida como espacio de discusión crítica, y ante un discurso que consideraba objetable, inconsistente, profesó –declaró y sostuvo pública, incondicionalmente– su fe en la universidad.
Imágenes [en la edición impresa]. Lux Lindner, de la serie “Las Princesas Vivirán, las Terroristas Morirán”.
Lecturas. Sobre la universidad en la Argentina: Pablo Buchbinder, Historia de las universidades argentinas, Buenos Aires, Sudamericana, 2005; Tulio Halperin Donghi, Historia de la Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, Eudeba, 2002; Lucas Rubinich, La conformación de un clima cultural. Neoliberalismo y universidad, Buenos Aires, UBA-Libros del Rojas, 2001. Sobre la universidad como espacio y las nociones de inmunidad e intruso: Jacques Derrida, Universidad sin condición, Madrid, Trotta, 2002; y “Las pupilas de la universidad”, en Cómo no hablar y otros textos, Barcelona, Proyecto A, 1997; Jean-Luc Nancy, El intruso, Buenos Aires, Amorrortu, 2006; Roberto Esposito, Immunitas, Buenos Aires, Amorrortu, 2005. El reportaje a Tulio Halperin Donghi del que extraigo la cita se encuentra en la revista Criterio, junio de 2006. (www.revistacriterio.com.ar)
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