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A dos meses de la muerte de su esposo, la narradora de Arboleda decide emprender en soledad el viaje a Italia que habían planeado juntos. A partir de esa poderosa premisa, la poeta y traductora alemana Esther Kinsky abre el juego a una novela que se despliega en un tríptico que abarca tres zonas de Italia —Olevano, Comacchio y Chiavenna—, en el cual se configuran tres paisajes por los cuales la narradora se desplaza a la vez que comienza a hacer su duelo.
Teñida de una profunda sensación de tristeza y melancolía, pero al mismo tiempo atenta al detalle y sensible a la vida, la narradora, en este viaje, transmite una singular sensación de novedad. Como si el cimbronazo de la muerte propiciara de pronto una mirada extrañada, se detiene en formas y colores de aves y árboles mientras se traslada de un pueblo a otro y, lentamente, desplaza su atención de M., su esposo, a su padre.
Admirador de Fra Angelico y del arte de los etruscos, el padre de la narradora, que aparece a partir de recuerdos de infancia, de viajes a Italia en familia, se presenta como un ser contemplativo y algo esquivo. Un hombre que, en su silencio, sugiere un frondoso mundo interior y aprovecha cuanta ocasión encuentra para escaparse de la esposa y los hijos con el fin de ir a ver obras de arte y perderse en soledad en senderos inexplorados. Un hombre del que, además de la sangre y un interés por la pintura y la vibración de los colores, la narradora parece haber heredado un sentido de admiración por la luz y una atracción hacia las sombras.
Desde caravanas fúnebres hasta entierros, cremaciones, tumbas y lápidas, todo es digno de atención para la narradora que, en su flamante condición de viuda, en este viaje, de pueblo en pueblo, se adentra en una serie de cementerios de diversa magnitud. Atraída como por un imán hacia los rituales atávicos de la muerte, lleva flores a la lápida de una mujer desconocida, como si ahí, en ese gesto, en la recreación teatral del duelo ajeno, pudiese llegar a encontrar la fuerza necesaria para impulsar su propio duelo.
Comparada con Sebald y Thoreau, con una marcada demora en la escritura y una prosa hiperdescriptiva, si algo le sobra a Kinsky —hay que decirlo— es talento. Vuelo. Escritura. En ese sentido, es notable el trabajo de Richard Gross en la traducción, que logra recrear una prosa compleja, con oraciones largas, con subordinadas de subordinadas, haciendo que el texto fluya, manteniendo la sonoridad y la tensión, incluso en pasajes en los cuales Kinsky parece soltar la novela, librándola a su suerte, para entrar en zonas de exhibición de su destreza en materia de escritura.
Un viaje de invierno que gira en torno a una mujer y dos hombres que ya no están, dos hombres que probablemente hayan sido los más importantes en su vida. Eso es Arboleda, en síntesis. Un viaje de invierno en el cual Kinsky, con una impronta eminentemente visual, con una mirada fotográfica y sensibilidad pictórica, da cuenta de una serie de paisajes que ilustran, de un modo poético, un proceso tan intenso como personal: el duelo. Ese proceso que ubica al doliente en el ojo de una tormenta silenciosa, en medio de la cual no sólo tiene que vérselas con la colosal tarea de aceptar lo que hasta ayer resultaba impensable, sino que además debe aprender a convivir con lo indecible, la punzante sensación de vacío que deja la ausencia.
Esther Kinsky, Arboleda, traducción de Richard Gross, Periférica, 2021, 336 págs.
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