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Para el reseñista, un libro canónico suele representar un dilema. El propósito fundamental de la reseña (a diferencia de un ensayo crítico) es ayudar al lector a decidir si le interesa un libro o no. No hay espacio para más. Es un formato que sienta mejor a las novedades y las primeras impresiones. El pensamiento profundo vendrá después. Cuando se trata de un libro clásico, famoso o notorio, entonces, hay que presumir que los lectores ya han tomado su decisión: o lo han leído, o tienen la intención de hacerlo, o no. La tentación, entonces, es pasar estos libros de largo, dejarlos a los cerebros grandes y los programas escolares.
Con una escritora como Marguerite Duras, sin embargo, es posible que la reseña humilde todavía tenga un rol útil. Principalmente, quizás, porque publicó más de setenta libros en su vida, sin mencionar su obra cinematográfica, pero también porque su posición canónica es relativamente reciente, obra más bien del siglo XXI, cuyos formatos digitales combinan con una escritura que tendía a la fragmentación y, más que nada, a la gran marcha hacia la autoficción, de la cual Duras, con sus constantes referencias autobiográficas, revelaciones íntimas (aunque muchas veces apócrifas) y vetas eróticas, es una figura importante.
El amante fue sin duda su libro más exitoso, le valió el Premio Goncourt, vendió más de un millón de ejemplares y, por supuesto, fue adaptado al cine por Jean-Jacques Annaud. A mitad de camino entre sus novelas más convencionales, como Un barrage contre le Pacifique (1950), y las exploraciones más experimentales que se inauguraron con Moderato cantabile (1958), se trata, como mucha de su obra, de la experiencia francesa del período colonial tardío en Indochina, especialmente la de los franceses pequeñoburgueses, clase a la que la familia de Duras pertenecía. Una chica de quince años comienza una relación escandalosa con el hijo de un millonario chino bastante mayor que ella (el texto de contratapa lo describe como un “amor secreto”, pero no: como se reitera en varias ocasiones, los amantes no hacen ningún esfuerzo para esconderse, y de ahí el escándalo), mientras su familia extremadamente disfuncional sigue en un declive que terminará muchos años después con la destitución y una tragedia que exceptuó a la narradora, que supo distanciarse a tiempo y terminó convirtiéndose en una escritora de renombre.
A partir de una serie de viñetas e imágenes que dan saltos cronológicos para crear una historia coherente, El amante está llena de la escritura potente, hermosa y corrosiva que fundamenta el prestigio actual de Duras (en casi todas las páginas hay una frase o párrafo que se presta para el posteo, la remera y hasta el tatuaje), y hay también, como uno esperaría, momentos de un erotismo superlativo. Sin embargo, lo que queda en la mente no es tanto la sensualidad como aquello que se podría llamar una pornografía (donde el erotismo conjura, la pornografía sencillamente muestra) emocional y anatómica de una familia en crisis, atormentada por sueños y aspiraciones incumplidas y aterrorizada por las crueldades y el egoísmo del hijo mayor. Si se tratara de una película pornográfica, El amante sería el producto de una realizadora de gran talento; considérense los distintos ángulos que nos ofrece Duras de la escena icónica en el transbordador, donde los amantes se conocen y revelan algo nuevo, o el retrato de la madre mientras disfruta de la alegría sencilla de hacer baldear su casa. Tenemos ahí un vistazo de otra historia que, como Duras nos repite una y otra vez, nunca pudo ser porque nunca fue.
Marguerite Duras, El amante, traducción de Ana María Moix, Tusquets Editores, 2021, 152 págs.
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