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Como un amigo parlanchín que, achispado por haber bebido un par de tragos, se dispone a contarnos en la sobremesa los gajes de su oficio: quizás el mayor encanto de estas páginas radique allí, en el tono íntimo, hospitalario, que transmiten. El arte de la ficción reúne las tres conferencias que el escritor norteamericano James Salter dictó —a sus casi noventa años y pocos meses antes de morir— en la Universidad de Virginia. Lejos de una exposición de suficiencia veterana, Salter recorre lecturas, sus primeras tentativas como escritor, los fracasos y el reconocimiento tardío con la placidez de un viandante dominguero. Durante doce años, el autor de Años luz (1975) fue piloto de la Fuerza Aérea de su país. A pesar de haber combatido en la Guerra de Corea, su acto más temerario consistió en abandonar la carrera militar por una incipiente vocación literaria. Pero no fue sino hasta conocer, a los cuarenta y cuatro años, a su futuro amigo y mentor Robert Phelps, cuando logró encauzar lecturas, embeberse del mundo literario y conocer a los autores que serían fundamentales en su vida. Aquí, Salter espolvorea minucias nada desdeñables: el cuidado de Balzac por los detalles cotidianos; la distancia de Isaak Bábel respecto de lo narrado; la objetividad y la elección de la palabra justa en Flaubert; la exuberancia de Kerouac o Thomas Wolfe. La particularidad de estos autores y, según Salter, de todo aquel que se precie de serlo, radica en la construcción de un estilo, en “cierta manera de mirar las cosas y un modo de expresarlas”. Indisociables a tal punto que el estilo “es el escritor en su totalidad”. Sin embargo —no hay que dejarse engañar—, el tono Salter es ameno; basta como ejemplo la definición candorosa y balbuceante de “novela” que da: “un relato de cierta extensión y conciso sólo en ciertas partes. Quizá debería tener también una matriz o relevancia social, debería plasmar la vida a partir de unos valores, como dijo E. M. Forster, aunque no creo que necesariamente”. En ese tono no se avergüenza de confiarnos que el motor de la escritura es el reconocimiento: “Sería más honesto decir que he escrito para que otros me admiren, para que me quieran, para ser elogiado, reconocido. A fin de cuentas, esa es la única razón”. A pesar de lo cual, dice, “ninguna de esas razones da la fuerza del deseo”. Escribir es una tarea ardua. Hay que corregir, atender a los detalles, a la lengua, y romper con toda mediación. Que tu patria sea tu lengua. Y no hay garantía de nada. La voz se apaga en un arrullo con el anhelo de renacer por escrito. Sus últimas palabras aún resuenan en los objetos: “Llega un día en que adviertes que todo es un sueño, que sólo las cosas conservadas por escrito tienen alguna posibilidad de ser reales”. Damos por terminada la velada. Salter se despide. James Salter, un autor que supo imprimir una mirada desasosegada en relatos y novelas de escritura límpida y precisa, en ocasiones casi telegráfica, y con un cuidado del párrafo como bloque de sentido. Algunos lo llaman maestro. Conviene no exagerar.
James Salter, El arte de la ficción, prólogo de Antonio Muñoz Molina, traducción de Eugenia Vázquez Nacarino, Salamandra, 2018, 112 págs.
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