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Antes de que la industria cultural emporcara su significado, por escapismo se entendía otra cosa. Lo que hoy apesta a lobotomía por streaming, a series y películas elogiadas por “entretenidas”, hace un puñado de décadas era sinónimo de imaginación y de búsqueda. No se escapaba sólo porque la realidad fuera abrumadora, sino también porque era insuficiente. Se escapaba para pensar mejor, para ver con ojos nuevos, y no meramente porque la oficina cansa y porque refugiarnos detrás de una pantalla se nos convirtió en el método más efectivo para olvidar lo difícil que se está poniendo el asunto allá afuera.
Lord Dunsany fue un militante de la evasión. En la primera página de El libro de la maravilla, publicado en 1912 y reintroducido ahora al español por la editorial rosarina Miércoles 14, hacía una invitación directa a los lectores de su tiempo: “Acompáñenme, damas y caballeros que —comprensiblemente— estén cansados de Londres. Acompáñenme todos aquellos que estén agobiados por el mundo que conocemos”. Lo que sigue es un inventario de prodigios y atrocidades, una acumulación de paisajes que casi no registran ligadura con la realidad anglosajona de principios del siglo XX: apenas un par de menciones a la capital del Imperio Británico, a la que se alude siempre con hastío.
Como si el proyecto fuera borrar las referencias a fuerza de jugar con las sonoridades —que remiten a muchos lugares y culturas, y a la vez a ningunos—, las ciudadelas y los reinos que Dunsany apila en estos cuentos llevan nombres como El Lola, Mursk, Tholdenblarna, Tlun. Por ellos deambulan arañas-ídolo, centauros imparables, monstruos glotones que se defienden más de lo que atacan. A la aventura en forma de viaje, algo arquetípico del género, la matriz dunsaniana anexa un héroe que agrede por motivos difusos. En muchos casos no hay princesa que rescatar, ni oro que recoger, sino más bien un afán de probar y probarse. El desafío es el motor de la gesta y el tesoro al final del camino tiene un valor que bascula entre la abstracción y la alegoría. Más que héroes, los protagonistas de Dunsany son ladrones exaltados que a veces triunfan y a veces sufren muertes arcanas. El desenlace de uno de los cuentos pone a un personaje a caer infinitamente por un abismo sin fondo. Todavía está cayendo cuando se termina el libro. Cae desde 1912 y lo seguirá haciendo mientras Dunsany mantenga su base lectora.
Menos etéreos y flexibles que los relatos de Cuentos de un soñador (1910) —colección que inspiró a Tolkien y a Lovecraft—, los textos recopilados en El libro de la maravilla muestran a un escritor aferrado a su misión de generar obra desde un fantástico sin modulaciones. Por aquellos años, en otro rincón de Europa, un checo judío ya estaba delineando a su Samsa. El fantástico cotidiano empezaba a cimentar la idea de que lo siniestro y lo asombroso cobran otro sentido cuando irrumpen en el horizonte diario. La reaparición de este volumen de Dunsany viene a señalar que entregarse a la imaginación pura y escapar del todo, sin cruces ni atajos, también es, a su modo, un acto tan poético como filosófico y político.
Lord Dunsany, El libro de la maravilla, traducción de Pablo Bagnato, ilustraciones de Nahuel León, Miércoles 14 Ediciones, 2019, 129 págs.
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