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A Ben Okri, prolífero narrador, ensayista y poeta nigeriano, le fastidia que lo encasillen en el género “realismo mágico”. Siente que le bajan el precio, más allá de su abierta admiración por García Márquez, que tanto ha pregonado. En verdad, lo que le molesta es que le cuelguen al cuello una tradición de un continente que vino después. Ya se sabe: todos salimos del corazón de África. La raza humana, la música, y por qué no, la literatura, al menos en su tradición oral, que en la muy versátil pluma de Okri vendría a ser mágica, fantástica, realista, mística, es decir: cuando todo eso fue la misma sustancia en nuestros antepasados nómades que se desprendieron del simio.
El camino hambriento, libro publicado originalmente en 1991 —obtuvo el prestigioso Man Booker Prize (nunca lo había ganado antes un autor tan joven) y, nos enteramos por la solapa de esta edición, aparentemente inspiró la canción “Street Spirit” de Radiohead (curioso)— e importado este año a estas orillas vía la editorial mexicana Elefanta, presenta un lugar de África que acaba de independizarse. Allí hay problemas de todo tipo y esos problemas siempre recaen sobre los pobres: falta de acceso a una vivienda, la migración para buscar trabajo, la especulación del mercado inmobiliario, flamantes partidos políticos buscando su cuota de poder de un modo no demasiado democrático.
La novela, extensa, está narrada en primera persona por un niño, hijo único de un padre que trabaja rompiéndose la espalda en la descarga de bolsas de cemento y una madre que vende chucherías en el mercado de subsistencia. Pero no se trata de cualquier niño. Ázaro es un abiku, un niño-espíritu que puede conectarse con el más allá y que siente con mayor angustia el sufrimiento humano, y al sentir ese sufrimiento se ve tentado a irse al mundo al que pertenece.
Los abiku están arraigados en la tradición popular. Algunos creen que dan buena suerte, como Madame Koto, dueña del bar que sirve de epicentro de la novela, y que usa a Ázaro de talismán para atraer riquezas. Otros, al contrario, consideran que trae una desgracia para la familia. Mientras tanto, los espíritus aparecen a cada rato. No necesariamente dan miedo, ni tienen algo que decir, ni son sabios; más bien tienen la mismas contradicciones y miserias de los seres humanos.
Pero más allá de los espíritus, la fuerza de la novela radica en los cuerpos colectivos de los hombres y las mujeres, en sus psicologías quebradas, en su resistencia y todo el esfuerzo que hacen para sobrevivir día a día en una tierra arrasada desde hace siglos: “Olvidaron que todos somos hermanos y hermanas y que la gente negra son los antepasados de la raza humana. La segunda vez que vinieron trajeron armas. Nos quitaron nuestras tierras, quemaron a nuestros dioses, y se llevaron a muchos de nuestra gente para convertirlos en esclavos al otro lado del mar. Eran codiciosos. Querían ser dueños de todo el mundo y conquistar el sol. Algunos de ellos creen que han matado a Dios”.
A estas desgracias, Ázaro debe sumarse otro problema: sus hermanos abiku lo llaman, lo convocan de maneras extrañas, no entienden el motivo por el cual decide quedarse con ese padre que, cansado de una vida miserable, se convierte en boxeador precario, y con esa madre a quien los matones del partido político dominante le rompen y decomisan la mercadería de su puesto.
El camino hambriento se recorre con una muy bien lograda cadena de atmósferas de opresión y violencia, en las que se revuelcan mitos, hechos históricos y demás filosofías de gente ya agotada de pechear en esta tierra, pero que necesita algún tipo de consuelo o esperanza para seguir haciéndolo.
Ben Okri, El camino hambriento, traducción de Leonardo Martínez Vega y Cecilia Núñez, Elefanta editorial, 2012, 582 págs.
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