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He aquí el objeto: una segunda parte, secuela imaginaria de la antología preparada en 1956 por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, de Cuentos breves y extraordinarios.
Pero si el original constaba de ciento diez narraciones estrábicas, el nuevo florilegio concebido por el aquí antólogo y compositor Reinaldo Laddaga (Rosario, 1963) es un anfibio integrado por un libro con cincuenta y cinco concisas historias —tomadas de las mismas o similares fuentes en las que abrevaron Borges y Bioy para recopilar los textos del volumen original— y, además, dos CD con cincuenta y cinco piezas musicales escritas para la ocasión por un “colectivo momentáneo de dieciocho músicos”, como “respuestas sonoras” a los textos seleccionados, a instancias del responsable de la iniciativa, según él mismo apunta en el prólogo.
Laddaga, autor de cinco de las composiciones, sugiere acompañar la lectura de cada texto con la escucha de la música que se le ha asignado. Y, tras otras pocas precisiones, se esfuma en el silencio de su firma y abre la puerta para que el lector y oyente salga a empollar incertidumbres.
La invitación a leer un puñado de situaciones concebidas durante miles de años de humanidad al tiempo que se escucha un puñado de músicas compuestas en estos días (en un espectro estético amplio, pero siempre cerca de la tradición escrita), parece casi rústica, primitiva para quienes habitan un continuo audiovisual dominado por la lógica del videoclip, por pantallas que emiten, entreveradas, imágenes y músicas de toda clase y por la experiencia de leer —textos, vidrieras, rostros, calles— mientras la música reformula, potenciándolas o anestesiándolas desde un iPod o un celular, esas lecturas.
Ese recurso a lo arcaico es un efecto provocadoramente deliberado. Atento transeúnte de su época, Laddaga parece insinuar que, a pesar de todas las frases hechas en forma de canción autocomplaciente que se emiten por millones a cada instante, la relación entre música y palabra es siempre inestable y conflictiva; y, en la actualidad, sólo capaz de engendrar monstruos que se alejan de la armonía simbiótica de lo cantabile. Que aquello con lo cual se convive a diario es en verdad la experiencia de una cercanía asintótica entre música y palabra: la distancia entre ambas tiende a cero pero nunca lo alcanza; el espíritu que podría zurcir el desgarrón entre ambas ya no sabe dónde soplar.
Leer cada texto de esta nueva antología de Biorges/Laddaga mientras se escucha la música que le ha sido asignada, lejos de convertirse en un recorrido pueril o previsible, es una forma módica del desasosiego, como cuando las cosas se corren ligeramente de foco no lo necesario para desdibujarse pero sí lo suficiente para volverse ambiguas. Como quien mira una película muda mientras alguien toca un piano en el bar de al lado.
Y plantea, además, otro dilema: ¿hay un autor de este objeto? Y si lo hay, ¿es Laddaga, es el conjunto de autores de textos y de músicas, o es algo o alguien que se manifiesta como un eco impersonal de la lectura y de la escucha?
Como a todo artista lúcido, a Laddaga le basta con reunir ciertas afinidades bajo un mismo techo para que, gracias a una suerte de química del contagio, estas adquieran un aire de familia. Una familia que, como decía el maestro vienés, regresa aviesamente por el incómodo atajo de la extrañeza.
Reinaldo Laddaga, Cosas que un mutante tiene que saber, edición digital y edición en libro acompañado de dos CD, Unsounds, 2014. Hay edición en inglés, Things that a mutant needs to know, por el mismo sello.
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