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En sus dos primeras novelas, Jonathan Lethem intentaba hacer pie en la resbalosa herencia de Philip K. Dick barajando dosis de iconografía pop y estética noir a fin de postular sendas distopías satíricas donde la realidad se presentaba como una alucinación en pugna. Eran tiempos de pastiche, de mezcla irreverente. Su tercera novela, Cuando Alice se subió a la mesa —publicada por primera vez en 1997 y enfundada ahora por Caballo Negro en una traducción rioplatense— supuso un giro semirrealista. El futuro estaba entre nosotros. La sátira, también.
En el centro del argumento hay una singularidad gravitacional producida por un experimento fallido, que es lo mismo que decir que hay un agujero, o una Ausencia, como de hecho la llaman los personajes. Quizá por eso buena parte de la novela parece girar en falso. Philip Engstrand, profesor de antropología en una ficticia universidad del norte de California, propala su cinismo en una bufonesca crítica a la epistemológica científica mientras mantiene un amorío con Alice Coombs, especialista en física de partículas. Cuando todo parece marchar viento en popa, un evento de proporciones fastuosas los separa. El acelerador de partículas en el que Alice trabaja ha producido “un desgarro en el tejido del universo”. Distintos grupos de entendidos, cada uno desde su propio campo, se arrogan el monopolio explicativo del evento. Están los acérrimos defensores de que se trata de un agujero de gusano, de un portal a otro universo, y están aquellos que sostienen una posición aún más heterodoxa, Alice entre ellos, quien sugiere que Ausencia posee capacidad empática. Esto es así porque Ausencia embucha los objetos que le arrojan, aceptando unos y desechando otros sin ningún patrón reconocible.
Como si la novela tomara al pie de la letra las metáforas banales del vínculo amoroso, a medida que la investigadora se obnubila con Ausencia deja un hueco cada vez mayor en la vida del antropólogo. En sus intentos por reconquistarla, Philip acaba como tutor de dos ciegos que viven en su propio universo y parecen una versión beckettiana de Tweedledum y Tweedledee, los gemelos de Lewis Carroll. Con el correr de las páginas, la sátira de los vicios académicos deviene en una indagación algo superficial sobre el amor no correspondido y, más adelante, en una apostilla alucinada de Alicia a través del espejo. Allí están, no del todo disimulados en la coloratura de los personajes secundarios, el Sombrerero, la Reina de corazones, el Gato de Cheshire, la Liebre de Marzo. Y Alice, claro. Porque la realidad puede no ser más que la proyección de un cerebro que ve y piensa (es decir, una vuelta a Dick habiendo pasado por Heisenberg), y el vacío, un espejo donde tropezar con el propio destello. Pero si se da el salto cuántico hacia el otro lado, lo real se ofrece desnudo, sin palabras que lo arropen ni reclamos de ser mirado para existir. Más que de la conclusión de esta novela ingeniosa, de tranco cansino y diálogos disparatados, Lethem, contra todo pronóstico, parece estar hablando de su propia obra.
Jonathan Lethem, Cuando Alice se subió a la mesa, traducción de Alberto Rodríguez Maiztegui, Caballo Negro, 2022, 244 págs.
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