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¿Llegará el día en que las reevaluaciones literarias ya no sean necesarias? ¿En que sepamos juzgar acertadamente el valor de una obra en el momento en que se publica? Espero que no. Uno de los grandes placeres que nos da la literatura viene de su capacidad de sorprendernos por todos lados: pasado, presente y futuro. Hoy, en el mundo anglosajón, la obra de Shirley Jackson es objeto de un fuerte proceso de reevaluación, inspirado en parte por una nueva biografía de Ruth Franklin. Resulta que Jackson tuvo una relación difícil con su madre, lo que no es gran sorpresa (no habría que confiar en escritores que no hayan tenido una relación difícil con sus padres: es un desperdicio imperdonable de material). Las razones de la anterior falta de reconocimiento son bastante usuales: una mezcla fatal de discriminación de género (en los dos sentidos), la supuesta frivolidad de los temas domésticos y, lo que no es menor, el hecho de que varios de sus textos rápidamente se inscribieron en la currícula escolar para menores de dieciséis años. No hay mejor manera de asegurar la muerte de cualquier aprecio literario.
Pero esta situación está cambiando. Varios escritores y críticos han empezado a resaltar la importancia de la perspectiva única de Jackson. Se comprende ya que su rareza brillante, sus temas terroríficos, no son tanto una búsqueda de efecto como un intento, según dijo ella, de explorar “las profundidades de la condición humana”, o “el daño psíquico a que las mujeres son particularmente propensas”.
Dicho esto, El reloj de sol, a pesar de lo que sugiere la inexplicable tapa de su edición argentina, no es un cuento de horror. Es una comedia. El texto de contratapa menciona, acertadamente, a Tim Burton, Jane Austen y Edgar Allan Poe, pero el artista que más viene a la mente es Wes Anderson: este libro se lee como el guión de una de sus fantasiosas películas.
La novela comienza con un entierro, el de Lionel Halloran, heredero de una casona en el campo estadounidense construida por su abuelo, quien quería de manera explícita usar su riqueza para crear un mundo aparte para la familia. Ahora que Lionel ha muerto, la casona cae bajo el control de su madre, la señora Halloran. Se sugiere insistentemente —lo dice varias veces Fancy, la joven nieta de la señora Halloran— de que la dama ha matado a su hijo para quedarse con la propiedad. El primer impulso de la señora Halloran es echar de la casa a la mayoría de los habitantes —la viuda de Lionel, la institutriz de Fancy y el bibliotecario— y encerrar a su cuñada, la tía Fanny, en una torre. Pero todo esto cambia cuando la tía Fanny es visitada por el fantasma de su padre, el primer señor Halloran, para informarle que el mundo está por terminar pero que los que permanezcan dentro de la casona estarán a salvo. Convencidos de la veracidad de la profecía por una serie de señales, los habitantes, cuyo número pronto crece con la llegada fortuita de varios visitantes —todos muy divertidos, ninguno muy querible—, comienzan enérgicamente sus preparativos para el fin del mundo.
Ya tenemos varios rasgos muy jacksonianos: vamos conociendo su sentido del humor —aunque no siempre agradable, lo que sucede es siempre malévolamente gracioso—; sabemos que le gusta atrapar a sus personajes en casonas o castillos y que la recurrente imagen de la casa de muñecas no es casual; sabemos que disfruta del despotismo terrorífico (algo que en este caso no la priva de darle a la señora Halloran, la déspota en cuestión y una pariente no muy lejana de Lady Bracknell, las mejores líneas); y al fin sabremos también que le gusta jugar. Porque la riqueza de El reloj de sol, más allá de sus diálogos cómicos, reside en sus juegos —de palabras, de poder, de sentimientos, de sexualidad—, que nos muestran sobradamente cómo el poder puede corrompernos hasta el fin del mundo y más allá.
Shirley Jackson, El reloj de sol, traducción de Ariadna Molinari Tato, Fiordo, 2017, 304 págs.
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