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No es fácil olvidar los versos de Anne Carson. Son numerosas las señales que así lo anuncian. No me refiero aquí al reconocimiento internacional que tiene su poesía, que abarca distintos países y un renovado interés también en Argentina. Me refiero a la intensidad de su trabajo y al modo en que sus libros se contaminan entre ellos y vuelven a disponer itinerarios comenzados en otros lugares pero que en cada nuevo registro se estrellan de una manera diferente. La suya es la originalidad de una voz poética que crea su propia pertenencia.
En las versiones de las Short Talks —Charlas breves— que nos entrega Ezequiel Zaidenwerg, Carson juega con un género académico que conoce bien: el de la conferencia o la disertación sobre un tema específico. Lo pequeño o lo breve funciona como un ojo o una clave. En un universo concentrado donde una voluntaria economía verbal impide desarrollar un conflicto o extenderse en la descripción de situaciones y personajes, los restos de la tradición literaria y filosófica canónicas son el banquete. Carson toma de la cantera universal los materiales que necesita y los sumerge en su dicción particular, en su propia experiencia del universo. Estos textos tensos, como el equipaje preparado antes de una partida súbita, recogen objetos extraños que sólo tienen sentido para quien viaja. Las piezas se reflejan unas a otras hasta adquirir proporciones o siluetas mágicas e irreales como las del espejo de Alicia.
“Me fui de viaje a un lugar en ruinas. Había tres portones entreabiertos y un alambrado roto. No eran las ruinas de nada en particular. Allí llegó un lugar y se estrelló. Quedaron, luego de eso, las ruinas de un lugar. Y la luz se posaba sobre ellas”, se lee en la “Charla breve sobre dónde viajar”. De este mismo modo, creo, podemos leer cada una de las piezas que componen el libro. Estas charlas no son las ruinas de nada en particular, pero en cada una de ellas un lugar de la filosofía o de la literatura que arrastra sus propios personajes, sus propias historias, se estrella. Carson lo estrella. Lo estrella con una audacia inaudita, casi con descaro. O lo consume, del mismo modo en que el deseo amoroso consume los cuerpos. Y luego deja que la luz se pose sobre los restos. Otra luz. ¿Su propia luz? No estoy segura. Pero sus versos me acechan: “No son tan numerosas las acciones en la vida. Entrar, salir, entrar secretamente, cruzar el puente de los suspiros. Cuando me deshonraste, supe que el deshonor es una acción. Pasó en Venecia, y hace que las cuerdas vocales se me hinchen. Anduve retumbando por Venecia, por arriba y abajo de los puentes, pero vos te habías ido. Luego, ese mismo día, llamé a tu hermano por teléfono. ¿Qué te pasa en la voz?, me preguntó”.
La otra clave que hilvana el collar de las Charlas breves tiene que ver con el movimiento del deseo. Quizás previsiblemente, ya en su primer libro, un texto que se desprende de su tesis doctoral, Eros. El dulce amargo (cuya traducción a cargo de Mirta Rosenberg y Silvina López Medín fue publicada por Fiordo en 2015), Anne Carson nos sumerge en el universo del deseo erótico y su ambigua trayectoria donde convergen amor y odio. Por supuesto que el deseo no es simple, pero lo importante es tener algo o alguien a quien desear. Y para retener ese brillo, ese parpadeo fugaz del deseo, es que surge entonces la poesía.
Anne Carson, Charlas breves. Short Talks, traducción de Ezequiel Zaidenwerg, Zindo y Gafuri, 2015, 108 págs.
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