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No debemos olvidar, según William Carlos Williams, que olemos, escuchamos y vemos con palabras, nada más que con palabras, y que al encontrar un lenguaje nuevo olemos, escuchamos y vemos otra vez como si fuera quizás la primera. Del color de la leche, novela corta de Nell Leyshon publicada por Sexto Piso y traducida al español por Mariano Peyrou, narra en minúscula la irrupción de ese lenguaje y la escritura atroz de su memoria.
Simple, la historia transcurre en Inglaterra a mediados del siglo XIX y tiene como protagonista a Mary, una campesina que aprende a leer luego de abandonar la granja que compartía con tres hermanas, su madre, su padre y un abuelo recluido en el galpón de las manzanas. Antes de escribir el libro que leemos, Mary juntaba piedras del campo que iba a ser labrado y las metía en cubos que también llevaban, por la mañana y por la tarde, la leche ordeñada de las vacas. Se ocupaba además de los animales, pero había nacido con una pierna deforme, el pelo blanco como la leche y una lengua mala que no pudo impedir que el padre la empleara como criada en la casa del vicario del pueblo. Allí, cuidó de la señora Graham hasta que dejó de hacerle falta, y fue entonces cuando el vicario, viudo y solo, le enseñó por las noches a leer y a dibujar las letras.
De esas lecciones sostenidas en la Biblia, sobresale la certeza de que escribir lleva mucho tiempo (“hay que deletrear y copiar cada palabra encima de la página, y cuando termino tengo que volver a mirar para ver si las he elegido bien”), de que se tarda más en escribir sobre algo que pasó que lo que eso tardó en pasar, y acaso lo que se repite como un rezo o un conjuro: que toda escritura es una inscripción en plena carne. Por eso este libro no es (aunque así lo señale la autora) el relato de una mujer que descubre su voz a través de la palabra escrita, sino la invención de un lenguaje propio a través de la soberanía de esa palabra. “Este es mi libro y estoy escribiéndolo con mi propia mano”, la frase que regresa página tras página (casi siempre acompañada de “me duele el brazo” o “me duele la mano otra vez y me duele la muñeca”), evoca tanto la extrañeza que produce el acto de escribir como el marcado del cuerpo por un alfabeto cruel, si bien el único con el que Mary puede contar las cosas que pasaron.
Del color de la leche comienza y permanece en la fisura abierta entre el amo y las herramientas del amo, su rechazo, su asunción o su arrebato. Lo que perdura de él es menos la memoria inmaculada de una voz que una ficción que se acerca mucho a la poesía. Y por eso, sin sutura, hasta el final sigue latente la sospecha de que la deliberada ausencia de mayúsculas se corresponde con los trazos, precisos y fatales, de la atenta decapitación de la lengua soberana.
Nell Leyshon, Del color de la leche, traducción de Mariano Peyrou, Sexto Piso, 2013, 184 págs.
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