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En Brújula, el profesor de árabe Mathias Enard se disfraza de Franz Ritter, un musicólogo de origen austríaco que propone la empresa —un tanto ambiciosa— de abarcar el mundo con palabras. Porque ante todo la novela intenta exponer los límites del lenguaje, peleando a la contra, intentando crear aun sabiendo de su imposibilidad para representar la totalidad de una experiencia. Ensayando con las herramientas que posee la escritura, el autor “deja la vida en la pista de baile”, pivotando entre diálogos, cartas, poemas que enriquecen la prosa, pero también evocando aventuras por ciudades que otrora ostentaron una singular belleza oriental (Alepo, Damasco, Beirut, Teherán) y que hoy yacen arrasadas o tomadas por terroristas suníes-wahabíes o por los norteamericanos.
La novela habla del lenguaje, como se ha dicho, pero trabaja secretamente con los efectos de “la pérdida”: de un territorio, de un amor e inclusive de la vida misma. Una sintaxis espiralada marca el compás de los recuerdos de Ritter como si se tratase de una ensoñación signada por el influjo del opio. La brújula, como bien dice Pedro B. Rey, está puesta en Oriente, pero no remarca que este Oriente se construye sobre la base de dos registros: uno histórico-simbólico y otro sentimental. En el primero, la fisonomía se esboza a través de personajes decimonónicos, como el orientalista Joseph von Hammer-Purgstall, el compositor austro-húngaro Franz Liszt —quien junto con Hammer-Purgstall condensa la figura de Ritter—, el novelista por antonomasia Honoré de Balzac y la exploradora Isabelle Eberhardt, entre otros. El segundo, el sentimental, tiene como epicentro los paraísos geográficos en los que Ritter hizo de flâneur: los bordes del Cuerno de Oro, desde Cihangir hasta las pendientes de Beyoğlu, la Sinagoga Mayor cercana al Bósforo, los lujosos barrios aledaños al puente blanco de Jisr al-Abyad en el monte Qasiun, las ruinas arqueológicas de Al Raqa, etcétera.
El repertorio de Enard parece no agotarse nunca en ese arco trazado entre las 23.10 y las seis de la mañana, pero sí podría hacerlo un lector que no estuviese entrenado para descascarar el palimpsesto de temas que aborda la novela (por momentos, Enard tematiza un motivo hasta un extremo que roza lo absurdo). En sus “Diferentes formas de locura en Oriente” propone títulos como La enciclopedia de los decapitados o La caravana de los travestis, que a priori parecerían homenajes a Wilcock o a Copi, pero se quedan en la etiqueta, sin que estas nominaciones demarquen algo trascendental en la continuidad de la trama.
Por último, el libro del profesor francés propone lo contrario a lo que señala Alberto Manguel en su crítica a Brújula en torno al supuesto orden que estaría ensayando Enard: lo que intenta decirnos, en cambio, es que nos encontramos en un mundo lleno de ruido, caos y desorden, donde la brújula es el símbolo, el MacGuffin de un destino que quizás nunca encontremos.
Mathias Enard, Brújula, traducción de Robert Juan-Cantavella, Random House, 2017, 448 págs.
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