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Lo que diferencia la “Trilogía Nova” (La máquina blanda, El tiquet que explotó, Expreso Nova) de la “Trilogía del Espacio” —de la que El lugar de los caminos muertos viene a ser el capítulo intermedio— es el contexto histórico-cultural que llevó a William Burroughs del relativamente blando lugar de culto del que gozaba en los años sesenta al reducto del cientificista pervertido y contrarrevolucionario en el que se acomodará durante los años ochenta. Ese desplazamiento no fue una opción autoral (el proyecto literario burroughsiano siempre fue demasiado anárquico como para aspirar a eso) ni un encasillamiento crítico, si se tiene en cuenta que las primeras revisiones de su obra lo captaron como aquello que, de manera temblorosa y esquinada, aparentaba ser: una esquirla amorfa e infrarroja de la explosión beat.
Hoy puede decirse que Burroughs fue, desde siempre, una paradoja inclasificable, que rebotó permanentemente entre distintas dimensiones de la literatura (de la ficción paranoica a la declinación ocultista de la ciencia ficción; de las zonas de sombra de la crónica autobiográfica a esa especie de hiperespacio donde anticipó el cyberpunk y las corrientes más enciclopédicas de la road novel distópica) como artífice y espectador privilegiado de la escalada de combustiones e infecciones literarias que propuso a partir de El almuerzo desnudo, la novela que parte en dos la modernidad literaria y se carga al hombro tanto a Hemingway como a Beckett. En sus aspiraciones de arquitecto de asociaciones imposibles, Burroughs no tiene rival (con la excepción probable de J. G. Ballard) al momento de encontrar metáforas conceptuales que le permitan edificar esos mundos concentracionarios en los que transcurren sus ficciones, donde el ser humano convive con multitudes de monstruosidades más o menos inorgánicas y se multiplica en entidades psíquicas y personalidades mutantes en continuo devenir.
El far west de El lugar de los caminos muertos es una república sexual aceitada por el esoterismo, implosionada por el culto a las armas y desordenada por la aparición de nuevas formas socioculturales en las que las tradiciones políticas modernas han sido desplazadas por la movilidad tribal. En ese mundo en el que “nunca conviene alejarse demasiado en ninguna dirección”, la Familia Johnson es una célula terrorista que ha cambiado la propaganda armada por una magia semiótica que viraliza mensajes revolucionarios a través del delito. Lo que Burroughs tiene en común con (nuestro) Roberto Arlt es la capacidad para transformar discursos científicos en una panorámica autoral de precisión quirúrgica, que puede enfocar la naturaleza conflictiva de cualquier momento histórico en el momento en que se anuncia como la pesadilla de épocas futuras. Así, Kim Carson, pistolero intergaláctico de una guerra bacteriológica librada en un presente tan “retro” como “post”, escribe relatos del Oeste y utiliza una cadena de materiales químicos y periodísticos como si fueran recursos gramaticales de una lengua animal y telepática. Enfermedad mental, conflicto interdimensional, mitología tibetano-egipcia y un culto obsesivo por el placer en sus vertientes más patológicas definen el tono de algo que sólo puede ser llamado “novela” por su inclaudicable obstinación en ofrecer, página tras página, ramalazos de una belleza tan venenosa como inclasificable.
William Burroughs, El lugar de los caminos muertos, traducción de María Coy revisada por Pablo Hernández, El Cuenco de Plata, 2019, 352 págs.
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