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Los universos ficcionales de Steven Millhauser refulgen como un huevo de Fabergé: diáfanos y tersos, apuntan tanto a la duplicación cabal de un original como a la invención de un artificio autónomo; como habitantes de dos reinos, ponen en evidencia el instante en que la representación se torna real. Ya sea que sus historias se centren en alfombras mágicas, artistas de fin du siècle, hombres que se casan con ranas, autómatas, vuelos en globo o laberintos ocultos en el umbral de lo visible, Millhauser estira la realidad hasta volverla radicalmente otra. El lanzador de cuchillos, su cuarta colección de relatos, se publicó en 1998; dos años más tarde, el recordado Carlos Gardini la tradujo de manera notable para la editorial chilena Andrés Bello, y esa misma versión es la que recupera ahora Interzona.
En el relato que da nombre y tono al conjunto, el narrador en primera del plural —marca de la casa— asume la voz de los espectadores durante la presentación del lanzador de cuchillos, un artista que tensa su arte hasta el límite de lo ominoso. En otro relato, la visita a un antiguo amigo de la infancia, ahora en pareja con una rana, induce en el protagonista la epifanía de lo que falta en su vida; mientras que para el amante pillado de “La salida”, la posibilidad de despertar está obturada por una implacable lógica onírica. “La hermandad de la noche”, por otra parte, trata de las conjeturas en torno a unas muchachas que se escabullen de sus casas a medianoche y se congregan para honrar un voto de silencio que desvela a sus mayores. Acá también se repite el yeite del narrador impersonal, aunque la voz se particulariza hacia el desenlace para, no obstante, incrementar la incertidumbre inicial.
Tres historias de levitaciones (“Alfombras mágicas”, “Claire de lune” y “Vuelo en globo, 1870”) sirven de contraste a otra de fantasía subterránea (“Bajo los sótanos de nuestra ciudad”). Devoto de los símbolos plurales, ascender conlleva, en Millhauser, la posibilidad de huir de las limitaciones, así como descender implica internarse en lo real de la realidad.
No es infrecuente que Millhauser requiera los servicios de artistas de antaño, cuyo quehacer es un comentario especular de la propia labor literaria. Allí caben ilusionistas, dibujantes, inventores, miniaturistas y —en otro rubro, pero en un mismo sentido— empresarios que materializan los proteicos sueños de la imaginación en fastuosos parques de diversiones, hoteles barrocos y perennes laberintos. Lo que todos ellos persiguen es un innominado afán de perfección que deja del revés la tradición en la que se apoyan. De esta manera, “El nuevo teatro de autómatas” —doble oblicuo de la brillante nouvelle August Eschenburg— y “El sueño del consorcio” horadan, desde distintos ángulos, el eximio arte de la replicación, donde el trenzado del original y la copia tiene, en última instancia, el fin de “propagar lo irreal”. Como dice en un ensayo de 1995, “la réplica flota entre dos mundos, el mundo de la autenticidad y el del artificio, y en su lealtad a ambos delata una incomodidad que es parte de la fascinación que genera”. Esa misma fascinación es la que produce el arte de Millhauser. Un discreto, minucioso arte que entinta la realidad de sueño, el sueño de realidad.
Steven Millhauser, El lanzador de cuchillos, traducción de Carlos Gardini, Interzona, 2021, 200 págs.
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