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Si Darko Suvin definió el género de la ciencia ficción bajo la síntesis de “extrañamiento cognitivo”, dicha conceptualización es más que oportuna para leer la serie que despliega Lem a lo largo de toda su obra en títulos de notable hondura como Astronautas (1951), Solaris (1961) o La voz del amo (1968). La reciente traducción del polaco de El Invencible —editada originalmente en 1964— comprueba que alumbrar zonas menos transitadas del trabajo del escritor permite completar, al menos parcialmente, un mapa de tensiones que encuentran puntos de contacto a lo largo de toda su obra y que suelen ocuparse, en mayor o menor medida, de asuntos cercanos a la reflexión sobre las ciencias.
El Invencible en este libro es el nombre de una nave interestelar que aterriza en el planeta Regis III en busca de otra nave gemela, El Cóndor, cuya tripulación, antes de desaparecer, logró enviar, como último mensaje, una serie de impulsos —parecidos al morse— sin sentido alguno. A ese mensaje le sigue un puñado de sonidos descriptos como similares a “maullidos de gatos a los que se les tirara de la cola”. Quien ha leído a Lem sabe que, las más de las veces, cuando el catalizador del relato es la llegada de un mensaje cuyo sentido ha sido desfigurado o encriptado, más que frente a un dato inocuo está frente a una clave de lectura: allí donde los marcos interpretativos fallan no hay, quizás, sólo ausencia de sentido, sino más bien la colisión desesperante de un paradigma científico contra otro, un desajuste epistemológico que reclama una puesta en crisis de los saberes institucionalizados.
A medida que empieza a hacer un trabajo de lectura y decodificación de las huellas que dan cuenta de que la tripulación de El Cóndor ha sido conducida a la muerte, el doctor Lauda, uno de los viajeros de la expedición, despliega la singular conclusión de que la única vida que ha logrado sobrevivir en Regis III es la marina, en el fondo sombrío de sus lagos. El resto es más bien un planeta desértico de calor abrasador, vaciado de toda vida orgánica. Lo único que ha logrado imponerse, no obstante, es una comunidad de autómatas cuyas condiciones de homeóstasis les permitieron alcanzar la autoorganización y la supervivencia. Estas máquinas, sometidas a procesos de miniaturización —porque lograron imponerse y destruir paulatinamente a las más grandes— construyen grandes sistemas de enjambre sólo con el objeto de un interés común. Cuando los mecanismos se juntan articulan una suerte de cerebro inanimado, electrónico. Mientras tanto, los enjambres permanecen bajo el sol o persiguen nubes de tormenta y, en casos de amenazas repentinas que hacen peligrar su existencia, se unen.
El asunto de la novela es, en primer lugar, la misión de recuperación de la tripulación extraviada. Más tarde el relato se centra en la resistencia a los ataques del enjambre de máquinas diminutas que amenazan con destruir cualquier tipo de entidad, ya sea maquínica o humana. El relato, no obstante, empieza —como todo en Lem— a desviarse hacia una zona de conflicto más abstracta, de sugerente ambigüedad, donde el peligro, en general, se vuelve acaso más enorme a medida que se hace más invisible. En este caso, Rohan, uno de los personajes centrales, asume una certeza: la verdadera amenaza no son las máquinas —que pretenden destruir con armas cada vez más fuertes—, sino ellos mismos, los humanos. La preocupación de este libro cala decididamente en uno de los asuntos cabales de la obra de Lem: el interés por pensar la dimensión ética y política de toda operación y teoría científica, los avatares, las contradicciones y zonas ciegas de cualquier paradigma de pretendida neutralidad. La turbación de Rohan es una marca inequívoca del abordaje de estos tópicos: “¿Acaso tenemos que llegar a todas partes con una gran potencia destructora a bordo de nuestras naves para aplastar todo lo que contradice nuestra forma de ver las cosas?”. Estas reflexiones pueden extrapolarse a las formas de violencia que operan en el gesto centrista e instrumentalizante del proyecto de Occidente en el período moderno-colonial, pero también a las lógicas antropocéntricas que administran la ciencia moderna —por tanto, la vida— en el planeta Tierra. Más adelante, el narrador, desde el punto de vista de Rohan, declara: “Hacer propio el vacío, por qué no, pero no atacar aquello que existe, que a lo largo de millones de años ha creado su propio equilibrio, no dependiente de nadie ni de nada, más allá de las fuerzas radiactivas y de las fuerzas materiales, una existencia activa y dinámica que no es ni mejor ni peor que la de los compuestos proteicos llamados animales o seres humanos”. El Invencible es una novela que muy tempranamente —en la convulsionada década de 1960— desarrolla, al igual que autores como Alan Turing en “Computing Machinery and Intelligence”, el dilema respecto de una teleología robótica, la posibilidad de los límites de una conciencia maquínica, su autonomía respecto de los humanos. Asuntos posteriormente desarrollados desde los marcos del llamado poshumanismo popularizado, veinte años después, por autores y autoras como Hans Moravec o Katherine Hayles.
Stanislaw Lem, El Invencible, traducción de Abel Murcia y Katarzyna Mołoniewicz, Impedimenta, 2021, 264 págs.
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