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Nota para los editores: llamar a Cormac McCarthy “el autor de La carretera” es bajarle el precio a una obra notablemente más profunda e irisada que la moralina apocalíptica que el de Rhode Island se permitió a inicios del siglo XXI. Es cierto que hubo un Pulitzer y que la película de Viggo Mortensen abultó el dislate, pero igual la etiqueta en la portada es un menoscabo perezoso, incluso para los estándares ramplones de la edición comercial. McCarthy escribió Meridiano de sangre, escribió En la frontera. Deformó el western hasta volverlo metafísico, trastornó la sintaxis para exhumar la cuerda que une a Faulkner con Melville y levantó un edificio al que las noticias de la muerte presunta de la novela jamás pudieron importarle menos.
Hasta 2022, La carretera ejercía como última prosa firmada por McCarthy. Considerando la muerte reciente del autor, habría sido una coda demasiado lánguida. Aun con sus arideces, con sus trampas autoinfligidas, El pasajero / Stella Maris hace bastante para recobrar la gravitación de un programa que por décadas fue inmisericorde en la búsqueda de su propia teoría del todo.
Se trata de dos novelas, una novela en dos partes o una novela con un anexo sustancioso. Bobby y Alicia son hijos de un matrimonio que trabajó en el Proyecto Manhattan; su apellido es Western, ni más ni menos, lo que se puede entender tanto como un guiño al género preferido de McCarthy como un barrunto sobre la peripecia histórica de Occidente. Los hermanos son prodigios de distinto calibre, él un físico lúcido y ella una matemática genial, angélica en belleza e intelecto, condenada a departir con seres de otro plano. Contra un fondo que revela las secuelas íntimas de la bomba, paranoica casi al estilo a la vez vago y omnisciente de Pynchon, la trama escarba los sentimientos de ambos protagonistas, el incesto en apariencia nunca consumado.
Desde la línea inaugural de El pasajero, Alicia ya no está en el mundo y su hermano abandonó la carrera académica por ocupaciones más riesgosas. Tras pilotear un Lotus y rozar la muerte en la pista, viaja por el mundo trabajando como buzo de rescate. El descubrimiento de un avión en el lecho marino, sin la caja negra y con la falta adicional de un tripulante, dispara una cadena de huidas que van desnudando a Bobby, exponiéndolo a verdades antiguas. McCarthy acomete los pormenores de esta cadena sólo de a ratos. Como en Suttree, como en varios pasajes de la Trilogía de la Frontera, el acento está puesto en el detalle de las acciones y los duelos conversacionales. Mientras escapa, Bobby lidia con actores circenses devenidos abogados, camaradas de rubro y de diletancia, viejos colegas universitarios y una travesti con la que refrenda la prohibición que ya se había impuesto con Alicia.
Los diálogos más intensos son, sin embargo, los que ella mantiene con El Chico, la entidad que la visita cada tanto en la soledad de su cuarto. Este ángulo de la novela es fantástico sólo en superficie, o ni siquiera: los intercambios giran sin descanso alrededor de la veracidad de esos encuentros, la materialización de El Chico, sus intenciones. Las preguntas se ahondan en Stella Maris, que registra las entrevistas entre Alicia y el psiquiatra de una residencia para enfermos mentales. Acá no hay escenas ni descripciones. Toda la segunda parte del libro es una pugna entre sistemas ―recurso aguzado por McCarthy en El Sunset Limited y demás dramaturgias― que glosa a Grothendieck y Gödel, se mofa de Freud y objeta la potencia real del conocimiento para decir algo sobre el mundo. Aunque el resultado sea irónicamente psicológico, está claro que no hay modo de resolver el cálculo inconsciente, la spengleriana matemática de la noche. Alicia también se desnuda, pero adrede, para desatar su plan de destrucción.
McCarthy dedicó su vejez a colaborar con el Instituto de Santa Fe, centro de estudios que fundó Murray Gell-Mann. Esa colaboración parece iluminar El pasajero / Stella Maris, como si su autor hubiera extraído de ella los fundamentos que ya vislumbraba su pesimismo inconmovible: “La próxima gran guerra no llegará hasta que todos los que recuerdan la última hayan muerto”. McCarthy nació en 1933 y falleció hace apenas unas semanas. Su último gesto nos advierte que el borde de la extinción es mucho más que el reverso de la supervivencia, y que nuestra angustia viene menos de la oscuridad que de la insuficiencia a la que la oscuridad nos conmina.
Cormac McCarthy, El pasajero / Stella Maris, traducción de Luis Murillo Fort, Random House, 2022, 624 págs.
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