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Kurt Vonnegut maneja como nadie la tendencia del ser humano a desatar desastres colectivos, sea por impericia, maldad, instinto o mera estupidez. Sus novelas han recorrido la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto, las religiones y distintas ideologías políticas del siglo XX. En Dios lo bendiga, señor Rosewater, el objeto literario es algo mucho más cercano y tangible: el dinero. “Un monto de dinero es uno de los protagonistas de este relato sobre la gente, así como un tarro de miel podría ser el protagonista de un relato sobre las abejas”. Así empieza la novela.
Estamos en Estados Unidos por los años cincuenta del siglo XX. Quienes todavía le ponen el cuerpo a la economía productiva son románticos sin mucho sentido de la realidad, que van camino a la quiebra. La robotización avanza, y en las finanzas está la plata, por lo menos para los ricos que pueden pagar el consejo de expertos y así multiplicar panes sin sudar la frente. Pero cuando la masa popular busca imitarlos incursionando en la compra de acciones, hacen naufragar los pocos ahorros que esos inexpertos habían conseguido y a estos no les queda otra que trabajar, más esclavos que nunca. En este nuevo mundo que se impone, ¿qué valor tendrá un ser humano que no sabe o no puede producir bienes o servicios?
Una renta de 87.472.066, 61 dólares, el tarro de miel, le permite a Eliot Rosewater ganar 10.000 dólares por día, “domingos incluidos”, aunque no haga nada de su vida. Viene de una familia propietaria de un imperio que en algún momento tuvo fábricas y ahora se dedica a las maniobras especulativas. Eliot, ex combatiente de la Segunda Guerra Mundial y doctor en Leyes en Harvard, quedó a cargo de la fundación filantrópica del imperio. Al ver su pueblo natal lleno de desocupados vagabundos y fábricas abandonadas, hace un juramento exaltado: “Amaré a estos americanos desechados, aunque sean inservibles y feos. Esa será mi obra de arte”. A pesar de estar borracho casi todo el tiempo, se encarga de ayudar a escuadrones de bomberos voluntarios, escritores, un pederasta, las víctimas del pederasta, artistas, etcétera. También da consejos por teléfono a quienes están angustiados. El conflicto aparece cuando un abogado de confianza, que conoce los vericuetos de la fundación, busca declararlo demente para desplazarlo de la presidencia y entregarla a otro Rosewater, un pobre diablo vendedor de seguros con instintos de suicida, que desciende de la rama de la familia que fue engañada y timada generaciones arriba.
Como en muchas obras de Vonnegut, el argumento pasa a un segundo plano o se suspende por un rato y la novela se transforma en un recipiente en el que van cayendo ocurrencias literarias, salidas de la imaginación tántrica del autor, que rara vez dialogan entre sí: clases magistrales sobre la Edad de Oro del Imperio Romano, reseñas de novelas de ciencia ficción, cartas, poemas, monólogos descolgados de la nada. Mediante este proceso de engorde desordenado y a través de un desfile de idiotas sabios —acaso los personajes marca registrada de Vonnegut—, se avanza en esta sátira en la que el dinero y su acumulación marchan en el tiempo rompiendo, destruyendo y creando sociedades, sin jamás retroceder o quedarse quietos.
Dios lo bendiga, Señor Rosewater es una obra inclasificable, tal vez no una obra maestra como Matadero 5, escrita apenas un año después, pero de una contundencia inesperada, y que logra sacar de las piedras (o del dinero), sin ningún esfuerzo, un humor que funciona como un arma de destrucción masiva capaz de extinguirnos, porque ese es nuestro destino para Vonnegut: destruirnos y empezar otra vez y sólo así sobrevivir.
Kurt Vonnegut, Dios lo bendiga, señor Rosewater, traducción de Carlos Gardini, La Bestia Equilátera, 198 págs.
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