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Imaginemos leer Bartleby sin el peso de su fama. Sin idea alguna sobre el personaje del título, ni de Melville ni de los incontables análisis e interpretaciones que se han escrito sobre el cuento. Imaginemos que nos topamos de casualidad con la bellísima edición de tapas duras de La Marca editora —de la colección Dúo, un escritor y un artista—, que recupera la maravillosa traducción de Borges y cuenta con las magníficas ilustraciones de Luis Scafati.
Empezaríamos a leer, en la superficie de la trama, la descripción de la dinámica laboral de la oficina de un abogado de Wall Street en el siglo XIX, cómo los escribientes copian páginas y páginas a mano, y el alivio que produce la contratación de Bartleby, un trabajador diligente, dedicado y minucioso hasta el instante en que se le pide que ayude a revisar sus propias trascripciones, una tarea más de la rutina diaria. Bartleby responde que preferiría no hacerlo y su respuesta tiene el efecto de una bomba. Los demás empleados se indignan con su descaro y, de ahí en más, el abogado no puede lidiar con la situación. Quedaríamos fascinados por la resistencia apática de Bartleby, quien parecería no comulgar con las formas y las convenciones de la sociedad en que vive. Sería inevitable también sustraernos al prólogo del propio Borges, a quien Bartleby lo conmovió por la soledad en la que se encuentra y porque, como Ahab, no vacila hasta llegar a la muerte.
No obstante, al terminar el cuento quizá nos quedaríamos pensando que esta historia —como todas las historias— habla de quien la cuenta: el abogado-narrador de sesenta años que contrata a Bartleby como copista. Es que todo lo que sabemos de Bartleby pasa por el filtro de su perspectiva y de lo que él elige contarnos. Se trata de un hombre que se presenta como seguro de sí mismo, que desde temprano comprendió que la mejor forma de vida es la más fácil, por lo que no duda en hacerles concesiones a sus otros copistas, ya que es la manera más sencilla de tratarlos.
Sin embargo, después de su primer fracaso frente a Bartleby, resuelve acomodarse a los acontecimientos, en un asombroso ejercicio de autoengaño. Acaso sea ese patético narrador quien nos llene de angustia, con su mente estrecha frente a lo complejo o lo ambiguo, dado que no tiene ninguna posibilidad de comprender por qué Bartleby más tarde decide no hacer otra cosa que mirar una pared, una wall (como la del subtítulo: “Una historia de Wall Street”, la famosa calle de las finanzas que terminará arrollando la cultura). Paredes omnipresentes en la historia, que parecen encarcelar la libertad de Bartleby y obstruirle la capacidad de entender el sentido de la vida. Lo que obsesiona al narrador es la forma de rebeldía de Bartleby, su inacción; irresuelto e indolente como es, quedará paralizado ante el cuestionamiento existencial de su copista, que logra hacer crecer en él un desconcierto que jamás había experimentado.
Esta edición cierra con un epílogo del psicoanalista y escritor Gustavo Dessal, quien observa que el relato cobra inesperada potencia ese domingo en que el narrador descubre que su extraño copista vive en su oficina. Entonces quedará pegado a Bartleby, quien ya no será un loco ni un excéntrico porque representa eso que dice Borges: la inutilidad como una ironía cotidiana, consustancial a la vida misma.
Herman Melville / Luis Scafati, Bartleby, el escribiente, traducción de Jorge Luis Borges, La Marca editora, 2019, 104 págs.
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