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Si los cálculos no me fallan, El condotiero es el texto póstumo número veinticuatro de Georges Perec, lo que lo ubica en compañía de Cortázar o Bolaño como uno de los autores muertos más productivos de la historia. Esta publicación es además la primera novela completa en agregarse a los libros conocidos. No sólo Perec la dio por concluida, sino que en su momento la editorial Gallimard la consideró brevemente antes de rechazarla. Según el crítico Claude Burgelin, que ha escrito un prólogo informadísimo, “este libro era importante para Perec. Tenía la sensación de que se lo jugaba todo con él”. Burgelin afirma incluso que “los cuatro a cinco años que separan el rechazo […] y la publicación de Las cosas fueron especialmente difíciles para George Perec. […] Era como si se perfilara un fracaso monumental”. El problema de la vida literaria, para parafrasear a Kierkegaard, es que se vive hacia delante y cobra sentido hacia atrás.
Con la ventaja de la retrospección, podemos identificar en esta novela prefiguraciones de la obra futura, empezando por el protagonista, Gaspard Winckler, que reaparecerá en W como un desertor exiliado, y en La vida instrucciones de uso como un constructor de rompecabezas. Trazar la identidad de un personaje ficticio no tiene mucho sentido, pero Winckler señala ya la predilección de Perec por cierto tipo de personaje: un hombre solitario, obsesivo, inteligente y dueño de un saber tan abstruso como irrelevante en el mundo de sus contemporáneos. El Winckler de El condotiero es un falsificador de cuadros (eco de largo alcance: la última novela del autor, El gabinete de un aficionado, trata de cuadros falsos). En la primera página, Winckler mata a su jefe por razones oscuramente vinculadas a su profesión. De ahí en más, nos sumimos en una historia psicológica con mucho de intriga policial. En vez de quién es el asesino, se busca averiguar por qué se cometió un asesinato al parecer inexplicable. Y aunque no hay una figura detectivesca persiguiendo a Winckler, Winckler se persigue a sí mismo.
El condotiero no deja de ser una novela de aprendizaje. Como muchos autores jóvenes, en este libro Perec responde a la angustia de las influencias o, lo que es lo mismo, al deseo de establecer una voz propia, con un frenesí de actividad verbal. En ese sentido, no es difícil simpatizar con los editores que rechazaron la novela y aconsejaron al autor que moderara su “palabrería”; pero eso no impide simpatizar con quienes la rescataron cincuenta años más tarde. Ahora sabemos de qué maravillas era capaz Perec. Él, que lo estaba averiguando, tuvo que resignarse a arrumbar el texto: “Lo retomaré dentro de diez años –escribió en una carta a Jacques Lederer–, momento en que engendrará una obra maestra, o bien esperaré en mi tumba a que un exégeta fiel lo encuentre en un viejo baúl […] y lo publique”. Si acertó en lo segundo fue porque confiaba en producir lo primero. El condotiero nos sitúa en el umbral de esa robusta ambición literaria.
Georges Perec, El condotiero, traducción de David Stacey, Anagrama, 2013, 190 págs.
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