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Antes de sentarse a escribir, J.A. Baker pasó una década observando halcones peregrinos, rastreándolos por valles y estuarios, viéndolos cazar y haciendo un recuento de sus presas. En el libro, sin embargo, esos diez años aparecen condensados en un puñado de meses, del otoño a la primavera de un año que el autor no necesita precisar. Tal vez ahí resida la primera clave para entender la extrañeza luminosa que invoca la lectura de El peregrino: el tiempo que corre por sus páginas está hecho de un material muy distinto al del tiempo medido con relojes.
Más que de tiempo, en realidad, habría que hablar de un montaje que da la impresión de reunir a muchos especímenes en un único halcón que asciende en silencio, elige una víctima entre los miembros de una bandada todavía desprevenida, se deja caer como si se descolgara del aire, golpea con las garras y las hunde entre plumas hasta encontrar carne. Es siempre la misma danza, el mismo asesinato ritmado por cambios en la intensidad de la luz, esmaltado por los colores más fríos o más cálidos del paisaje e inducido por una cadencia que difumina la presencia humana, tanto la del propio Baker como la del lector, que casi en simultáneo se descubren como intrusos en un reino antiguo, el reino imposible del halcón peregrino.
La pervivencia de ese reino es irremediablemente frágil. Baker estudia al halcón peregrino con el mismo propósito oblicuo que llevó a Maeterlinck a investigar la estructura social de las abejas o a Melville a abarrotar su Moby Dick con observaciones primigenias sobre cetología. El peregrino no sólo es un libro sobre la belleza, sino sobre la belleza que el hombre está matando. Baker no sobreabunda en este aspecto. Hay un par de alusiones a los agroquímicos y muy cada tanto la intromisión de algún elemento de fabricación humana (un tractor, el disparo de una escopeta), pero el principal invasor del paraíso de la caza sin fin es el propio autor, de quien los halcones huyen como si sospecharan lo que su presencia realmente significa. Sobre uno en particular, de altos hombros encorvados y alas que parpadean, dice en un pasaje: “Vino directo hacia mí; pareció que me clavaba los ojos. Entonces se le agrandaron como si reconociera la hostil figura humana. Con un tironeo de las alas abiertas dio un viraje violento”.
El peregrino está salpicado de encuentros así, donde el narrador se acerca y es eludido por un animal que no quiere hacerle un lugar, participarlo dentro de su territorio. El único halcón que Baker logra alcanzar es el que atrapa con la irradiación de la palabra. Traducido con fidelidad a ese cometido por Marcelo Cohen, el paraíso de la caza sin fin termina deviniendo en un paraíso de la descripción y del lenguaje. Una riquísima tierra prometida a la que todos, esta vez sí, estamos invitados.
J.A. Baker, El peregrino, traducción de Marcelo Cohen, Sigilo, 2016, 224 págs.
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