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Acaso lo que ha convertido a Ted Chiang en uno de los escritores más prestigiosos de ciencia ficción actual sea la utilización del género no para desplegar las posibilidades de la imaginación humana en la creación de mundos deslumbrantes y de reglas estrafalarias, sino más bien para enfatizar lo atado de pies y manos que se encuentra el homo sapiens a sus propias limitaciones.
Va lento, Chiang. Apenas diecinueve cuentos en treinta años. En este libro se suman nueve, que van de breves a algunos de más de cien páginas, y en los que amasa asuntos habituales del género con aristas novedosas. En “El comerciante y la puerta del alquimista” es posible viajar por el tiempo y el espacio del imperio árabe y hablar con uno mismo, veinte años más viejo o más joven. Pero, a diferencia de las posibilidades de la máquina del tiempo, donde hay que tener mucho cuidado con las ambiciones y con lo que se hace hasta accidentalmente, porque cualquier acto, aunque mínimo, puede generar cambios estructurales no deseados (Marty McFly y la madre que de él se enamora, Homero Simpson con la tostadora eléctrica), en este caso el futuro será inamovible, se haga lo que se haga: “Pasado y futuro son lo mismo, y no podemos cambiar ni uno ni otro, sólo conocerlos más a fondo”.
Complejiza esta idea el relato “La ansiedad es el vértigo de la libertad”, en el que Chiang juega con la mecánica cuántica de la multiplicidad de mundos y universos al inventarse un prisma tecnológico que permite a quien lo compre ver qué habría pasado con su vida de haber tomado otras decisiones en encrucijadas clave. La idea, aunque fabulosa, trae conflictos, en especial para quienes se hacen adictos y no pueden parar de comprar prismas (cada aparato sólo permite analizar una vida posible), lo que provoca la creación de grupos de apoyo parecidos a los de alcohólicos anónimos.
Uno de los temas que más se aborda es el de la memoria. Ya mucho se ha escrito sobre esto, de lo manipulable que puede ser, pero también de los problemas que habría en un mundo donde cada persona pudiera recordar con fiabilidad todo lo que ha hecho. Pero no tanto por las dificultades prácticas, que Borges ya agotó con Funes, sino por las emocionales: el olvido es lo que de algún modo nos permite perdonar y vivir sin rencores con la gente que queremos.
Chiang juega con los grandes descubrimientos que impactaron en la conciencia colectiva de la humanidad, las conclusiones de Galileo que terminaron con el mundo teocéntrico, pero lo hace en el sentido inverso cuando se descubre un planeta que, a diferencia de la Tierra, sí tiene un sol que gira alrededor de él, lo cual demuestra que es el preferido de Dios y que el nuestro sólo fue un ensayo; y juega también con las relaciones entre humanos y las creaciones de la inteligencia artificial, que en este caso no son necesariamente muy inteligentes, no más que los humanos al menos, y obligan a dedicarles más tiempo de lo que se pensaba necesario (de eso se trata el verdadero amor, parece decirnos Chiang), y así se disparan dilemas morales cuando se buscan variantes para deshacerse de ellas.
Con una escritura sencilla y desarrollada con sutileza para desenredar conceptos complejos, Chiang lleva la ciencia ficción a uno de sus destinos más clásicos: otro modo de ejercer la filosofía.
Ted Chiang, Exhalación, traducción de Rubén Martín Giráldez, Sexto Piso, 2020, 352 págs.
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