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John Cheever, uno de los cuentistas mayores del siglo XX, tenía además el hábito de escribir cartas. A un ritmo de entre veinte y treinta por semana, mantuvo la práctica desde su juventud, en los años treinta, hasta el final de su vida en 1981. Esas cartas, recopiladas y editadas por Benjamin, su hijo mayor, iluminan la obra del retratista de la clase media norteamericana de los años sesenta, con sus personajes ricos en dinero pero pobres espiritual y emocionalmente, que sufren de soledad y de falta de autoestima. El propio autor se veía a sí mismo como un espía infiltrado en territorio enemigo, un observador agudo e impiadoso del prójimo, si bien él también se reflejaba en ese espejo, el del burgués suburbano ávido de ascenso social.
El volumen es una odisea voyeurística fascinante para sus admiradores: las cartas muestran cuánto le costó publicar en sus inicios, los años de instrucción prebélica y su tarea de redactor en el Cuerpo de Señales del Ejército estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial; sus esfuerzos económicos, los problemas con los editores y la decepción que le provocaba su profesión; la rivalidad con Salinger, Roth y Updike; también, la relación con la colonia de artistas Yaddo y con The New Yorker, su principal fuente de ingresos. Además, el alcoholismo, producto de su inseguridad y de su sensación de ser un impostor, tanto en el suburbio en el que vivía como en su matrimonio: en ambos siente que sobrelleva una doble vida, por la inestabilidad que padece, por sus múltiples amantes y por su bisexualidad encubierta. “Mary, Mary, Mary, qué difícil es estar solos los dos, comer tu sopa de arvejas, cuando nuestro conocimiento mutuo se funda en el engaño”, ya había escrito en su diario.
Si bien las cartas poco dicen sobre los hábitos de trabajo de Cheever, es su hijo quien comenta en la introducción: “Mi padre se ponía el traje por la mañana y bajaba en el ascensor con los hombres que iban al trabajo, pero no se apeaba en el primer piso. Seguía hasta el sótano e iba hasta el cuarto de la criada. Una vez allí se quitaba el traje, lo colgaba y escribía en ropa interior. De ese modo cubría las apariencias y se ahorraba la factura de la tintorería”. Al mismo tiempo, el libro entraña un segundo texto entrelazado con el primero, y es el de la búsqueda del padre que emprende el hijo al interpretar sus cartas como una forma de acceso al misterio que necesita dilucidar. Así lo aclara al comienzo, en “El hombre a quien creía conocer”. Estas glosas se alargan a medida que avanza el libro y crecen por el descubrimiento que las cartas le proveen de una persona a la que conocía en parte y que, por caso, condenaba la homosexualidad como una “inclinación problemática” en tanto no le era ajena, algo que el hijo jamás sospechó. Por cierto, esto justificaría la selección arbitraria que hace de las cartas como editor, o que a partir de esa revelación cite extractos del diario de su padre que él también prologó. No obstante, declara al comienzo que sería inexacto considerar a su padre un ser desdichado; al contrario, el hombre que revive en las cartas es más completo que el que él amaba y creía conocer.
La traducción, a cargo de Miguel Temprano García, se resuelve con una prosa tal vez menos coloquial y poética que la del autor, en la que abundan palabras ajenas al léxico rioplatense, a las que sin embargo los lectores argentinos ya nos hemos acostumbrado.
John Cheever, Cartas, traducción de Miguel Temprano García, Literatura Random House, 2018, 432 págs.
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