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Esa gente que no conocemos

Lydia Davis

OTRAS LITERATURAS

“¿Qué escritor no querría deslizarse por la superficie de las cosas sin dejar de calar hondo, descubrir una historia en cualquier parte, atender a las voces de otros y al rumor del pensamiento, deshacerse del ripio, depurar la lengua, afinar el foco, burlar los límites de las formas hasta dar con la que habla por su tiempo? Mi heroína hoy en esa empresa es la norteamericana Lydia Davis”. Eso escribí hace diez años después de leer los Cuentos completos de Lydia Davis (2009) y Ni puedo ni quiero (Can’t and Won’t, 2013), tratando de definir esa combinación inclasificable de comedia humana, lucidez filosófica, gracia y singularidad formal que vuelve superflua la discusión sobre el género que los reúne. ¿Cuentos conceptuales? ¿Parábolas aforísticas? ¿Ficciones reales?

Después de dos colecciones de ensayos, Davis ha vuelto a la forma breve con Esa gente que no conocemos (Our Strangers), ciento cuarenta y cuatro piezas que una vez más caben en una página, pero también en veinte o treinta, en cuatro líneas o un párrafo. Y aunque con el paso del tiempo la comedia humana se ha vuelto más sombría, la voluntad de ahondar en la extrañeza de la vida cotidiana, ver más y escuchar mejor, sigue intacta. También el humor sutil y la inteligencia sin alardes. Davis sigue siendo mi heroína en esa búsqueda obstinada de la molécula de ficción que existe en cualquier parte, con una cuota añadida de inconformismo y audacia: el libro no se vende por Amazon y sólo está disponible en librerías y bibliotecas, para que “las personas que aman la lectura vuelvan a ese lugar donde otras personas que aman la lectura llevan siglos vendiendo libros con dedicación y esmero: la librería de la esquina”.

El cuento que da título a la colección (“Our Strangers”) resume esa vocación de mirarlo todo como si nunca antes nadie lo hubiese mirado, que está en el corazón de las buenas ficciones y anima cada relato. No es más que una colección de historias de buenos y malos vecinos, desconocidos y al mismo tiempo cercanos (“nuestros extraños”), con costumbres más o menos peculiares que otros dan por sentadas. “Desconozco a las personas”, dice en el comienzo (o quizás mejor, para que la paradoja del título original quede más clara: “Toda la gente me resulta extraña”), una invitación a la proeza sencilla pero cada vez más rara de la atención prolongada, que sin duda desalientan las pantallas. Hay allí condensada una poética y un antídoto contra la vida acelerada. Una forma de decir: “Atienda, lector. A ver si presta atención y se entera de que, bien mirado, todo el mundo es extraño”. Pasan así por el radar una historia inconcebible del noticiero de la tarde, pero también la rutina intrascendente de una traductora, retazos de conversaciones en una fiesta o un tren, sonidos de una tarde de verano, diálogos imaginados entre la mano izquierda y la derecha, entre un perro y un gato, y hasta un “Hecho real” en cuatro líneas que por algún motivo escapa a la lógica: “Cuando era joven, una vez fui al festival de flores de Chelsea, en Londres, con la tercera esposa del segundo marido de mi madre. Y es un hecho real”.

Como en otras colecciones, algunas piezas componen series: escenas banales pero elocuentes de la vida conyugal; parentescos lejanos con famosos que, como la teoría de los seis grados de separación, hacen ver que el mundo es más pequeño de lo que parece; cartas de una madre a sus hijos con pormenorizados recuentos (“Sé que no es nada muy fascinante, pero es nuestra vida”) y de consumidores indignados. A Davis le gustan las listas: de anuncios insólitos en la red comunitaria del pueblo (gente que busca un pavo de utilería, un tablero portátil de go y hasta una silla resistente para una boda que soporte el peso de una novia embarazada) o de sueños. Pero a veces basta una descripción atenta que es casi un poema en prosa: un pueblo y su medianía (“Acá en el campo”); el orden preciso en que dos gatos, un hombre y una mujer se van a dormir en la casa cuando oscurece (“Durante el atardecer”). Jugando con la metaficción, Davis se detiene a veces en sus propias herramientas. Atiende a la propiedad de las metáforas (¿el egoísmo es un cáncer que se propaga?), a la ortografía y a los malentendidos que pueden provocar la entonación de una frase o la sintaxis, corrige un relato anterior, lo reduce o lo completa. Más que en otras colecciones, sin embargo, campean la vejez y la muerte: meditaciones sobre el paso del tiempo en el cuerpo, un catálogo melancólico de los ancianos de un pueblo, indicios de la demencia senil y el ensimismamiento de un viejo, recuerdos de un padre muerto. En “Después de leer a Peter Bichsel” de la última sección, unos días en Salzburgo, después de haber leído en los trenes al escritor suizo, se cuentan en el relato con ese efecto perdurable de la literatura que ella misma habrá buscado. Hay ficciones reales por donde se mire. El mundo está lleno de sorpresas y anónimos personajes.

 

Lydia Davis, Esa gente que no conocemos, traducción de Eleonora González Capria, Eterna Cadencia, 2024, 328 págs.

18 Jul, 2024
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