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Narrar la hecatombe universal desde los márgenes de un pequeño acontecimiento implica atorarse previamente con la siempre incómoda cuestión acerca de qué formas y estilos resultan aplicables a la conciencia enferma del siglo XX y su infección más persistente: el Holocausto. Antes que un relato de cien páginas como el que nos ocupa —incluido originalmente en un libro de cuentos—, Ernst Kaltenbrunner (carnicero ejemplar del nazismo, figura destacada de la aristocracia austríaca que celebró en su momento la anexión de su país al Tercer Reich), parecía un personaje destinado a protagonizar gruesas y ampulosas biografías. Como asistente de Himmler y director del Departamento Central de Seguridad del régimen, Kaltenbrunner era temido y respetado como pocos dentro de la maquinaria genocida: abogado y alpinista, de imponente contextura física, su ascenso dentro de la Gestapo fue vertiginoso y ejemplar. En poco tiempo llegaría a transformarse en el principal responsable del “control de eficiencia” de los métodos de exterminio aplicados en los campos de concentración, ese dilema burocrático, de siniestras connotaciones oficinescas, que los nazis redujeron a una cuestión lingüística en la que la posibilidad de hablar o escribir sobre el horror se resiente y sufre como un nervio cortado. La opción de Franz Kain (1922-1997), figura cercana a Bertolt Brecht y Anna Seghers aunque autor casi secreto de la literatura alemana, consiste, extraña y sabiamente, en oponer orden y recorte frente a la desmesura del material histórico con el que se enfrenta. El autor ordena el relato por filtraciones y acumulación de detalles, alterando las expectativas de comprensión total con que los lectores suelen asomarse a este tipo de historias y creando, en consecuencia, una escritura terriblemente despojada, que parece esperar los acontecimientos que describe y no reaccionar frente a ellos, como si la violencia que hizo del propio Kain una víctima de la Gestapo le hubiera enseñado a esquivar tremendismos y bajadas de línea para conferirle un criterio casi doméstico de selección endurecido en la intimidad eternamente herida del sobreviviente. A diferencia de, por ejemplo, Ernst Jünger —cuyo notable Sobre los acantilados de mármol podría arrimarse a El camino… a través de ciertas fascinaciones cósmico-telúricas—, Kain opta por esquivar el contagio alegórico y concentrarse en un episodio en concreto: la huida de Kaltenbrunner, apenas finalizada la Segunda Guerra Mundial, hacia las Montañas Muertas, en la región alpina de Salzkammergut, y su arribo a un refugio de montaña, guiado por un cazador que, poco después, lo entregaría a la justicia. En el trayecto, la actitud intelectual y política de Kaltenbrunner conduce la narración entre especulaciones sobre su futuro personal y el de su país, y aparece esporádicamente, como filamentos de una pesadilla que opaca la textura de la narración, un episodio acontecido en el campo de Mauthausen —el más grande de los instalados en Austria— que vuelve sobre la “cuestión” técnica antes mencionada, cuando el protagonista recuerda la discusión burocrática referida a una falla en el funcionamiento de los hornos crematorios. Es, por lo tanto, el contraste entre la brutalidad y el horror de lo narrado y la dinámica amortiguada de su confección lo que logra imponer este relato sintético y absorbente por sobre el imaginario más anquilosado de un tema inagotable.
Franz Kain, El camino al lago Desierto, traducción de Richard Gross, Periférica, 2013, 112 págs.
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