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Falso policial construido sobre un espiral de locura girando en el vacío, El mapa calcinado demanda casi con violencia un lector dispuesto a perderse en un mundo caótico e incoherente donde resulta muy dificultoso distinguir motivos o adivinar recorridos. Abe es frecuentemente comparado con Kafka (el “Kafka japonés” se lo ha llamado por ahí, en un alarde de espantosa originalidad), pero su mirada caleidoscópica está vacía de espantos y no se acongoja —más bien se muestra arbitraria— frente a las evidencias terribles de un mundo que el autor de La metamorfosis nos enseñó intolerable. Y allí donde Kafka eludió el sentido común, trastornándolo por completo para no perderlo definitivamente, Abe enfrenta la pesadilla con un aséptico y escalofriante objetivismo que deviene pasión por el puro lenguaje y que lo deja más cerca que nunca de Beckett, aproximación que ya venía insinuándose en la anteriormente traducida Encuentros secretos (2014). Al principio, la excusa argumental planteada con un despojamiento casi oficinesco (alguien desaparece en confusas circunstancias y un detective es contratado para encontrarlo) promete alguna tardía derivación de las relojerías político-narrativas que en su momento perfeccionara Alain Robbe-Grillet. Pero cuando la capacidad deformante de Abe se activa, centrar la atención en algún punto de conciencia se vuelve imposible, y lo que queda es una cacería de pensamientos al rojo vivo a través de una mente agudizada por algo que parece un tipo de demencia frondosa pero a la vez flexible, y en la que los irregulares destellos de razón propiamente detectivesca penetran cada vez con mayor dificultad la masa de una realidad hermética, así como las luces de un pasillo sin fin laten por debajo de la puerta de una habitación a oscuras. Abe ha escrito una novela de suspenso sin trama, un relato de ideas que salen de la nada y a la nada vuelven, el mapa de rutas para explorar un paisaje entre lo onírico y lo industrial, alucinado, sin equilibrio. Libera cascadas de lenguaje en el interior de una realidad sellada como la caja negra de un vuelo sin aterrizaje programado, donde todo lo que cae desaparece de la forma más devastadora y compleja posible. Descartados por inaplicables el gesto “posmo” y los fuegos lingüísticos de artificio —vicios de mentes cartesianas más acomodaticias, que poco tienen que ver con la sufriente y laberíntica psyche del japonés—, sólo queda agregar que Abe era un gran escritor y un hábil torturador mental, no necesariamente en ese orden.
Kobo Abe, El mapa calcinado, traducción de Ryukichi Terao, prólogo de Ednodio Quintero, Eterna Cadencia, 2015, 320 págs.
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