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“Una lengua, como un invierno, no puede ser explicada. Una lengua, en cambio, puede ser inventada. Y lo fue, un alfabeto ruso volcado sobre palabras rumanas y arrojado como un hueso a un enclave perdido. Esto es lo que nos sucedió a nosotros, los habitantes de Besarabia”. Quizás esta idea sea la que vertebre, justifique y le dé sentido a la segunda novela publicada por la moldava Tatiana Țîbuleac, que irrumpió en nuestras lecturas cuando Impedimenta editó esa joya que es El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes (2020).
El jardín de vidrio es un libro que no resulta ni tan poético, ni tan fluido, ni tan efectivo como el anterior, pero es particularmente valioso si pensamos la literatura como una máquina capaz de trasladarnos en el tiempo y el espacio. Una máquina que nos muestra otras idiosincrasias, que nos enseña un mundo que está lejos de ser el nuestro y al que probablemente no llegaríamos nunca si no fuera mediante las historias que leemos de él. Eso sí está presente y reforzado en esta novela, que funciona como una coctelera en la que se mezclan los idiomas, las historias (la de la protagonista, tan cercana a la propia Țîbuleac, pero también la de Moldavia durante el comunismo), los personajes. Una novela compuesta por fotos e instantes, un collage que le da corpus a una biografía.
El libro de Țîbuleac podría ser incluido en una lista de ficciones que hablan de lo duro que fue crecer en la Europa comunista, de infancias que están lejos de ser ideales, de chicos que se ven forzados a inventarse una felicidad ahí donde solamente parece haber mandatos, restricciones, violencia, pobreza, agujeros y retazos. Temas inagotables sobre los que ya estamos al menos advertidos después de leer a Agota Kristoff, Mircea Cărtărescu, Attila Bartis y Wojciech Kukzoc, por mencionar solamente algunos nombres. Țîbuleac se enmarca en esa tradición y narra lo que sabe, lo que sintió, lo que aprendió (siempre tamizado por la literatura, desde luego, que todo lo condensa y lo desplaza). Por momentos la narración pareciera ceder un poco a la tentación del regodeo en el malestar, y eso puede volverla aburrida o, por lo menos, cíclica. Por otro lado, como suele ocurrir en este tipo de relatos, hay una proliferación de detalles cotidianos, cierto costumbrismo moderno, que hacen de la historia algo exótico para los que estamos lejos de esa cultura, y que probablemente genere una identificación inmediata para los que estuvieron ahí.
Donde la novela se hace fuerte es en la reflexión acerca de la lengua y cómo esta lo transforma todo: la identidad, la memoria, el estilo, la manera de hacer y de pensar, los vínculos, la ideología, etcétera. “Me he preguntado miles de veces cómo puedes llegar a odiar la lengua en la que te sabes todos los cuentos y todas las canciones. Y me lo sigo preguntando todavía, siempre con un pensamiento lleno de culpa, siempre en voz baja”, escribe Țîbuleac, y con pasajes como esos (tan cercanos a lo que escribe el egipcio-ítalo-mexicano Fabio Morábito) sostiene la vigencia de ser una de las autoras más interesantes del momento. Una escritora para no perder de vista e insistir en su lectura cuando vuelva a editarse en español.
Tatiana Țîbuleac, El jardín de vidrio, traducción de Marian Ochoa de Eribe, Impedimenta, 2021, 360 págs.
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