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Al son de las campanas y arrebujados en los enhorabuena, los lectores locales de nuestra lengua madre deberíamos celebrar las dos dichosas traducciones de la obra de Cynthia Ozick con las que nos vimos halagados en este último tiempo: a la no tan lejana Virilidad (Bajo la Luna, 2007), se sumaron recientemente Los papeles de Putermesser (2014) y Cuentos reunidos (2015).
La novela de Puttermesser, a la que le rendimos un brevísimo homenaje diferido, narra ciertos hechos prominentes en la vida de una empleada estatal desde que la relegan aún más y la echan del trabajo hasta su muerte. En ese intervalo, de unos treinta años, Puttermesser —una mujer audaz, voluntariosa, ingenua y sustancial—, con la arcilla de sus macetas rotas vuelta a amasar, construirá una golem; llegará, en una revancha triunfal, a alcaldesa de Nueva York; morderá otra vez el polvo y será escarnio de sus enemigos, y hasta cobijará a una falsa prima rusa cuyas ambiciones parecen concentrarse en el rojo intenso de sus labios pintados como en un póster PAGSA o en vivir en el seno de una economía de mercado. Es casi imposible no sentirse feliz siguiendo a la bienaventurada Puttermesser en el segmento “Puttermesser en pareja”, y sería poco menos que mezquino no dejarse seducir por esa corriente de inteligencia compositiva de la que se nutre toda la novela: aire, agua, suelo y sol de una escritura en estado de gracia. ¿Más pormenores, detalles? Exquisitos, pero habrá que ir a buscarlos entre los Papeles.
El menú de los cuentos, desde ya, es más variado. Aunque en muchos casos su extensión los acerque a la nouvelle y eso pueda amenazar con diluirlos o licuar su efecto, todos —todos— dejan una marca única y cautivadora. El impacto llega al toque, como consecuencia del despliegue narrativo de la anécdota. Qué pasa, cómo pasa y a quién o a quiénes les pasa, escrito así como lo hace Ozick, resulta deslumbrante. Pero que resulte así de extraordinario que las hermanas de un médico quieran a toda costa adosarle una mujer y que él las rechace a causa de otro amor loco, o que un mascarón de proa salte a los muelles para alimentarse y hacerse carne a costa de la pasión que despierta en unos incautos, o que un poeta malísimo adquiera su fama gracias a las palabras que extrae de las cartas que le envía una tía vieja y repudiada, tiene que ver también con las minuciosas magias intermedias con las que uno se topa casi al nivel de cada frase. Limpias, directas y casi informativas en ciertos casos, o más porosas, onduladas y reminiscentes en otros, las oraciones —como forma gramatical pero también como obra de la elocuencia, vehículo del razonamiento y pie de la elevación hacia lo divino— tienen aquí un protagonismo contundente: son los primeros individuos de una biósfera fecunda, plena de agudeza, intuición, denso follaje y plasticidad. Desde ellas y con ellas cada cuento asume una suerte de función creativa: formar y deformar el mundo —muchas veces el mundo propio de la tradición y la cultura judías— para que cada nuevo prisma o cada nueva lente muestre a su trasluz una virtud, una flaqueza, un desdén, una fatalidad o una bienaventuranza cáusticamente distópicas frente a las que se pueden apreciar en la vida. Al final, con “Mercenario” o “La valija” ya leídos, uno puede persuadirse de que ha observado un mandamiento fundamental.
Cynthia Ozick, Cuentos reunidos, traducción de Eugenia Vázquez Nacarino, Lumen, 2015, 720 págs; Los papeles de Puttermesser, traducción de Ernesto Montequin, Mardulce, 2014, 344 págs.
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