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Este es el tercer libro de la poeta belga Charlotte Van den Broeck. El texto se despliega como una exploración entre el paisaje exterior y el interior, entre los materiales del mundo y el cuerpo, entre la percepción, la memoria, la imaginación. El movimiento puede ser oscilante, pero también envolvente. Las imágenes se superponen y pasan de hablar del paisaje, el suelo, una planta, a instalarse en el cuerpo, para mostrar la interdependencia o correspondencia o pertenencia entre el sujeto y el exterior. Atento a los detalles, como colores, variaciones de la luz, del viento, a los animales, a los nombres de los minerales, el yo se conjuga con estas presencias para enlazar un mundo no de correspondencias armónicas, sino de ecos: “por qué veo blanco como luz desmantelada / por qué no creo lo que pueda provocar un sol a plomo, aún no / por qué no hay una sombra bajo el cielo, sucesivo, rojo naranja rojo / se enciende el día”. Los versos, largos o cortos, se adecúan a ese vaivén, contribuyen a él, con cortes a veces inesperados, y un uso de los signos de puntuación que unen y separan de modos diversos, yuxtaponiendo percepción y elocución, o distanciando sintagmas. El texto pide entonces, como lo dice el primer poema, un ejercicio de inmersión, que se va profundizando, por ejemplo, en los varios poemas que tienen el mismo título, y funcionan como un torbellino.
Hay ocho poemas dedicados a Ilsebill, el personaje del cuento de Grimm “El pescador y su mujer”, pero si en el cuento la mujer representa la demanda sin fin o la pretensión (el pescador ha dado con un pez que le concede cada uno de sus deseos, y el hombre pide los bienes cada vez mayores que su mujer anhela, hasta volverse emperatriz), los poemas despliegan un clima de ensoñación o fantasía en los que, con la partida del marido, la mujer se permite pensar en su propio deseo, desordena la cama y tiene sexo con un pulpo, que da “más y más y más y”.
Las fricciones de la tierra dan cuenta de un mundo en que el cuerpo, la luz, los minerales, las plantas, los animales, los humanos dejan huellas, señales de intercambios diversos y siempre por descubrir, y esas huellas se cruzan y combinan de maneras variadas. En las fricciones reinan las variaciones: “anamorfosis / del paisaje recordado no se asemeja / en nada a este que recorría antes todo el tiempo”, no sólo porque cambian el paisaje, la memoria y las palabras, sino porque todo está mutando, y todo pide más cada vez que “el ojo se hunde / en la lejanía // en el infinito // repliegue”. La poeta, así, se vuelve ese ojo, pero también su intérprete: es la que da cuenta de esas anamorfosis, la que, en su texto, “descifra el suelo y sus esgrafiados”, la que anota ese movimiento como fricciones de palabras y de imágenes.
Charlotte Van den Broeck, Fricciones de la tierra, traducción de Micaela van Muylem, Serapis, 2023, 66 págs.
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