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Kobo Abe (1924-1999) es un escritor extraño. Nos extraña. Y nos atrae.
Si miramos a sus lectores japoneses —más numerosos que los de otros escritores, como Oê—, el extrañamiento se arraiga en la fundamental paradoja que plantea el arte de Abe. De un lado, por temas o motivos no resulta japonés: es un “moderno”, como Kafka, o el mismo Oê; y en Japón si eres “moderno” cuesta ser visto como “nativo”. A la vez, de entrañas niponas surge ese modo de desplegar la lengua, su única lengua —nunca leyó otras— de modo elaborado y accesible. Una lengua “única” la suya, porque a la vez se separa de la japonesa: a diferencia de otros escritores japoneses, al referirse a sí mismo va saltando de primera a tercera persona.
Si en cambio nos miramos a nosotros, lectores occidentales, percibimos en espejo el extrañamiento inverso: encontramos temas nuestros, universales, ligados a la alienación exterior y a los modos de evadirla. Nos sentimos cómplices de una situación que conocemos (desintegración del individuo, inanidad de la experiencia), sólo que abordada con tempo y toque que, con razón, consideramos ápices de la estética japonesa.
Al encarar esta novela de Abe (muy traducido a lenguas occidentales, hasta en español), conviene tomar en cuenta varios hechos. Fue escrita en 1977 con el título Mikkai, término que alude a encuentros en lugares atípicos o distópicos. Esos “no-lugares” de Marc Augé, tan familiares y prometedores para “nosotros”, son para “ellos” los más incómodos e inquietantes, al no ser sitios apetecibles de recolección individual o de espontáneo reconocimiento grupal. La calle, el hospital, el transporte público se sitúan “afuera”, en un espacio carente de toda precisión (asombra la falta de localización espacial). También cuenta que Abe es un artista múltiple cuya obra (literaria, visual y escénica) ha quedado en Japón ligada antes que nada al Shingeki (“nuevo teatro”), género que se alza en neta oposición al Kabuki y al Nô (atrevidos, ¿no?). Siendo un dramaturgo exitoso, novelas como la reseñada ayudaron a arrastrar (un poco) el teatro de tipo operístico hacia el drama dialogado. Fue un escritor formado en el mundo teatral: Encuentros secretos es una pieza convencional con tres actos y epílogo, como las de Ibsen.
Esta novela de Abe y otras suyas señalan un punto de inflexión respecto al tridente letal de la literatura japonesa del siglo XX: Tanizaki, Kawabata y Mishima. Nada menos. El escenario pasa a ser inexorablemente urbano y por entero anónimo, muy marcado por lo que, hilando grueso, podríamos llamar novela psicológica.
Al correr las páginas se explicitan rasgos importantes de la escritura y el arte de Abe. La ausencia de localización enfatiza la voluntad de anonimato. A eso ayuda que pocas personas, calles o lugares tengan nombre: aparecen, sí, la tienda Subaru, el señor Ono, comen ramen; pero carecen de contexto. O lo van extraviando. El laberinto hospitalario (fue médico e hijo de médico) desemboca en el laberinto urbano, y este, en el existencial. Todo ocurre en un ambiente de invisibilización progresiva de lo humano.
Como vapor nauseabundo, al lector se le queda pegada la perplejidad de una mirada que capta la alienación objetiva, pero sin atisbar el camino de una liberación interior.
Kobo Abe, Encuentros secretos, traducción de Ryukichi Terao, Eterna Cadencia, 2014, 224 págs.
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